¿Qué harías si vieras naves espaciales en el cielo?

Claudia Reina
Julio-agosto de 2021

 

 

Fotografía: Pixabay

 

Era común que en sus sueños caminara por el campo. Su padre siempre habló de comprar una finca y su madre rememoraba a menudo una infancia feliz en la granja familiar. María, tal vez para compensar su desapego por la naturaleza, soñaba con ella; al contrario de lo que pudiera esperar, los sueños no eran desagradables. En ellos se llenaba de paz y el aire puro la relajaba. Caminaba por lugares tupidos de árboles, donde el césped era alto, amarillo y le hacía cosquillas en las manos, y escuchaba los trinos de los pájaros. Todo era sereno, a excepción de algunas ocasiones en que la intranquilizó el sonido de ramas o troncos que se rompían bajo el peso de algo desconocido. Entonces apretaba el paso y procuraba encontrar un claro en donde ponerse a salvo; pronto se convencía de que en un sitio tan luminoso no podía ocurrir nada malo.

En uno de sus paseos vislumbró una casa. No sabría decir por qué no la había visto antes. Quizá tomó un camino diferente sin percatarse; quizá fue el propio sueño el que quiso llevarla hasta ahí. Desde lejos, le pareció una construcción un tanto extraña. Un arquitecto con ideas extravagantes debió de haberla diseñado. Las habitaciones daban la impresión de ser varios cubos encimados y no alcanzaba a ver puertas ni ventanas por ningún lado. Dudó de que realmente aquello fuera una casa, o de que alguien pudiera vivir ahí. Sin embargo, cuando se aproximó un poco más, se sorprendió de no advertir nada extraño. Los cubos habían desaparecido; en su lugar había paredes blancas y un techo de color rojo. Tal vez María había sido presa de un espejismo, pero ni siquiera un espejismo podría haberle hecho pasar por alto algo tan obvio: se trataba del hogar de sus difuntos padres.

Al acercarse distinguió dos figuras que se encontraban sentadas en el porche y se balanceaban rítmicamente en sus mecedoras. Caminó con lentitud por miedo a que todo se desvaneciera. La brisa era fresca y el cielo, a diferencia de otras veces, poco a poco se fue oscureciendo. Se sentía nerviosa. Esperaba que ocurriera de pronto un desastre: una gran tormenta, que el suelo se resquebrajara, que todos los pájaros cayeran muertos de los árboles.

Cuando estuvo a unos cuantos metros de distancia, comprobó que las dos personas sentadas en el porche eran sus padres. No hubo grandes recibimientos y ninguno de los dos mostró indicios de reconocerla. Al contrario, sus rostros reflejaban consternación, como si una extraña hubiera invadido propiedad privada, y María tuvo miedo.

Se detuvo en la escalinata de la casa. Los tres se miraron sin saber qué decirse. Estaba frente a sus padres, evidentemente; sin embargo, no se atrevía a afirmarlo; ahí, en donde todo podía adquirir una nueva apariencia de un momento a otro, prefería mantenerse escéptica.

Hola, dijo María.

El padre pronunció algo ininteligible.

La piel de María se erizó.

¿Cómo podía decirle al que tenía el rostro de su padre que no lo entendía, porque había pronunciado palabras extrañas que nunca antes había escuchado?

Hola, repitió María.

Los sometió a un escrupuloso análisis, un tanto triste a medida que iba encontrando diferencias. Su madre tenía el cabello lacio y no ondulado. El rostro no mostraba tantas arrugas; principalmente hacía falta la arruga vertical que se enterraba justo entre sus ojos. Su madre solía ser una mujer de piernas cortas y regordetas y le gustaba usar delantal. Tenía una colección muy variada; daba la impresión de que constituían la parte más importante de su guardarropa. Muchas veces olvidaba quitárselo cuando terminaba de cocinar e incluso hubo ocasiones en que se lo dejó puesto para salir a hacer sus diligencias.

La mujer que estaba frente a María no tenía piernas cortas y regordetas; tampoco usaba delantal. Podían pasarse por alto las piernas, pero ¿y el delantal, el sello distintivo de su madre? En el padre hacía falta la cicatriz que le quedó de un accidente de trabajo, justo encima del ojo derecho. También parecía haber un problema de proporciones. No era tan alto como lo era su padre de la vida real, un hombre que podía haber pasado por un jugador de básquetbol. Este llevaba remangados los pantalones; parecía como si el sueño hubiera tenido la intención de hacer una copia fiel de su padre, pero al final se hubiera quedado sin tiempo.

Hola, dijo por fin la madre. Te estábamos esperando.

Las facciones de los dos se relajaron. Apareció de pronto un brillo de reconocimiento en sus ojos. María sintió alivio. La reconocían y sabían que ella era su hija. No eran sus antiguos padres, sin embargo, la reconocían. Eso era todo lo que necesitaba. No la abrazaron, pero sonrieron, le dieron una palmadita en la espalda y la hicieron pasar al interior de la casa. Por dentro, todo era idéntico al hogar que recordaba. Le parecía inconcebible que su mente fuera capaz de reproducir la casa tal como era en el otro mundo, pero que no hubiera podido presentar el físico de sus padres con un poco más de fidelidad. Encontró el mismo color blanco de las paredes, la misma marca en el piso, que se había resquebrajado cuando alguien dejó caer un martillo, los mismos olores, las mismas eternas telarañas en el techo de la cocina. Nunca antes había experimentado un sueño tan detallado y vívido.

La dejaron instalada en el sillón de la sala, el que fue el favorito de su padre. Ahí estaban las fotografías, el jarrón con las flores amarillas, el viejo cuadro religioso. Parecía como si sus padres hubieran decidido mudar cada una de sus pertenencias hacia su nuevo lugar de descanso. Había también un poco de polvo sobre las mesitas. María pasó un dedo sobre una de ellas. En él quedaron pegadas las partículas de suciedad. No hay nada más real que el polvo, pensó. De alguna manera también se las había arreglado para entrar en ese mundo y posarse sobre los muebles.

Sus padres estaban en la cocina preparando café. María sintió el impulso de observarlos. Quería saber si su madre seguía haciendo el café de la misma manera que antes o se le había olvidado. Tal vez ya no echaba cucharadas rebosantes en la cafetera. Tal vez había cambiado de marca de café. Tal vez tenía una nueva máquina, más moderna, con menos achaques que la que solía utilizar. La puerta de la cocina era giratoria y tenía un vidrio redondo en medio. Se asomó con mucho cuidado, no quería que la descubrieran. Pensaba que tal vez podían reaccionar de una manera desproporcionada si la sorprendían mirándolos. La madre volcaba cucharadas generosas en la cafetera de siempre y el padre le hablaba de algo en voz tan baja que ni una palabra conseguía atravesar la puerta de madera. A pesar del tono confidencial del cuchicheo, ninguno de los dos estaba preocupado. María lo supo porque la madre le dio varias palmaditas en la espalda al padre, sin sonreír ni perder la rigidez del cuerpo, pero unas palmaditas debían querer decir lo mismo que en el mundo real: todo va a estar bien.

La madre puso la leche y el azúcar en una bandeja y después el padre cargó con todo y salieron los tres al porche. A pesar de que se habían relajado un poco, no se les notaba cómodos. La madre parecía no encontrar el lado correcto por dónde tomar la taza y el padre había bebido tan apresuradamente el café que debía de tener la garganta ardiendo.

María sonreía mientras trataba de acallar una voz de alerta en su cabeza. Estoy en un sueño, se decía, y las cosas suceden de manera diferente. No había razón para desconfiar. Los dos se estaban esforzando por ofrecerle una agradable bienvenida.

Les preguntó por los árboles frutales que rodeaban la casa. ¿Los habían sembrado ellos?

Sí, el padre. Ahora tenían manzanas, higos y naranjas. También un árbol que daba unas flores hermosas y muy extrañas. No pudieron acordarse del nombre.

¿La madre aún cocinaba pastel de manzana?

La madre titubeó un momento: ¿Pastel de manzana?, preguntó.

Sí, dijo María, con un poco de canela.

Delicioso, dijo el padre.

Ambos se miraron como si hubieran cometido un error.

Con la receta de siempre, dijo la madre.

Y manzanas recién cortadas, añadió el padre.

A María le empezó a embargar una fuerte sensación de extrañeza. Una electricidad en la piel, en los cabellos. Tenía la impresión, como otras veces, de que de un momento a otro iba a suceder algo desorbitado, que las paredes de la casa iban a caerse, que la tierra se iba a abrir de par en par y ella iba a caer por un agujero sin fin, que a uno de sus padres se le iba a salir un ojo de la órbita e iba a quedar colgando de un nervio. Se avergonzó de tener semejantes pensamientos. Un silencio incómodo se acomodó entre los tres. La madre se disculpó y entró en la casa. Al cabo de unos minutos salió con un humeante pastel de manzana colocado en una bandeja, en donde había tres platos con sus respectivos tenedores.

