Lo siniestro y lo ajeno. Encuentros con alienígenas

Ramón López Castro
Julio-agosto de 2021

 

 

Fotograma de la cinta The Day the Earth Stood Still, dirigida por Robert Wise en 1951: https://bit.ly/3xqEFnG 


Un resplandor malsano anuncia a la tripulación del Nostromo, una nave espacial maldita, que acudir a la aparente llamada de auxilio fue un grave error. El espejo bifronte de una ciudad marciana en ruinas, cuyo reflejo en el tiempo la descubre floreciente, es la imagen de un encuentro afortunado entre Tomás Gómez y un nativo del cuarto planeta del sistema solar. Un astronauta llega a la estación que flota sobre el esférico océano de Solaris: pero ¿en realidad está sobrevolando un mar planetario o un gigantesco organismo extraterrestre? ¿Es Solaris un alienígena autoconsciente o una entidad autista? ¿Quiere comunicarse con la humanidad o para él/ello somos insignificantes motas de polvo danzando en la faz de la eternidad?

Me veo al espejo y todos los días encuentro en él a un extraño. Interactúo con imágenes que llegan a través de intrincados canales y con un retraso infinitesimal, pero innegable. La vida discurre en una selva de avatares. Todos somos extraños en una llanura interminable de apariencias, de cristales que colapsan y florecen en una miríada de universos posibles. Somos habitantes de ondas de probabilidad apenas discernibles. La pandemia nos ha vuelto ermitaños recelosos o suicidas callejeros. Y de ahí que hayamos recuperado la extrañeza del otro: hemos redescubierto nuestra soledad ¿o acaso nunca la hemos perdido y ahora se apodera de nuestras mínimas acciones? Una llamada a la puerta es siniestra porque nos pone en contacto con lo desconocido. Hemos adoptado la lejanía como muralla y eso refuerza la idea de que el aislamiento es preferible a la aglomeración. La “sana distancia” y la insana cercanía. Así que todos somos el monstruo de alguien más, el hombre o la mujer Omega en un paisaje deliberadamente desolado. Y no hay un prójimo —es decir, alguien que sea cercano, un miembro de la tribu—, sino una muchedumbre de seres hostiles, potenciales focos de infección. El planeta se cubre de la ansiedad como quien abraza una frazada sucia cuyo olor nos reconforta. Es aroma rancio que reconocemos como propio, único, indivisible. Nuestra mínima patria claustrofóbica circundada de videoconferencias y abrazos lejanos. A la manera de Robinson Crusoe, nos aterroriza divisar la pisada en la arena de un Viernes.

