El rostro propio

Brenda Ríos
Marzo-abril de 2021

 

 

Con la excepción del espejo,

la fotografía es la única forma

de verse uno desde fuera

Siri Hustvedt, Recuerdos del futuro

Una vez tuve una pesadilla o quizá vi algo en la tele, pero durante años tuve la sospecha de que si me plantaba frente al espejo entre las 2 y 3 am iba a ver mi “verdadero yo” y no me iba a gustar. Me levantaría al baño en la penumbra y el espejo mostraría otra cosa. Yo no sería quien me mirase de vuelta. La imagen de mi rostro es imagen del instante actual. Justo el que no habitamos nunca. Por eso no suelo reconocerme. Sé que soy yo, es verdad, pero no me reconozco. Esa no podría ser yo. Yo soy más dulce, más tenue, más abierta. La mujer que me mira tiene una historia distinta.

Mi padre en el féretro, en la funeraria, no era él. Se parecía a él, pero no lo era. Uno de sus hermanos se negó a ir al funeral, quiso recordarlo como siempre, de otro tiempo, dijo. Claro, quién como él. Nadie quiere ver el efecto de la muerte. Es último, devastador, sin tregua.

 

*

Para poderme aceptar cada día, o aceptar mi rostro como mío, debo tomar dos tazas de café en las mañanas primero, y darme un baño. Después comienzo a parecerme a mí, a la cara que creo tener. A la que pertenezco. Una amiga amada, ilustradora, chilena, me dijo hace años que yo tenía de esas caras que debían sonreír. Pero no tengo ganas, dije. Debes hacerlo, sostuvo con su acento serio (los chilenos son gente seria). Tienes una cara dura, insistía, por eso debes sonreír.

Y claro, entendí. Veía las fotos de mi papá y descubrí que tengo su cara. Pero él tenía cara de matón. En una de sus últimas fotos sostiene a su nieta de meses de nacida en los brazos y muestra una expresión de severidad mezclada con terror. Años después, mi hermano me confesó que dejó solo a mi papá con la nena a propósito y tomó la foto. La cara es rígida, intensa, como una bala, una mala noticia, una mala temporada en la siembra.

En un capítulo de la serie The Crown, la reina Isabel II está de gira y le inyectan algo en la cara. El marido le pregunta por qué se somete a tanta cosa. Ella responde que debe sonreír y no puede más por el dolor del gesto. Él dice “No sonrías”. Ella remata: “con esta cara no puedo no sonreír”. Sonreír es cansado y punzante.

Apenas me tomé una foto. Soy yo, mis cachetes son pronunciados, graves, hacia abajo. Sé cómo serán en breve porque mis tíos y mi papá tenían esos mismos cachetes. Nos volvemos bulldogs tristes. Tengo una cara seria, me veo desde otra parte. No sé quién soy. Pero sé qué digo. Es una cara inflexible. Esa cara no cede, no tiene dudas. Nada la atraviesa.  Me doy miedo. Es así. Es mi edad. Mi paso por este mundo. Las arrugas visibles. Las marcas alrededor de la boca. Lo que se ve en los ojos, una mezcla de sorpresa, aprensión, curiosidad. Esto que me une a alguna parte. Pero no sé qué es o dónde está esa parte.

Tengo una cara. Dice cosas. Yo no quiero decirlas pero ella las dice. Esa misma cara que aparece cuando me despierto y la evito. Le doy vueltas.

Necesito valor para verme. Porque lo que veo no es quien soy. Una cosa es sentirme lo que soy, otra verme.

Nadie se ve como lo ven. Enorme drama. O alivio.

Nadie tiene la belleza o la fealdad que los demás avientan sobre uno.

Una de las cosas que más temor nos puede dar es perder el rostro.

Durante años leí a Emmanuel Lévinas, preparaba una tesis que no terminé. Lo recuerdo como en una clase muy del pasado. Sobre el rostro, él decía que necesitamos mirarnos el uno al otro. Que si nos miramos en verdad no habría asesinato. Cómo matar lo que se conoce.

Lévinas perdió a toda su familia en el holocausto. Y pudo escribir eso. Que es ingenuo y hermoso y humano. El horror de la pérdida lo llevó a creer en la bondad razonada. Como si el homicida, si este fuera uno solo, estuviera ciego.

Cada rostro tiene su lado monstruoso, su lado terrible. Yo he visto el mío, el verdadero, sucede en un descuido. Todo va bien, estoy con gente, sonrío, aplaudo el chiste de alguien y de pronto miro a la vitrina del restaurante, el espejo del baño, el plato bruñido y ahí está. Eso que imaginé sólo podría ver a mitad de la noche como una pesadilla es real y sucede a plena luz del día, cuando estamos confiados y miramos eso que también somos. El pensamiento infantil que nos habita es mirar a ver si alguien mira lo que nosotros estamos presenciando.

Como ver una fotografía antigua y vernos de antes, como pensamos que seguimos viéndonos. Quizá no recordamos que éramos así. Esos de ahí fuimos nosotros. ¿Cuál es la primera imagen que tenemos de nosotros mismos? La fotografía puede ser el modo de sustituir la imagen mental, a falta de memoria está el instante en papel impreso. La memoria kodak, la memoria Instagram.

Hay un perfil de una chica que sigo, todas sus fotografías son de ella misma, de su cara para ser exactas, selfies. Ella sola, a veces tiene un objeto: café, libro… o un gato. Cada perfil de IG cuenta una historia, eso es evidente, una porción de información que queremos revelar. Hay quien revela de más: desnudos, insinuaciones eróticas, fotos con hijos, con sus parejas. Fotos de comida. Pero los perfiles que tienen fotos de gente sola me atraen por alguna razón: ¿creerán que hacer el testimonio diario de su cara hará que se note en qué momento preciso envejecen, cambian? Sus cortes de pelo, cambio de ropa, maquillaje, escenario… la cara es igual.

Para ver los cambios en el rostro deben pasar cosas: muchos años entre una imagen y otra, alguna enfermedad que nos haga notar distintos, algún hábito nuevo o haber dejado uno que tuvimos durante décadas: fumar, beber, donas de chocolate. De otra manera no se nota el cambio. ¿Qué les hace tomarse una foto al día, a veces más de una y dejar ahí un álbum del paso del tiempo y sus pequeñeces? ¿Es abuso de amor al sí mismo? El narcisismo extremo es un grito de necesitar atención, sí, pero también de celebrar la felicidad de algo: tener un rostro, amarlo por sobre todas las cosas, volverlo un dios manejable y leal. Quien sólo tiene su rostro para exhibirse y darse es una persona que no sabe cómo exhibirse ni darse, el gesto de la repetición de la imagen de un solo rostro multiplicado es terrorífico, triste y sin sentido.

 

*

Mis fotos de cuando tenía trece o diecinueve años son las mismas, tengo cara de no saber qué hago ahí. Con los años mis fotos han adquirido claridad: ya sé qué hacía ahí (donde estuviera) pero no era suficiente. Tengo cara de no estar cómoda, de haber llegado tarde, tengo en todas ese gesto incómodo, de impaciencia, antes de que la cámara haga click.

Las últimas fotos son las de la comodidad, les llamo yo. Una mujer mayor. Sonrío pero igual que cuando era niña, estoy en otra parte. Sonrío con la distancia de quien toma la foto. Sonrío a la cámara si me autorretrato. Sonrío porque es más fácil que poner la cara real, la cara agreste, la de animal asustado que tenemos cuando nos toman por sorpresa. Como si durmiéramos y alguien nos tomara una foto así, vulnerables, con la boca abierta, los ojos entornados, en otra parte del mundo.

Hace diez años más o menos vi a una de mis amigas más cercanas en un bar. Yo estaba con otras personas y ella se acercó efusiva a saludarme. No la reconocí, había bajado de peso, se alació el cabello, y no tenía la menor idea de quién era. Hasta que gritó con sorpresa: “Soy yo, tarada, soy yo”. Y entonces la vi. Creo que nunca me perdonó mi cara de sorpresa. Hasta ahora no sé qué pasó, si fue el hecho de que me tomara del hombro y me impusiera su rostro de golpe, sin aviso, o el hecho de que se me había borrado su cara del diámetro del afecto. Ofrecí disculpas, dije que llevaba dos copas de vino y seguimos la noche. Pero lo recuerdo con fidelidad, no había bebido nada, y si no la reconocí fue porque me pareció otra persona, es todo. Una persona que daba por hecho que yo sabía quién era ella, además.

Mayor horror: que nos conozcan y no poder corresponder; que nos quieran y no poder corresponder; que nos tomen por sorpresa y que en ese descuido seamos los verdaderos yos que mantenemos ocultos. Hijos de puta por fuera, al fin, como lo somos por dentro.

¿Somos bellos? No lo sé. No sé qué es la belleza. ¿Somos dulces? ¿Somos buenos? ¿Somos éticos? He caminado en las fiestas de los hermosos y finjo no darme cuenta. No soy, no pertenezco, pero comparto el espacio, algo debe significar.

La sonrisa, con los años, no oculta la dureza, la hace un gesto dramático. Soy ambigua, soy ahora del pasado aún y de un futuro que se ve llegar. Así como mi cara es la de mi padre ahora viene la temporada del rostro materno, de aquí para adelante seré ella: suave, ojos rasgados, mirando a la cámara pensando que más allá de ella hay algo mejor.

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Brenda Ríos

(Acapulco, 1975)

Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y Raras, entre otros.


Fotografía: Pixabay

 

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