Farandulera

Tayde Bautista
Enero-febrero de 2021

 

 

Me encanta disfrazarme de payaso. Adoro la nariz roja de pelota, las cruces pintadas encima de los ojos y la sonrisa de loco. Mi deseo por simular ser farandulera comenzó cuando mis padres nos llevaron a mis hermanas y a mí al circo. Desde entonces quedé prendada.

La sorpresa empezó con las luces que fueron iluminando, poco a poco, a los personajes circenses: el sombrero misterioso del mago, las piernas ágiles de las bailarinas, el cuerpo musculoso del trapecista. Todo era elegante y delicado a la vez, hasta que apareció el payaso. No era elegante, ni exquisito, no había signos de nobleza en él. Todo era grotesco y burdo. La luz hacía más patente su torpeza. Miré a mis hermanas, pero ninguna parecía extrañada.

No pude preguntarme más porque el espectáculo inició; se apagaron las luces y se escuchó la música. Cada uno de los actores representó a la perfección su papel: los trucos mágicos, y las piruetas de bailarines y trapecistas eran maravillosos. Aplaudíamos sin parar, número tras número, pero cuando llegó el turno del cómico, la atmósfera cambió. El payaso apareció con su atuendo estrafalario y la gente reía sin parar. A mí me pareció siniestro, pero era muy pequeña para entenderlo. Había algo cómico pero terrible escondido en esa máscara.

Algo de esa sonrisa y ese caminar eran falsos. ¿Qué había debajo de esos ojos y esa nariz roja? ¿Cómo era el verdadero rostro de esa persona? Podía ser un deforme; un hombre o una mujer, tal vez era un ser malvado o sumamente triste. El disfraz lo ocultaba.

Años después pensé en la maldad, en la oscuridad y creo que eso fue lo que me llamó la atención. Pero esa noche estaba muy confundida. Al terminar la función nuestros padres preguntaron si nos había gustado; mis tres hermanas estaban extasiadas y cada una habló de su número favorito. Yo sólo escuchaba. Al llegar a casa subí al cuarto de mi hermana mayor sin que ella me viera. Abrí su caja de pinturas y me pintarrajeé: una mancha roja, otra azul, otra negra. Lo que vi fue espantoso: una niña maquillada torpemente con una mueca deforme; pero me encantó. Después tuve ganas de ponerme una peluca naranja y caminar sobre unos enormes zapatos bostonianos.

Pasó mucho tiempo antes de que comenzara a disfrazarme y a deambular por las calles durante la noche.

Algunas personas se ríen de mí, me insultan, me han confundido con una prostituta, otros ni caso me hacen. No es sencillo que la gente sea indiferente a un payaso que además lleva zapatos de tacón. Así fue como elaboré un plan, debía cumplir mi deseo sin que eso significara delatarme. Es decir, tenía que llevar una doble vida. Inventarme algo. La idea comenzó cuando cumplí cuarenta años: estaba muy deprimida, me veía al espejo y notaba mis incipientes canas y arrugas.

Amaba a mis hijos y a mi esposo, pero me aburría. Siempre pensaba en el circo y en el deseo de pasearme disfrazada, que poco después se convirtió en una obsesión. Tal vez si me divirtiera un poco, pensaba. Así fue como le dije a mi marido que necesitaba un espacio propio, un sitio para mí donde pudiera pintar, relajarme y leer.

Encontré un departamento espacioso. Las paredes están pintadas de un amarillo tenue, no hay ningún cuadro. Lo he decorado con cosas que compro de vez en cuando en algún mercado de antigüedades o en sitios que hallo en mi camino. No hay un sólo objeto de mi casa, no quiero que me recuerde a mi hogar, es un sitio muy acogedor. Tiene dos recámaras; una es mi estudio, la otra es la habitación de los disfraces; ahí es donde me maquillo y tengo un armario con llave en el que guardo todos los atuendos de payaso. A mi esposo no le he dado la dirección. No me gustaría que me sorprendiera; es mi lugar secreto. 

Después de ir a la oficina donde trabajo como contadora, paso a mi departamento algunas tardes y una que otra noche: cuando invento que voy a salir con amigas y puedo escaparme de casa. 

La mayoría del tiempo libre estoy aquí. Mi marido me dice que me he vuelto muy sociable; pero he dejado de ver a mis amigas, no imagino qué pensarían de mí.

