Teoría del escalpelo:
la obra de Arturo Rivera

Héctor Antonio Sánchez
Enero-febrero de 2021

 

Ejercicios de la buena muerte, óleo sobre madera, 125 x 300 cm, 1999

 

En 1989, el artista plástico Arturo Rivera (Ciudad de México, 1945-2020) fue sometido a una cirugía a corazón abierto. La intervención tenía por objeto la sustitución de las válvulas del órgano; según relataba el pintor, en ella su cuerpo permaneció vivo por la voluntad de un aparato, que sostuvo durante una hora la natural circulación de su sangre. Como en la obra de Mary Shelley, el mecanismo de irrigación propio fue echado a andar nuevamente por un artilugio de la física: un golpe eléctrico en el músculo vital.

Rivera no fue ajeno a los encuentros con la sombra. Sólo hace falta una breve mirada a su obra para intuir su acecho: de la muerte y la locura, la pesadilla y el eco. Un acecho que recorre décadas e imágenes y nos planta ante ellas como ante el latido de nuestro propio cuerpo: nódulos y linfa, miembros en dispersión que delatan la presencia de la hora. Alguna vez el pintor confesó un intento de suicidio en la adolescencia; también, cierta malograda intervención médica que produjo una hemorragia severa en su edad adulta. Para una biografía como la suya, no sostenida por hechos sino por imágenes, estos eventos —entre tantos, ciertamente, que las biografías tienden a olvidar: momentos de crisis de los que el artista afirmaba emerger con ideas renovadas— tendrían que ser cardinales. Huellas del cuerpo: testimonios del tiempo.

Arturo Rivera estudió en la Academia de San Carlos entre 1963 y 1968. En 1969 montó una pequeña exposición, dedicada al Che Guevara, en la Galería Molino de Santo Domingo. Luego, balbuceos, un andar errático: una instalación en la Casa del Lago, un performance en la colonia Condesa. Pronto descubrirá que el suyo es un lenguaje habitado (y confrontado) por la realidad y sus incendios, no por las palabras y las fantasmagorías conceptuales. Estudia grabado y fotograbado en Londres.

Más tarde pasa a Nueva York: allí desarrolla la veta figurativa que ya no habrá de abandonarlo. Conoce al grabador Mac Zimmerman, quien le llevará a Munich como asistente. Parece la continuidad de un ciclo que comenzara en el Colegio Alemán de su infancia —también, sobre esa formación, su obra revelará la presencia del trauma: el autorretrato del hombre maduro junto al niño desnudo en el patio de la escuela—. Tras su regreso a México, en 1981, se sucederán exposiciones individuales cada vez más amplias, más claras en sus aseveraciones:  Historia del ojo (1992), Bodas del cielo y del infierno (1995), El rostro de los vivos (2000), Despojos (2003), La belleza de lo terrible (2007), Autofagia (2018).

Con cierta candidez, uno podría proclamar la avanzada del decadentismo germánico en la obra de Rivera, por vía de Félicien Rops y Julio Ruelas. ¿Cómo explicar, si no por esas presencias, a La jineta (2014) que monta de espaldas a un inmenso cerdo en una reunión más bien maliciosa, como una Circe que reaparece en los momentos en que el arte defiende los poderes de la desnudez frente a la corrección y el ennui? ¿No dedicó el mismo Rivera un Tributo a Julio Ruelas (1999) en que su cabeza es aguijoneada por una criatura del pensamiento? Ahora bien, si esas imágenes tienen una clara filiación estética, en realidad brotan de aguas mentales muy profundas.

Sólo por la apariencia podría pensarse que Arturo Rivera es llanamente un pintor de realismos, o incluso hiperrealista, como a veces, sin ninguna brújula, ha sido llamado. O lo es, pero no como lo quisiera la farragosa tendencia que se ha popularizado últimamente, sostenida por el entretenimiento, la decoración y cierta insípida noción de status; realista si las formas figurativas que emulan las leyes de la biología y la física acaban por trascenderlas y reunirse con las imágenes de otros mundos posibles. Mundos que laten silenciosos entre los átomos: el sueño y el horror, la psique y el deseo, el beso y el golpe los alientan. Mundos que forjan, en simbiosis con el mundo natural, una realidad más plena.

Pues apenas apartamos las arenas más visibles, se abre bajo nuestros pies un precipicio. “En el corazón de la evidencia está el vacío”, dijo una vez con justicia Edmond Jabès. En 1999, Rivera pintó un testimonio de su experiencia en el quirófano, un Ejercicio de la buena muerte; allí, en marcado comentario a Hans Holbein, se despliega un singular autorretrato: el cuerpo del pintor se extiende horizontal —semejante al cadáver— sobre una colchoneta; una lámpara de escritorio ilumina la sala más bien sombría; criaturas de la sombra vigilan su sueño: a su costado, un cerdo; a sus pies, un enano y una especie de cuervo, de rostros más bien demoniacos. El cuerpo, inerme ante el sueño y la muerte —ante Hipnos, ante Tánatos— cede a la pulsión del monstruo y del eco. Goya nos lo advirtió: cuando se sumerge en las aguas del sueño, la losa de la realidad funda una arquitectura del horror.

