Instantes de la flama: algunos momentos del arte de la década

Héctor Antonio Sánchez
Noviembre-diciembre de 2020

 

 

Hace varios años, en Xalapa, escuché de Carlos Monsiváis la sentencia: “no se puede biografiar un siglo”. Monsiváis dejaba caer las palabras, con su carisma de aguafiestas, a media presentación de una de las tantas malogradas novelas del último Carlos Fuentes: una de esas novelas en que el autor jadeaba por atrapar el fantasma del “tiempo mexicano”. No se puede: se pueden, sí, lanzar luces, destellos, fuegos fatuos sobre la centuria, pero no se puede dar razón de su conjunto -—lo cito mal, yerro: no importa, la idea me ronda hoy con interés renovado—.

¿Se puede biografiar una década, los diez últimos años en el arte? ¿Desde qué púlpito? ¿El de los mecanismos del arte contemporáneo? ¿El de las ficciones del arte nacional? Y, sin embargo, a nosotros que nos gustan tanto los festejos y los múltiplos del cinco, la tentación nos seduce: ¿cómo no desear la potestad del friso, cómo no ensayar el discurso que ilumine, al menos de forma parcial, los recientes movimientos del tiempo?

Pero el insólito momento desde el que apunto estas líneas nos convoca a pensar el tiempo de otro modo: a pensarlo desde la inmovilidad. Este año, al menos por algunas semanas, nuestras horas parecieron cesar en su carrera. Todas las esquinas del mundo se sumieron en el silencio. Quizá no me explico bien: mientras apunto esto, el Museo del Palacio de Bellas Artes celebra una vasta exposición en torno a la obra de Amadeo Modigliani. Seguramente es una muestra notable; pero la imagen que viene a la cabeza es la de una sala vacía. Cuatro paredes en blanco, al fin restituidas a su silencio, como un símbolo; pues, como afirma Georges Didi-Huberman, el arte no sólo traza una historia propia: a menudo funge como el ojo mismo de la Historia.

Pensado desde la habitación en blanco de mi memoria, el decenio reaparece con brillo de luciérnaga: pedacería, astillas, esquirlas de la imagen. Grietas, como si la imagen no fuera remanso sino bisturí: quizá por ello recuerdo primero tantas exposiciones de fotografía de estos años. Por ejemplo, los embates del tiempo que brotan, aquí y allá, en la celebración anual del World Press Photo en el Museo Franz Mayer. Imágenes de la hora cotidiana: entre la prisa, la fotografía abre un claro que afirma la realidad al tiempo que la eleva. La afirma: ¿cómo pasar por alto los rostros, la respiración de la ciudad, los instantes de la flama en las muestras de Cartier-Bresson (2015) y Brassaï (2019) en Bellas Artes? La eleva: en las exposiciones dedicadas a Rodrigo Moya (2019) convivían momentos cismáticos de la vida pública de México con metáforas abrasivas sobre la ilusión del progreso. Metáforas del cuerpo: la espléndida La parte más bella (MAM, 2017) diluía las fronteras entre los sexos con dulzura a veces, con obscenidad las más. “Utterly transformed, a terrible beauty was born”, nos diría Yeats: también en The ballad of sexual dependency, de Nan Goldin, presentada hace un año en el Centro de la Imagen, los instantes de piedra y tierra contaban a la postre una historia de aire y de fuego.

Metáforas: en algunas muestras de arte contemporáneo el concepto se alzaba sobre el basto soporte que la animaba. Imposible dar cuenta, así fuera parcialmente, de ese rubro; su circuito recorre la pequeña galería y el museo de estado, el evento mediático y la aparición efímera. Además: privan en él, con fuerza especial, las leyes del lucro y el entretenimiento, el reflector y la prestidigitación, y así se nos confunden tantas veces el relumbrón y la poesía. Por ejemplo, Yayoi Kusama: en el suceso tremendamente mediático que fue su muestra en el Tamayo (2015) aparecían francas alegorías de la eternidad, del otro mundo, la hipnosis y los sinsabores del mundo moderno. Cómo no pensarla a la postre junto a Andy Warhol y su Estrella oscura en el Museo Jumex (2017): cómo no pensar en el examen que realizan ambos sobre nuestra devoción por el mercado y sus objetos producidos a gran escala. Curiosamente, antes me había topado a ambos en cierto viaje por los Estados Unidos, en Pittsburgh: ya entonces había sospechado que en uno predominaban el deslumbramiento por la fama; las heridas de la mente y del delirio en la otra.

El delirio. Aparecían, fantasmagóricos, los intríngulis de la mente en otros eventos bien publicitados: los caprichos, la psicodelia en Tim Burton (2017) —sobre todo en su obra temprana: caprichos aún no regulados por los inmensos capitales de la industria fílmica—; las pesadillas, trampas, prisiones mentales de Louise Bourgeois (2013); la opresión de la materia en las piezas monumentales de Ron Mueck (2011); la alteración de los estados de conciencia en Carsten Höller (2019); las criaturas del sueño, los mapas del inconsciente en Carlos Amorales (2018).

Nota aparte: Ai Weiwei. Me lo topé en tres esquinas de la década: en el Hirshhorn Museum de Washington, D. C. en 2013, donde me escandalizó su uso de vasijas milenarias pero me intrigó su examen de lo político; en el Brooklyn Museum; en el MUAC. En México su collage decorativo con los rostros de Ayotzinapa reveló el esperpento. No sólo resultaba —pero ya es bastante— un “símbolo irrisorio de nuestras buenas conciencias artísticas”, para decirlo otra vez con Didi-Huberman, sino una brutal reducción de la pesadilla: como si la inmensa lucha política y social que generó en México ese evento traumático hubiera sido domesticado al fin, no por los mecanismos del Estado ni por el negacionismo de la derecha más recalcitrante, sino por las fuerzas que se dicen progresistas y han cedido, casi perversamente, a los cantos de sirena del capital y el mercado. Souvenirs de Ayotzinapa, on sale. Ayotzinapa es trending topic.

Por fortuna, no fue ése el caso de Gráfica del 68, que tuvo cabida en el mismo espacio, a cincuenta años de Tlatelolco. Reaparecían allí, como imantadas de esperanza y memoria —de sangre también, de rabia— las grandes consignas, el imaginario político de otro momento cismático de México. Sí: amamos los múltiplos y las efemérides, pero también necesitamos el ritual, la perseverancia de los ciclos. Imposible dejar atrás palabras que sangran aún: como las imágenes, como el lenguaje.

El muac fue asimismo escenario en 2014 de una de las muestras más ambiciosas y logradas de la década: Desafío a la estabilidad. Procesos artísticos en México, 1952-1967. No sólo se conjuró allí uno de los períodos artísticos más fructíferos en el arte de México: se echó a andar un ejercicio curatorial novedoso, guiado por Rita Eder, en que la revisión del periodo abría nuevas escisiones en la lectura, cortes de bisturí, núcleos de entendimiento que cubrían las artes visuales, la literatura, la danza, el cine, la arquitectura y otros registros.

Revisiones, conjuras: algunas exploraciones del arte producido en México durante el siglo xx fueron excepcionales. La convivencia de geometría, técnica, caos y desecho en Trayectorias de Manuel Felguérez (muac, 2019). Los ritmos marcados por el color, la música y la línea en la obra de Kazuya Sakai (mam, 2017). El ritual del sacrificio, el incendio del cuerpo, la potestad de la sangre en el remontaje de Los teules de Orozco en el Museo Carrillo Gil (2017). O los cuerpos de piedra, sensuales, luminosos en la sombra —como nacidos, expectantes aún, en la caverna de los orígenes—: ídolos de piedra de Ricardo Martínez (Bellas Artes, 2019). La permanencia de lo fugitivo: triunfo del color, de la materia y la textura, en las formas vernáculas de Chucho Reyes (2018); imágenes que se alzan con furor desde el soporte quebradizo —papel de china— y fundan visiones del mito.