Mi esposo es un buen hombre. Me quiere mucho. Es guapo y muy considerado, cree fervientemente en que las mujeres se deben desarrollar y nunca ha puesto un obstáculo a ninguna de mis actividades. Habla de la liberación femenina como uno de los asuntos más importantes de la historia, pero no sé qué pensaría de que su mujer ande por las noches vestida de payaso con zapatos de tacón.

Aunque también tengo excusa, porque él es un ladrón. No tenemos necesidad, gana bien en su empleo —y yo igual—; pero hace tiempo descubrí que además de los muebles que transporta en un camión de carga lleva otras cosas; me da miedo lo que pueda encontrar, aunque prefiero no darle vueltas al asunto.

Al principio me dije que si él era un ladrón yo también podía ser un payaso; fue cuando comencé a vestirme así, pero me sentí culpable. ¿Qué pensarían los amigos de mi esposo y mis hijos de esto? Una vez intenté jugar a los payasos con ellos: me puse una peluca y una pelota en la nariz y comenzaron a llorar, a gritar. Parecía que estuvieran mirando una película de terror. A partir de entonces ni hablar de payasos y olvidarse de las fiestas infantiles donde los hay. ¡Es una lástima!

Una vez a la semana me disfrazo y deambulo por las calles. Bebo un trago mientras me preparo. Primero me maquillo: el colorete blanco, el rojo, las cruces en los ojos y luego sigo con la vestimenta. Tengo dos trajes principales con variantes, el de pantaloncillo corto y el de pantalón largo.

Algunas noches, cuando me encuentro indecisa, me cambio las medias o los zapatos. Es horrible porque me gustaría cargar con muchas cosas encima, pero siempre elijo la sutileza.

Antes de salir bebo otro whisky. A las ocho de la tarde en punto me dirijo a la entrada, me despido de la foto de mi familia; les pido que me cuiden y salgo. Cierro con doble llave y ahí voy.

La vecina entreabre la puerta cuando me escucha. Seguramente le da curiosidad, hago mucho ruido al bajar, digo no tanto así, pues sólo es el sonido de mis tacones, y no es con mala voluntad. He pensado en quitarme los zapatos para ponérmelos en la calle, pero me ensuciaría los pies y no me gusta andar sucia. A mis hijos siempre los reprendo cuando van sin zapatos.

Casi siempre escojo una calle al azar, algunas veces tomo el auto y después de analizar la zona salgo a caminar. Creo que puede ser peligroso, hay tanto crimen hoy en día que no sabes lo que sucederá, pero confío en Dios  que nada me pasará.

El jueves anterior paseaba por una calle oscura, me dio un poco de miedo, pensé en irme a otra parte cuando un auto se detuvo junto a mí. Dentro iban unos hombres que llevaban barba larga y lentes oscuros: un atuendo extraño. Me pidieron que los acompañara y cuando me acerqué para decirles que yo sólo caminaba por las calles me dijeron que necesitaban un payaso para una fiesta infantil.

—¿No creen que es un poco tarde para eso? —les pregunté—. Ese tipo de fiestas se hacen durante la mañana.

Uno de los hombres se carcajeó y me dijo que si yo era una verdadera payasa debía acompañarlos, ya que necesitaban de mis servicios. ¿Y se me atacan?, pensé.

—No doy servicios sexuales.

El mismo tipo soltó otra carcajada y me dijo:

—Vaya, ya te dije que necesito que nos acompañes. Sólo sube.

—Pero ustedes son cuatro...

En ese momento noté que uno de ellos se bajaba del auto y su aspecto me asustó. Se dirigía hacia mí e imaginé que me subiría a la fuerza, así que contra mis principios de limpieza, me quité los zapatos de tacón y comencé a correr.

Me seguían, entré a un callejón y los perdí. Mi corazón latía acelerado y me senté en el suelo, di la vuelta y noté un gato negro junto a mí. Se subió a mi regazo e intentó quitarme uno de los botones de mi cinturón. No sé por qué, pero me inspiró confianza. Miré a ambos lados, no había nadie a quien preguntar por el gato, lo llevé conmigo.

Salí del callejón y los hombres estaban ahí. El hombre que pretendía subirme al auto se acercó sonriendo. El corazón me volvió a latir, no sabía para dónde correr,  si entraba al callejón quedaría sin salida.

—No te vamos hacer nada. Nos gustan los payasos. Nosotros también lo somos.

Yo no sabía para donde correr, tenía el gato en mis brazos, se me subió al hombro, se erizó echando un enorme maullido al hombre. Él no retrocedió, siguió caminando hacia mí, me rozó la mano con algo y grité.

Él sonrió, me había tocado con una peluca de payaso. Se la puso y me dijo:

—¿Ves?

Me volví a ver a los otros hombres y noté que todos tenían una peluca de payaso. Una era verde, roja y amarilla. Lanzaron una carcajada. El hombre se subió al auto y me dijo:

—Adiós.

Desde entonces el gato es mi talismán, camino con él y me siento segura. No importa lo que suceda, siempre salgo bien librada. El gato vive en mi estudio, creo que es feliz, igual que yo. 

Ha pasado algún tiempo y seguimos con nuestras caminatas. No he vuelto a encontrarme a esos sujetos. La luna es nuestra acompañante; a veces cuelga como una media sandía, otras, se descubre como una bola de voleibol.

Me sentía tranquila con mi rutina, encontré calles nuevas que enseñaban edificios arquitectónicos de todo tipo; mis preferidos son los de art decó. A veces mi gato y yo nos deteníamos frente a las fachadas. Recuerdo especialmente una noche en que la luna alumbró a una de mis preferidas precisamente cuando pasaba frente a ella. El cielo estaba estrellado, la luz de la luna encima del edificio y el gato en mi hombro.

 

Hace poco un suceso interrumpió mi tranquilidad. El papá de uno de los compañeros de escuela de mis hijos me descubrió o yo lo he descubierto a él. Se llama Manuel.

Todo comenzó porque noté que me miraba fijamente. Pensé que era un maniático. Después me di cuenta que sus hijos iban a la misma escuela que los míos. Fue una noche, durante mis paseos, que lo vi. Me seguía en su coche muy despacio.

Al principio pensé que quería sexo, ya sé cómo ahuyentarlos, pero cuando me volví para decirle que se largara noté que era el fulano que me observaba en la escuela, me quedé fría. Él sabía quién era yo, por eso me miraba de aquella manera. Así que me volví, caminé más rápido y entré en la primera calle donde él no pudiera dar vuelta con su auto.

Los días siguientes inventé excusas para que mi marido fuera por los niños, pensé en cambiarlos de escuela, pero ellos protestaron: ahí tenían muchos amigos. Un día ese hombre se acercó y pretendió presentarse, dijo su nombre y extendió la mano. Sin responder, di la media vuelta. ¿Qué quiere?

Seguramente imagina que yo soy una cualquiera. Pensé en mis hijos y en mi esposo. Sufrirían si se enteraran. Ni hablar, pensarán que me he vuelto loca. Mi marido se divorciaría de mí y yo lo acusaría de ladrón y acabaríamos mal; además, mis hijos no me querrían volver a dirigir la palabra. Amo a mi familia, esto no puede suceder.

¿Y si este hombre comprendiera mi deseo? Seguramente tiene una manía. ¿Qué hacía a esas horas de la noche en su auto? Sí, él busca chicas, no me cabe duda. Puedo extorsionarlo si continua con sus andares. También yo puedo exponerlo ante la comunidad y padres de los amigos de sus hijos.

Hasta ahora lo único que ha hecho es seguirme en el auto. No hablamos; él finge, yo también. Comencé a saludarlo a la salida de la escuela, durante el día; pero en las noches, ni una palabra, ni una mirada.

Así continúo. Voy por la calle vestida de payaso con un gato en el hombro; me sigue un sujeto conduciendo un auto. Creo que es un espectáculo extraño, pero no puedo evitarlo.

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Fotografía: Pixabay


Tayde Bautista

(Ciudad de México, 1971). Narradora. Estudió la licenciatura en Derecho en la Universidad Anáhuac del Sur, el diplomado en Creación Literaria de la Sogem y la maestría en Letras Inglesas en la Universidad de Mumbai, la India. Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo 2010. Parte de su obra se encuentra en la antología El espejo de Beatriz (Ficticia, 2008).


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