Un hondureño
en cuerpo y alma: Roberto Sosa, a diez años de su deceso

Moisés Elías Fuentes
Julio-agosto de 2021

 

 

La madrugada de un lunes de 2011, en un hospital de Tegucigalpa falleció, por un infarto cardíaco, el poeta Roberto Sosa, unos días después de haber sido galardonado con el Premio Rafael Alberti, que no pudo ya recibir en el Festival Internacional de Poesía de La Habana, sino tan sólo agradecer, con estas palabras: “Dedico este laurel a Honduras, república humillada y ofendida por el país más poderoso del planeta, Estados Unidos de Norteamérica”. Estas últimas palabras, dedicadas a su país, bien pueden tomarse como la divisa del escritor, quien consagró por entero su obra poética al pueblo hondureño, al que entendió como la esencia de esa patria a la que el poeta vivió con razón y con pasión.

Desde su infancia en el norteño departamento de Yoro, donde nació el 18 de abril de 1930, hasta sus últimos momentos, acaecidos la madrugada del 23 de mayo de 2011, Roberto Sosa se pensó y se asumió un hondureño en cuerpo y alma, lo que hizo patente tanto en su obra creativa como en su labor en la difusión de la literatura de sus compatriotas, a más de sus decisiones políticas, que profesó aun a riesgo de su propia vida, como se verifica en su denuncia al terrorismo de estado impuesto en Honduras por el general Gustavo Álvarez Martínez en la década de 1980, o su decidida oposición al golpe de estado del 28 de junio de 2009 contra el presidente hondureño Manuel Zelaya.

Ahora bien, en la lírica de Sosa se equilibran de modo deslumbrante los temas familiares y los políticos, los íntimos y los sociales, enlazados todos por el discurso conversacionista, mediante el cual el poeta involucraba a los lectores en la emoción individual y en la vivencia colectiva, devenidas experiencia poética. Tal el caso del retorno a la tierra natal en “La batalla oscura”: “Los amigos/ se acercan con rumor de infancia en cada frase”.

Poesía coloquial en la que Sosa cultivó, con singular fortuna, la metáfora, el asíndeton, la aliteración y la antítesis, elementos que opuso a la árida crueldad de la represión política, tal el caso de versos en “Del odio”: “Flotaba como una ola encrespándose/ la hermosísima mata de pelo/ a cada impacto”. Dedicado a Inés Consuelo Murillo (activista social, sobreviviente de desaparición forzada en la década de 1980, en el contexto del terrorismo de estado), “Del odio” ofrece el contrapunto entre los torturadores y la joven, cuya sola existencia es una rebelión que cuestiona la cultura de la muerte promovida por los secuestradores:

 

Se equivocaron, claro, en el menor desvío

de su línea recta

Porque

fusil en mano ha vuelto la muchacha guerrillera:

Mírenla.

 

Indiscutible, los temas en la poesía de Sosa son ásperos. Sin embargo, tal aspereza no encauzó el discurso poético del hondureño hacia el tremendismo, sino que, al contrario, se encaminó a la expresión de una belleza singular, emergida de la introspección en las otredades de la vida diaria, belleza que subvierte la narrativa de la unicidad impuesta desde el racismo, el clasismo y el fanatismo.

Sosa se inmergió en tales otredades a través de la plasticidad rítmica, en la que destaca el espléndido manejo del verso encabalgado, como se advierte en “Dibujo a pulso”, poema integrado por dos estrofas, que funcionan como las dos partes de una antítesis. Así, la primera dice: “A como dé lugar pudren al hombre en vida;/ le dibujan a pulso/ las amplias palideces de los asesinados/ y lo encierran en el infinito”. En tanto, la segunda expresa:

 

Por eso

he decidido —dulcemente—

—mortalmente—

construir

con todas mis canciones

un puente interminable hacia la dignidad, para que pasen

uno por uno,

los hombres humillados de la tierra.

 

Ciertamente, la poesía de Sosa es testimonial, toda vez que el autor atestiguaba los hechos y los refería. Pero, además, se trata de poesía emocional, habida cuenta de que el poeta hondureño no sólo enumeraba aquellos hechos, sino que los mostraba como evidencias de sufrimiento, resistencia y sobrevivencia; evidencias procedentes del reino de lo absurdo, como en “La casa de la Justicia”, poema de evocaciones kafkianas: “Dentro/ se está/ como en espera/ de alguien/ que no existe”. Y su última estrofa, compuesta por un delicado encabalgamiento, que contiene la derrota de la razón: “Y todo/ se consuma/ bajo esa sensación de ternura que produce el dinero”.

Discurso literario político, no por ello el discurso de Sosa deja de ser intimista. Es más, el discurso político del autor no podría entenderse sin la introspección, sin la visión emergida desde el yo íntimo. De ahí que la muerte física provocada por la violencia institucionalizada, se advierte primero como una muerte interior, existencial, como ocurre en “La eternidad y un día”, en cuyos versos se dejan escuchar ecos de Albert Camus:

 

Se hace tarde, cada vez más tarde.

Ni el viento pasa por aquí y hasta la Muerte es parte

del paisaje.

 

Bajo su estrella fija Tegucigalpa es una ratonera.

 

Matar podría ahora y en la hora en que ruedan sin amor las palabras.

 

Sumergido en la crítica social y en el retrato de la belleza de la vida cotidiana, en más de una ocasión Sosa sorprendió con su destreza para equilibrar dichos aspectos, equilibrio que tiene uno de sus mejores exponentes en “El llanto de las cosas”, poema que retrata los claroscuros de la madre del autor, mediante imágenes poéticas y versos encabalgados: “Viéndolo bien/ todo eso lo entendió esa mujer apartada,/ ella/ la heredera del viento, a una vela. La que adivinaba/ el pensamiento, presentía la frialdad/ de las culebras/ y hablaba con las rosas, ella, delicado equilibrio/ entre/ la humana dureza y el llanto de las cosas.”

Sencillamente impensable la poesía de Sosa sin la presencia de la belleza, incluso en las temáticas más escabrosas. Estética particular, que, en lugar de atemperar o encubrir la sordidez y la ferocidad de las atmósferas descritas, realza la impudicia agazapada detrás de la normalidad social, y que alcanza uno de sus puntos más altos en “Los elegidos de la violencia”, que en su primera estrofa dice: “No es fácil reconocer la alegría/ después de contener el llanto mucho tiempo.”, imagen que la segunda estrofa amplía así:

 

El sonido de los balazos

puede encontrar de súbito

el sitio de la intimidad. El cielo aterroriza

con sus cuencas vacías. Los pájaros pueden alojar la delgadez

de la violencia entre patas y picos. La guerra fría

tiene su mano azul y mata.

 

Belleza que es rebelión ante un sistema de poder basado en la injusticia social que despoja a hombres y mujeres de su dignidad y el libre albedrío sobre sus vidas; rebelión por medio de la que el poeta Roberto Sosa revalidó, una y otra vez, su compromiso con Honduras. Compromiso humano y humanista que, emergido de la tierra natal, se irradió —y se irradia— hacia lo universal, desde “La yerba cortada por los campesinos”:

 

La yerba cortada por los campesinos es igual a una constelación.

Una constelación es igual a una piedra preciosa,

pero el cansancio de los campesinos que cortaron la yerba

es superior al universo.

 

Demostrar los hechos mezclados con las lentitudes

de un fuego que nos conocemos, y quemar incienso

                                                      [a las buenas gentes,

ayuda a vivir,

ayuda a bien morir.

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Roberto Sosa. Fotografía: Wikimedia Commons

 

Moisés Elías Fuentes

(Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva.