Un canto a la sana distancia

Jesús Vicente García
Enero-febrero de 2021

 

 

 

Si se guardan cuidadosamente de estas cosas,
prosperarán. ¡Buena salud a ustedes!

Hechos, 15:29

 

I

En la esquina, un puesto de tacos de suadero, a un lado tamales con su atole de arroz,  chocolate, fresa y guayaba; luego las carnitas que desde las siete de la mañana emanan su vapor e inunda la nariz, atraviesa los cubrebocas bien puestos de los transeúntes que salen del metro Lázaro Cárdenas; fruta, bara la bolsa, jefita, llévesela, patrón, pa’ la pandemia, emite el empresariado pequeño ambulante, gorra al revés, cubrebocas en la barbilla; y erguida en la mera esquina de Eje 3 y Eje Central Lázaro Cárdenas, cual palacio del comercio en grande para el pueblo que se deja caer con sus bolsas, su dinerito y sus buenos modales, la casa de Mamá Lucha o Doña Lucha, ese recinto denominado la campeona de los precios bajos, porque se la debe rifar diario y para que no nos cobren como si fuésemos habitantes del primer mundo, ¿o ya lo somos? En esta esquina, Doña Lucha, la del traje verde y con pancita, se avienta unos puñetes a favor de quienes vienen a surtir su despensa, no sin antes inhalar los vapores de las carnitas, los de suadero, el tamal, las coladeras y los cigarrillos mañaneros en ayunas.

Pamelo se detiene en la mera esquina: Cuéntame, musa, la historia de esta pandemia, la que mata de lejos, con sus distancias errantes entre tianguis y mercados y de este sagrado supermercado en tiempos de confinamiento. Pamelo escucha el canto de los ambulantes. Se acomoda su gorra para el frío, armado con su cubrebocas de tres capas, las gafas en favor del bien ver, su espray en el pantalón, sube las escaleras poco a poco, dejándose llevar por ese color verde de la edificación que a lo lejos podría ser el olimpo chilango, para poner a prueba los precios bajos y altos. Asciende, ve hacia ambos lados, porque la maldad no duerme y aquí en plena colonia Buenos Aires menos, donde se colinda con la Doctores, la Obrera y la Algarín, es necesario tener ojos en la espalda y en los hombros, que el punto ciego no sea tan ciego para mirar al que se acerca, porque aquí se puede andar como si nada, sólo que para que en verdad no haya nada hay que dejarse llevar por el instinto de sobrevivencia en una de las ciudades más peligrosas del mundo, digan lo que digan, y con orgullo enfrentarla sin el menor pudor; así las cosas, Pamelo, el que va por la despensa, continúa su camino, bolsas en mano, que se pone bajo la axila, prepara las manos paralelo a la puerta de vidrio, mira a los policías que no lo ven pero lo sienten, porque la llamada al celular es más importante, como si estuvieran hablando con la mismísima Doña Lucha, la de los ojos saltones; empieza el protocolo: estira la palma de la mano, recibe el gel antibacterial, defensa divina, luego el termómetro apunta la frente o el pescuezo, según el gusto de la del protocolo, que ni te dice tu temperatura ni te voltea a ver, porque está con su celular que mantiene en la otra mano o de plano en la mesita donde está el gel; grandes son las bondades del personal en donde Pamelo se deja fluir al interior sin carrito y apresura el paso; atrás viene una señora casi pisándole los talones, porque la sana distancia ni a discurso llega.