Ahora es fácil entender la ambivalencia con la cual la ciencia ficción trata la idea de lo ajeno. Un extraterrestre aterrizando entre nosotros podrá ser maravilloso, portador de bienaventuranzas (Klaatu en El día que la Tierra se detuvo); pero también puede ser un comunista sideral cuya nefanda intención es suplantar a los hombres y mujeres libres con clones desprovistos de libre albedrio (los infiltrados en Los usurpadores de cuerpos). Lo alienígena es motivo de asombro y terror: es el robot de Planeta prohibido pero al mismo tiempo el vampiro estelar, la nave espacial sepultada en el eterno invierno antártico y el ser proteico cuya carne anhela a la nuestra. Hay una tensión sexual en la mirada del otro en nuestro cuerpo: el látigo carnoso del xenomorfo que olfatea concavidades, el protoplasma que se esfuerza en duplicarnos para suplantar nuestra identidad. Poseer al extranjero para dejarnos penetrar por él: la otredad palpitante de la nueva carne con su tropismo rumbo a la vieja carnalidad. En el relato Una canción para Lya, George R. R. Martin nos confronta con esa lujuria de perder nuestra individualidad para sumergirnos en lo ajeno: si bien espeluznante, la idea de unirse a un ser pluricelular, ser uno con el todo y por tanto convertirse en el todo, por accesión, ¿no es acaso el deseo de ciertas disciplinas como el budismo? Desprenderse del ego, del yo, para difuminarse y alcanzar con ello cierta iluminación. La trascendencia de abandonarnos en el otro se parece al arrebato místico postulado por muchos santos y santas del catolicismo. Ya no soy el que era: soy lo otro. Esto se lleva a otra consecuencia literaria en el excelente cuento “La fe de nuestros padres”, de Philip K. Dick, un escritor experto en mostrarnos lo alienígena en nosotros. En este texto, descubrimos que Dios es un ente perverso. Disfruta nuestra muerte, nos cosecha, sorbe el tuétano de nuestra alma. Camina machacando las flores de las almas humanas en un prado tumefacto. Es la deidad lovecraftiana pero atenta, terriblemente atenta a nosotros. No nos concede respiro alguno. Está en particular interesada en nuestro dolor. Es el Partido y el Antipartido, el Gran Hermano y su antítesis, el dolor y el orgasmo. Levita en una distopía donde la China de Mao ha ganado la Guerra Fría; pero al mismo tiempo trasciende su divinidad porque le fascina chapotear en el limo de la historia humana. Y no hay escape ante ese asedio: es el extraterrestre funesto que le advierte al camarada Chien, el perfecto protagonista dickiano: “hay cosas peores que yo, pero nunca las conocerás”.Es, al fin y al cabo, una deidad menor. Porque la humanidad tampoco merece un Cthulhu desencadenado: no somos tan importantes. Motas de polvo danzando en el horror de los eones. Basta con un depredador alienígena revoloteando sobre nuestras miserias. Chien lo entiende bien y se afianza al sexo, a la certeza marina, precámbrica, de nuestro sueño primordial: existimos, luego viene la oscuridad. La penumbra es la última otredad: la noche es nuestra madre y nuestra tumba, lo desconocido. Lo humano es ese destello que ocurre en esa espesura de negritud absoluta.

Rodeados de una contundente y siniestra condición ajena —el cosmos es inhumano— no nos queda mas que abalanzarnos sobre lo extraño. Aceptar que somos como aquel personaje de “La sombra sobre Innsmouth”, la genial reconciliación que nos brinda H. P. Lovecraft:

 

Mi horror y mi ansiedad se han ido relajando, y en ocasiones me siento extrañamente atraído por las desconocidas profundidades de la mar. Ya no temo a las regiones submarinas…

 

El narrador ha descubierto que él comparte la condición blasfema, mestiza, de los oriundos de Innsmouth, un pueblo pesquero olvidado —justamente olvidado— en las bahías de Nueva Inglaterra; cuya población se ha unido en siniestros ayuntamientos con una raza de anfibios que mora en las regiones pelágicas. Humanos en metamorfosis, seres que pululan en la noche, perseguidos por las milicias terrestres, los habitantes de Innsmouth y sus primos, los Profundos, mediante ese sincretismo genital y cultural han trascendido nuestro miedo por lo alienígena. Ellos acreditan que en nosotros habita la semilla de lo monstruoso, por lo que deberíamos abrazarla como parte de nuestra estirpe. Es el huevo xenomórfico que eclosiona y entra a nuestro tracto digestivo. La última vulneración de la vieja carne que dará paso, gozosa, a la nueva progenie. Nosotros somos los marcianos que se asoman al final del picnic del millón de años, somos los usurpadores de cuerpos ajenos, infectados por un virus que ha saltado entre distintas especies, el que llama a nuestra puerta, insistente, insolente, para que lo dejemos entrar, como el vampiro que habita nuestros sueños medievales. Es el llamado definitivo de lo siniestro en nuestras vísceras.

Nosotros somos el resplandor que alumbra planetas prohibidos. Y el verdadero, único, alienígena que en realidad necesitamos yace en nuestra imagen ante el espejo.

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Ramón López Castro

(Tlalnepantla de Baz, Estado de México, 1971)

Escritor y abogado. Entre sus obras principales se encuentran Expedición a la ciencia ficción mexicana, obra que mereció el Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes en el año 2000, y Sol de la incertidumbre, publicado en 2020.