Sorpresa, dijo la madre. Pastel de manzana.

¿Un pastel?, preguntó María.

Por un momento olvidé que lo tenía en el horno, dijo la madre.

Sirvió tres grandes rebanadas y ambos esperaron a que María fuera la primera en probarlo. No podía decirse que no le haya gustado, solo que tenía un sabor raro, diferente al que solía recordar. No le importó. Elogió el pastel y tomó una segunda rebanada. La madre se mostró repentinamente muy contenta. Las mejillas se le colorearon y las comisuras de los labios querían arquearse un poco para formar una sonrisa. Se llevaba con frecuencia una mano al pecho y miraba con cariño a María.

Me alegra que te haya gustado, le dijo llena de emoción.

Más tarde, la despidieron en el umbral del pórtico.

Que te vaya bien, dijo la madre.

Nos alegra verte de nuevo, dijo el padre.

¿Volveré a verlos?

Por supuesto, dijo la madre.

Por supuesto, repitió el padre.

Se sintió engañada como una niña. No volvería a verlos. Estaba en medio de un sueño que había sido un golpe de suerte. Lamentaba que la visita hubiera sido tan corta. María le dio un beso a cada uno. Tal vez fue su imaginación; sintió que su proximidad los ponía nerviosos. A ella también, tenía que confesarlo, pero era quizá la última ocasión en que los vería, así que además los abrazó y los estrechó con todas sus fuerzas.

Se internó en el bosque y de nuevo escuchó sonidos de ramas que se agitaban y troncos que crujían; no dejó que nada de eso le preocupara porque acababa de ver a sus padres saludables y un tanto extraños, pero vivos.

En adelante, el sueño se repitió casi cada noche; algunas veces le era imposible recordar el camino que llevaba hacia la casa de sus padres. Se encontraba en el campo y reconocía algunos árboles, la vereda en la que siempre se sobresaltaba, y de pronto se enrarecía el ambiente y había una niebla espesa que le hacía echar los brazos hacia adelante para no tropezar. Ya no estaba en el campo. Los árboles habían cambiado por paredes que formaban pasillos estrechos. La niebla se había desvanecido, y María quería salir pronto de ahí. Las luces del techo la cegaban. Por aquí, le decía una voz que se encendía en su mente cada vez que debía decidir entre ir a la derecha o hacia la izquierda. Habría deseado que no la confortara saber hacia dónde dirigirse. Ni siquiera se preguntaba quién le hablaba. Si se detenía a pensarlo, quedaría paralizada en medio de la pesadilla.

Los pasillos eran interminables. No podía precisar cuánto tiempo llevaba corriendo. Con temor, empezaba a sentir las piernas pesadas y el cuerpo entumecido. Si el laberinto no terminaba pronto, María iba a quedar atrapada. Afuera empezaba a llover. Las gotas se escuchaban como si cayeran sobre una superficie metálica. El ruido la llenaba de un miedo enloquecido que le hacía pensar que nadie iba a encontrarla nunca dentro de aquel lugar que no reconocía.

Entonces corría con mayor urgencia por aquellos pasillos que no eran de concreto, sino blandos, y se preguntaba quiénes podían haber sido los constructores. Se sentía contrariada por interesarse en detalles que nada tenían que ver con su sobrevivencia. Conocer a los constructores no le ayudaría a salir de ahí, pero una punzada en el estómago le decía que la clave de ese lugar estaba precisamente en la identidad de los constructores.

No debía pensar ni pronunciar esa palabra. Hacía que le entraran náuseas y que su cabeza se sintiera inclinada a dejar que entrara en ella una imagen que quería imponerse sobre todas sus preocupaciones. Se trataba de una silueta borrosa que pugnaba por volverse un poco más real, más delineada. Una silueta que deseaba presentarse ante María para que entendiera que correr a lo largo de los pasillos no estaba contemplado entre los planes.

María intentaba reunir toda su energía mental para repeler la imagen, pero sabía que era demasiado fuerte y que terminaría por vencerla. Podía resistírsele hasta desfallecer, solo para tener la satisfacción de haber luchado, pero ya sabía, porque el mensaje que provenía del ser le llegaba muy nítido, que no había razón para escapar. Entonces comprendía de golpe de quién era la voz, qué quería y hacia dónde deseaba conducirla. Recordaba cómo había llegado ahí y quería gritar porque por un breve instante regresaba a donde había empezado todo: el campo, los árboles, la luz. La aturdía la revelación y se dejaba caer en el suelo. La silueta la obligaba a quedarse quieta y pasaba por sus recuerdos una mano tibia que la hacía olvidar.