 

 

II

Primer pasillo a la izquierda, vasos y platos; a la derecha, animales de peluche. Una joven treintañera, ninfa laboral, acomoda licuadoras y enseres domésticos, se le pega a Pamelo mientras él ve una plancha que desde hace meses le trae ganas, es rosa y con mango transparente; siente una presencia, una respiración, cual película de terror, se le saltan las cuencas, abre el foco de sus ojos y mira un brazo blanco, con un dragón tatuado y unas flores negras; Pamelo, con los reflejos de un gato, camina hacia atrás dos pasos, ve completa a la mujer, quien a su vez también lo ve y sonríe; él camina al final del pasillo para tomar la derecha por donde no haya gente; zigzaguea para salir a cómputo y electrónica, usbs, celulares, televisiones, ratones, aifons, jóvenes que explican a una familia de cuatro integrantes cómo se usa el cel que pretenden comprar para una mujer madura, la del cabello plateado, que casi lo besa, cuya distancia es más cercana que la de una novia enamorada en la fila del cine con el galán preciso. Pamelo camina, llega triunfante al paraíso frutal: plátanos, papaya, sandía, melones, aguacates, naranjas, ajos, tomates, jitomates, la enumeración no tan caótica como el acercamiento de las personas donde se toman las bolsas de plástico enrolladas, que se arrancan con el jalón que sólo los consumidores saben. Con parsimonia, arranca dos, tres, cuatro bolsas. Llega un cincuentón, con un carrito destartalado, que sin decir agua va, se le mete por la derecha a Pamelo después de haber arrancado la tercera bolsa, y casi le roza el brazo. Oiga, la sana distancia, por favor. ¿Qué? La sana distancia. Ah, chingá. Va a jalar la siguiente bolsa y la mano flaca de Pamelo la detiene. El tipo lo ve con cara de enojo. Pamelo no se mueve un centímetro. Debe formarse, señor. ¿Eres de seguridad o qué? Soy un consumidor que respeta la distancia. ¿Quién lo dice? Yo lo digo. El señor se da la vuelta y le mienta la madre. Pinche chango imbécil, son mamadas, editorializa. Pamelo se queda quieto, a la expectativa, pensando que la distancia de entendimiento entre los ciudadanos es cada día más grande, que no es tan difícil alejarse del otro, si tomar distancia es sólo dar un paso más allá. Las señoras, cual corifeo, casi anuncian que Troya va a arder. Un hombre con mandil de la tienda pregunta si pasa algo. Le dije que tomara su distancia, responde Pamelo. ¿Sólo eso? Sí. Lo ve de frente. Como si la batalla hubiese terminado, el joven da media vuelta y se va.

Saca la lista escrita en papel. Los departamentos son abastecidos por los trabajadores, sobre todo por mujeres, que cargan y descargan, acomodan, se ríen, bromean, suben a escaleras, bajan, se avientan el papel higiénico, las toallas sanitarias, los osos de peluche; la distancia se olvida. Llega una mujer y lanza su ira contra un veinteañero que acomodó mal las galletas, y si la jefa lo dijo, algo debe tener de cierto.

Pamelo entiende de jerarquías, no de indicaciones. La jefa se le acerca para apuntar algo. Él se hace a un lado. No hay sana distancia de la jefa. Prosigue su caminar. Ve montones de personas en los jabones para ropa, en los enjuagues, en el clarasol. Toma lo que necesita, papel de baño, bolsas para la basura, jabón para ropa, una pasta de dientes y un enjuague, luego el alcohol que cada vez lo ve más caro; lo empiezan a seguir, troyanos al ataque, o eso se le figura, va hacia le escasa ropa de hombre, sus pasos son de gato espantado, porque no hay distancia sana, sólo la que se necesita para besar a la mujer que se ama, pero va solo y ve consumidores se acercan mucho, con carritos, con bolsas, con prisa, y la cosa está para espantarse; escucha una voz que exhorta a la sana distancia, metro y medio, a usar gel, a no quitarse el cubrebocas, pero son los mismos trabajadores que no lo usan adecuadamente y así hablan entre sí, por celular, a la clientela, excepto las cajeras que lo usan bien, son conscientes y sí le dicen al personal que no se le acerque tanto al otro, que se espere por favor, que aún no ponga sus cosas en la banda negra.