Hubo también —y varios— visitantes notables. Los expresionistas, por principio, en Bellas Artes (2012): una selección de obra gráfica de la colección del MoMA en que nos sobrecogía la intensidad figurativa de la primera angustia del siglo pasado. Apenas a unos pasos nos aguardaban las piezas nostálgicas, desencantadas, el permanente crepúsculo del Norte en Edward Münch. Y más tarde, Otto Dix en el Munal (2016), en una muestra típicamente mal curada pero con obras incontestables, en que presenciamos con pasmo los desastres de la guerra.

En notas acaso más amables, el recuerdo del futuro en la hora de la vanguardia: el territorio solar, mediterráneo, hijo del mito y del eros, en la obra de Pablo Picasso (Bellas Artes, 2014); la apoteosis del color y la música en Kandinsky (2018), en su incesante aproximación a los rostros de la divinidad; el presentimiento del mañana en el uso audaz del volumen y el diseño en Vanguardia rusa. En otra sensibilidad, otro ánimo, el decadentismo finisecular de Toulouse-Lautrec en Bellas Artes (2016): descaro del color, desfachatez de las formas, sexualidad del trazo.

He dejado para el final, en cambio, el comentario de tres visiones que sólo por mis propias aguas mentales guardan parentesco. La horrorosa belleza de los diseños de Alexander McQueen (Met, 2011), la exposición que para mí abrió la década: vestimentas henchidas de deseo, de crimen y carne y fervor. La retrospectiva de Leonora Carrington en el mam (2018): vasta, cargada de símbolos, de especies, de mutaciones, en ella resplandecía un esoterismo tan desaforado como fértil, una propensión a procrear formas nuevas por los poderes de la quiromancia. Finalmente, Duelo, la última muestra de Francisco Toledo en el mam (2016), donde los númenes del inframundo y los materiales de la tierra examinaban la era del horror y la violencia en México en una cerámica de peso casi litúrgico.

Nada justifica la reunión en un solo párrafo de estas tres muestras sino las luciérnagas de la memoria. O acaso sí: acaso las une la vía del horror que engendra la hermosura. La pertenencia a la mutación. Las gramáticas de la metempsicosis. El claro favor de las corporeidades híbridas. Formas anfibias, como los elementos del recuerdo. Miembros que se suceden voluntariosos. Pues toda biografía es engañosa. Todo recuento, toda memoria. Dicen los hechos, pero no dicen lo más importante: el instante en que se alza la flama. No podemos glosar el surgimiento de una imagen precisa en la mente del creador, ni el encuentro de cada espectador con esa imagen. Pensada desde la inmovilidad, desde el white cube de nuestra habitación y hora presente, el recuento de la década compete a cada uno: los guijarros, la arenisca, los cristales, lanzados aquí y allá, en que las paredes de nuestra mente se resquebrajan por accidentes del tiempo. Esos momentos extraordinarios en que las imágenes nos devuelven al uno que somos: el uno que se resuelve en lo otro.

 

Obra que formó parte de la exposición “Otto Dix. Violencia y pasión”, Museo Nacional de Arte, 2016

Obra de la serie Los Teules que formó parte de la exposición “Orozco y Los Teules, 1947”, Museo de Arte Carrillo Gil, 2017

Máscara II, Ron Mueck, 2001-2002, obra que formó parte de la exposición “Hiperrealismo de alto impacto”, Colegio de San Ildefonso, 2011

Operación miércoles, Leonora Carrington, temple sobre masonite, 1969, obra que formó parte de la exposición “Leonora Carrington. Cuentos mágicos”, Museo de Arte Moderno, 2018

Imagen de la exposición “Restablecer memorias”, de Ai Weywey, en el MUAC, 2019

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Héctor Antonio Sánchez

(Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca.


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