Todo terminaba tan pronto como abría los ojos y se encontraba de nuevo en su habitación. Las piernas le dolían, el corazón aplastaba su pecho. Por fin un lugar que reconocía: la cama, las sábanas, y aunque el punzante ardor de cansancio la acompañaba por el resto del día, estaba a salvo.

Cada vez que en el sueño conseguía dar con el camino correcto, sus padres no podían ocultar que los alarmaba su presencia. María los encontraba sentados en las poltronas, meciéndose mientras tomaban una taza de café. Cuando la veían aproximarse, ambos se ponían de pie con gran agitación. La madre, desde hacía algunas visitas, llevaba siempre un delantal blanco y el padre su overol de trabajo. Se les veía sonrosados, frescos, libres de preocupaciones mundanas, a no ser que contemplaran la silueta de su hija caminando por el sendero de piedra.

La seguían recibiendo con grandes sonrisas tiesas.

Pasa, hija, le decía el padre con movimientos exagerados.

La madre le daba un beso en la mejilla y le ponía una taza de café caliente en la mano. Luego entraba en la casa y salía con una bandeja repleta de humeantes panecillos de chocolate o un pastel de manzana.

¿Qué nuevas hay?, preguntaba el padre.

María se sentía tentada a preguntarle por qué clase de nuevas le preguntaba. ¿Nuevas del mundo que ellos habían dejado, o simplemente novedades en su vida? Tal vez se alterarían si les contaba que venía de un mundo en donde los precios se disparaban sin aviso o donde cada vez con más frecuencia un país apuntaba sus misiles hacia otro. Prefería hablarles de su trabajo, de su perra Laika que le hacía compañía, y de algunas pocas cosas más. No deseaba inquietarlos con detalles innecesarios y además se conformaban con cualquier cosa. En realidad, no creía que les interesara lo que sucedía fuera de ese trozo de tierra fértil y esos árboles que daban sombra fresca.

Bien, respondía el padre dando un sorbo de café. Me alegra que las cosas vayan bien.

Se escuchaban a las gallinas cacarear y el mugido de una vaca. La madre hablaba de la cantidad de huevos que recolectaban cada día y la ponía al tanto del número de pollitos que habían nacido esa semana. María se alegrabade saber que sus padres tenían sustento seguro. Huevos, leche, queso, a pesar de que no los necesitaban. Una casa cómoda, un trozo de tierra para cultivar, a pesar de que no les hacía falta un lugar donde vivir.

Poco a poco se hicieron más conversadores. Les gustaba hablar de las nuevas hortalizas que habían sembrado, de las reparaciones que el padre había hecho al viejo cerco, de las víboras que se escabullían dentro del gallinero para comerse los huevos. Nunca preguntaban por nadie que siguiera en el otro mundo. Tampoco preguntaban por las cosas que habían dejado atrás. Por ejemplo, el reluciente Buick negro que su padre conservó con devoción hasta el día en que falleció. María se lo llevó a su casa, lo metió en el garaje y lo protegió con una manta. De vez en cuando le echaba una mirada para corroborar que no se estuviera oxidando, pero sin los cuidados de su padre poco a poco se avejentaba. Había decidido que no tenía corazón para venderlo. Era mejor que no le preguntara por el Buick negro. Tampoco que preguntaran por los canarios de su madre, a los que María les había abierto las puertas de las jaulas. Comprendía cuán liberador era el olvido que la muerte traía consigo.

Un poco antes de que María intuyera que iba a despertar, se despedía de ellos. Se abrazaban, se daban un beso, y María constataba una vez más que sus padres no estaban muertos del todo. Sus pieles se sentían cálidas y los dos corazones seguían latiendo, como si jamás se hubieran detenido. Entonces María tomaba el sendero de piedra y se alejaba con lentitud, pensando como siempre que quizá esa era la última vez que los vería. Le daban ganas de darse la vuelta y volver corriendo sobre sus pasos. Hasta le pasaba por la mente quedarse con ellos para siempre, aunque la idea fuera imposible. Parecían tan felices, tan cómodos, sin mostrar signos de extrañar la vida de antes, que por eso nunca se atrevió a regresar; los intranquilizaría inútilmente. Le habrían hecho preguntas difíciles de responder.