Pamelo atraviesa el campo de batalla, va por un arroz que se le olvida, por la zanahoria que le falta, por otra papaya para no estar yendo por otra a mitad de semana, corre, camina rápido, se aleja, siempre lo ha hecho, tiene alma de gato solitario, antes de la pandemia no le gustaban las aglomeraciones, odiaba la calle de Madero después de mediodía, los sábados y los domingos, toda la ciudad se daba cita ahí y en 16 de Septiembre, y ahora con la pandemia, desde que el gobierno dijo que ya se desconfinaran, la gente salió al estilo de un avispero al romperlo y llenaron las plazas comerciales, los parques, los cafés, las tiendas, las calles, los hospitales, los cementerios, lugares que habría que evitar si se evitan los otros, porque no se cuidaron y no se alejaron entre sí, no tomaron distancia, y en la vida hay que hacerlo de vez en cuando, ahora hasta que haya vacuna, pero a la raza, la que amontona el covid, le vale gorro el de al lado, el de arriba, el de abajo, ni ella misma se importa, le han perdido el miedo al virus.

Camina hacia las cajas, paso final hacia la salida. Se detiene sobre las marcas en el piso, huella para el rebaño. La mayoría respeta la distancia; el problema es al llegar a la caja. Pamelo está ya con sus productos. La cajera joven, la del saludo sonriente, usa cubrebocas con logotipo de la empresa, empieza a cobrar; atrás, una señora cuarentona, con cubre de tiburón, se acerca mucho cuando la cajera aún no acaba de cobrar, y Pamelo le pide de favor que guarde su distancia.

Pero ya va a pagar. Pero aún no pago. Por favor. Por favor qué.

La señora, güera artificial, es gorda y agresiva. Una voz cae del cielo: Favor de guardar su distancia, señora, por favor. Pinches mamadas, acota la obesa agresiva. Sea respetuosa, por favor, dice la cajera, es por nuestro bien. Nuestro bien, chingada madre, si te da esa madre, te da y ya, carajo; la gorda no controla su lengua.

Un policía se acerca. Se queda del otro lado de la caja. Algo dice por su radio. Pamelo paga. Se aleja de las personas como siempre lo ha hecho. Acomoda desde el carrito los productos en su bolsa. Una voz impacta el olimpo:

–Déjenme, hijos de la chingada, pinches putos, dejen que venga mi marido y les va a romper toda su madre.

Dentro de una oficina casi toda de vidrio que parece aparador, cueva de Polifemo, una mujer policía, egregia y armada, espera a que la gorda, enemiga de sí misma, entregue los productos robados: ropa interior y dos celulares, escondidos entre la ropa. La ira de la mujer, que se arranca su cubrebocas de tiburón, resuena peligrosamente; quiere abrazar a la mujer policía, quien la somete con una llave. Al lado de Pamelo ya hay gente mirona sin sana distancia. Acomoda sus bolsas y sale casi corriendo, como Odiseo para llegar a Ítaca, se aleja de todos. Abandona el recinto de Doña Lucha, que en su afán de darle en la torre a los precios altos, deja al descubierto las medidas de la sana distancia sin el menor pudor. Desciende los peldaños con sus sagrados tenis blancos que lo salvan de esta calamidad.

 

 

III

Atraviesa Eje Central, cuyo semáforo está a punto de iluminarse de rojo; corre, Pamelo, corre, no te detengas, no hagas que la distancia te alcance, con las bolsas en los hombros, deseoso que ya acabe la pandemia y que los dioses ya no den información falsa, pues desde que dijeron que acabó la sana distancia, aumentaron los muertos para espanto de los vivos, y uno debe seguir saliendo y percibir ese olor a carnitas y a suadero para regocijo de las ninfas y de los mortales que apenas, oh musa, está conociendo el poder de la distancia sin distancia.

 

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Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco


Jesús Vicente García

(Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (UAM). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el IX Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura.


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