Mientras se alejaba, la madre de María temblaba un poco y se le escurrían las lágrimas. Su esposo le echaba en los hombros un chal.

Me pregunto cómo hizo para venir aquí.

No es bueno saberlo todo, respondía el padre.

A veces pienso que sería mejor si ya no la viéramos nunca, decía la madre.

No digas eso, respondía con tristeza el padre. Hemos aprendido a quererla.

Tiempo después, Laika, la perra de María, enfermó y murió. Apenas se sobresaltó cuando en uno de sus sueños apareció por el sendero de piedra, moviendo la cola alegremente.

¿Cuándo llegó?, preguntó María a sus padres, quienes la esperaban en el porche.

Hace unos días, respondió la madre, escuchamos unos sollozos lastimeros en el bosque. Tu padre salió a ver qué pasaba y regresó con ella.

María estuvo solo un momento con sus padres. Se bebió la taza de café apresuradamente y luego salió con su perra. Dieron un paseo corto y jugaron con varitas que ella le aventaba. Le daba gusto verla, aunque la soledad que sentía por su muerte no desaparecía ni se atenuaba por el hecho de que ahora viviera dentro de su sueño.

El padre le había construido una cómoda casa de madera y su madre le había confeccionado un almohadón.

Cuida la casa, dijo el padre. Nunca habíamos visto un animal tan inteligente.

Se las regalo, dijo María.

Los dos se mostraron muy alegres.

Y luego, cuando se despidió de ellos, experimentó un fenómeno que en adelante ya no la abandonó. Se adentró por lugares que no reconocía, lugares en los que juraba que debía haber un claro o un riachuelo. El tiempo pasó mientras intentaba salir del bosque y su cabeza se llenó de niebla como otras veces y le entró un leve mareo. Vomitó al pie de uno de los árboles. Se recargó en el tronco esperando a que se le pasara el malestar. Entonces escuchó un ruido muy suave, como de motor, aunque no tan ruidoso, más bien un zumbido, y vio a unos metros una luz que se deslizó por la copa de los árboles. Se llenó de terror porque estaba segura de que esa luz estaba ahí por ella; puso la cara contra las rodillas y repitió: no quiero estar aquí, no quiero estar aquí.

De nuevo los pasillos se curvaron frente a María y la voz le indicó el camino por el que debía seguir. Una habitación poco iluminada aparecía después de mucho caminar. No había mobiliario, solo una mesa plana, metálica, en el centro. Las paredes eran curvas, casi transparentes, y lo que vio detrás de ellas era la noche, los árboles, las estrellas. Golpeó con todas sus fuerzas. Alguien tenía que escuchar el ruido. No tengas miedo, le dijo la voz en su cabeza. Le aterraba imaginar que en cualquier instante aparecería alguien, alertado por los ruidos, y ya no estaba segura de qué sería peor, que acudiera alguien o que la dejaran sola en ese laberinto.

La llenó de pavor la mesa metálica reluciente. Ya sabía cuál era su fin. No todo era niebla dentro de su cabeza. Había estado ahí antes. Y si seguía golpeando las paredes, también sabía qué iba a pasar. Sus brazos cayeron inertes. No había puertas ni ventanas, no había un sitio en donde pudiera esconder su cuerpo de la figura que ya empezaba a trasladarse por los pasillos, de manera muy lenta y silenciosa, sin prisa, no había razón para apresurarse, de cualquier manera, el destino ya estaba fijado.

Se agazapó en una esquina. Pudo haber salido de la habitación, pero para qué, eran las palabras que se repetían una y otra vez en su cabeza. Para qué. El juego del gato y el ratón no era digno; lo que pasara en esa habitación pasaría en cualquiera de las demás habitaciones que había en aquel lugar.

María se encogió, como si quisiera mandar sus átomos lejos de ahí, y apretó los ojos. No recordaba que existía la posibilidad de despertar. Deseó con todas sus fuerzas respirar aire puro, aunque eso significara toparse una vez más con la luz sobre las copas de los árboles.

Una suave corriente eléctrica le recorrió el cráneo y le bajó por la espina dorsal. Tal vez iba a sufrir un ataque al corazón, porque el dueño de aquellos pasos estaba a punto de penetrar en la habitación donde ella se encontraba. La presencia de aquel ser llenó la habitación. Se inclinó hacia ella y le dijo “sígueme”. María no tuvo voluntad para resistirse a la orden. Se acostó en la tabla metálica y empezó a oler a una sustancia penetrante, como alcohol o éter. Los párpados se le cerraron con suavidad y una vez más se vio perdida en el bosque, como de costumbre.

María caminó de un lado a otro, atemorizada por las luces del cielo, pero agradecida por esa bocanada de aire que anhelaba como si se tratara de un último deseo. Y de pronto, dio con la casa de sus padres por un sendero inesperado. La casa cambia de lugar, pensó, por eso a veces no la encuentro. Era un descubrimiento inútil. Estaba soñando por última vez con sus padres.

Quédate aquí, le dijo su madre en cuanto la vio aparecer por la vereda.

¿Dónde?, preguntó María, confusa.

En este lugar, en este sueño, en este planeta, le respondió la madre, al tiempo que la tomó de la mano.

María se sobresaltó. Creyó escuchar mal. El padre puso una mano en el hombro de su esposa para intentar decirle que guardara silencio, pero la mujer no podía contenerse.

Quédate, repitió.

María no tuvo tiempo de responder.

Los sorprendió un ruido furioso que bajó del cielo. Los tres entraron corriendo en la casa. El padre y la madre intercambiaron miradas de angustia. Ellos sí sabían qué era aquello que estremecía el cielo. El padre opinó que estarían más seguros si se escondían debajo de la mesa. Quería decir que María estaría más segura si ella se ocultaba. Por las ventanas entraban chorros de una luz cegadora.

Puede ser un meteorito, dijo María a gritos para que la escucharan.

Los padres asintieron con pesar.

Un meteorito abriéndose paso por la atmósfera.

Un meteorito con una enorme cola de fuego.

En verdad no creía que fuera un meteorito.

La intensidad con que la luz se filtraba por las ventanas no podía deberse a un meteorito. Tenía que ser algo que estaba sucediendo afuera, a unos cuantos metros de distancia.

El ruido, que primero hizo crujir los cristales, ahora los hacía volar en pedazos.

¡Corre, por Dios, corre!, le dijo su madre, tratando de que su voz venciera el rugido.

María se llenó de terror. ¿De qué la estaba alertando?

Miró a su padre en busca de una respuesta.

Corre, le dijo. No tienen que encontrarte aquí.

¿Y ustedes?, preguntó María, aunque habría querido preguntar: ¿encontrarme quiénes?

No te preocupes, contestó el padre. No nos buscan a nosotros.

María empezó a correr. Las palabras enigmáticas de sus padres la llenaron de terror. Corrió, y a pesar de que sabía que estaba en un sueño que iba a terminar en cualquier momento, la sensación era la contraria. Se imaginaba que iba a quedar atrapada para siempre en ese mundo. El olor cada vez más intenso a éter o a alcohol la mareó.

Abrió la puerta que conducía al patio trasero y salió trastabillando. La luz era tan potente que María sentía como si estuviera ciega. Corrió tirando objetos a su alrededor, tropezando, escuchando el cacareo nervioso de las gallinas, los ladridos de su perra. La llamó a gritos. Pensó que podían huir las dos hacia la espesura del bosque y que se esconderían en una cueva. Buscarían un lugar seguro. Comerían raíces, tierra, gusanos, lo que fuera con tal de sobrevivir.

Las luces no la dejaron avanzar mucho.

Se sintió paralizada. Buena señal. Quiso creer que eso significaba que la libertad que trae consigo el fin del sueño estaba a punto de llegar.

Desde el cielo, un chorro de luz la levantó por los aires. Gritó. La voz de aquel ser se abrió paso dentro de su cabeza y le permitió recordar por última vez todo lo que había olvidado: el paseo nocturno por el bosque para aclarar sus pensamientos y la extraña luz en el cielo que la siguió por varios minutos, las conjeturas que pasaron por su mente, se trataba de una estrella, un avión, gases, y el objeto metálico que emergió de la noche con toda claridad unos segundos antes de que empezaran sus pesadillas. María se apegó a la esperanza de que eso también fuera un sueño. Confió en que el dolor la obligaría a despertar. Apretó los ojos y antes de perder la conciencia, se quedó esperando por su cama, las sábanas blancas, el sonido del reloj despertador.

 

 

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Claudia Reina

(Nogales, Sonora, 1980). Narradora. Egresada de la Escuela de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora. Obtuvo el Primer Lugar en el Concurso del Libro Sonorense 2007, en los rubros de cuento, novela y teatro por los libros Paranoias, Esto no es una pipa y La luz al final, respectivamente. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el ciclo 2007 - 2009.