Apenas tengo que señalar nuestra atávica fascinación por lo terrible. Es una caída casi lúbrica. Basta con repasar nuestro Dante: las imágenes del Inferno han perdurado y estimulado la imaginación con mayor fortuna que su Paradiso. La seducción por las formas naturales ligadas a la muerte estuvo desde muy temprana edad en la mente de Rivera. Si escuchamos su confesión, uno de los espacios devocionales de su infancia fue el antiguo Palacio de Cristal, hoy el Museo del Chopo, que entonces fungía, a la manera de las Wunderkammern, como un museo de historia natural en que se exhibían materiales de la tierra, meteoritos, esqueletos y, sí, órganos, cuerpos humanos y animales sumergidos en formol. No resulta temerario asociar esta taxonomía de la muerte incorrupta con la continuidad de los reinos manifiesta en la obra de madurez de Arturo Rivera: el dominio animal y el espacio humano coinciden por la carne, se reúnen en su finitud y en su tendencia a lo obsceno, a la monstruosidad o al sacrificio. 

Las relaciones entre arte y medicina, como sabemos, son longevas. Una de las inclinaciones más persistentes del arte occidental, la afición a la mímesis, hubiera sido muy diversa sin el desarrollo de la anatomía. Por supuesto, el arte clásico supo observar con atención el territorio del cuerpo: esa atención marca su singularidad entre los pueblos de la antigüedad. Pero es a partir de las primeras disecciones humanas, realizadas a principios del siglo xiv en universidades italianas, que la relación entre arte y ciencia médica se eleva a nuevas alturas.

Ese proceso coincide con el ascenso del individualismo en la sociedad moderna; también, con una creciente concepción que disocia el cuerpo de la esfera de la comunidad y de lo religioso. El cuerpo, separado irremediablemente del cordón umbilical de la creación divina, se convierte cada vez menos en la esencia del hombre y cada vez más en una posesión. No somos ya un cuerpo: lo poseemos. O lo poseen —como a toda moneda de cambio— el mercado y el poder, que establecen leyes severas: la prueba es que el cuerpo ha entrado en la esfera del valor, la renta, la publicidad y la legislación de orden civil. Entre La lección de anatomía del Doctor Nicolaes Tulp (1632), de Rembrandt, y los Dioses del mundo moderno (1932-1934), de Orozco, se alzan la pesadilla y el incendio.

Este movimiento ya se hallaba en germen en los anatomistas de Mantua, Venecia y Florencia, o en la humani corporis fabrica de Vesalio: el cuerpo mecanicista, la máquina admirable de la ciencia moderna. Por eso no es extraña la presencia del escalpelo en la obra de Rivera. El pintor que lleva en su biografía la vocación primera de la medicina sabe hacer manifiestas las hermosas estructuras que componen el cuerpo humano. Y más: como el cirujano que abre líneas en la carne con la exactitud del pincel, Rivera hace cortes precisos sobre la realidad. Una realidad que presiente también la permanencia de los monstruos y hace cohabitar al cuerpo con esa permanencia. El bisturí no separa: hiende los espejismos entre muerte y vida; reúne en un solo orden las categorías de lo que vive y lo que muere.

Nada es más misterioso para el hombre que el espesor de su propio cuerpo, nos dice David LeBreton. El cuerpo propio. Lo vemos a menudo en la obra de Rivera: el pintor como modelo de su obra, con gestos de fervor y tierra, venidos de la tradición de España; rostros del más hondo drama humano, rostros de Murillo y de Velázquez, castizos, intensos. Los otros cuerpos, también: se suceden en su obra retratos, órganos, osamentas, símbolos de la carne, cercenamientos, interiores: una máquina que exhibe sus goznes, un descarnamiento de la era: ¿un cuerpo, acaso, ofrecido en sacrificio al crepúsculo abandonado por los dioses? Pero lo divino reaparece, en forma impúdica: estigmas, insignias, geometrías, quimeras. Entre ambos órdenes, el reino animal: bestias que trascienden su clasificación y se elevan por el ritual hacia la presencia de los númenes.

Es conocida la serie de retratos que hizo Rivera, de la mano del doctor Fernando Ortiz Monasterio, de niños con malformaciones congénitas y de pacientes de cirugía plástica y reconstructiva; serie exhibida en 1993 en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, bajo el rótulo Hipertelorismo o El arte de mover las órbitas. Amén de las afinidades estéticas, a ambos hombres los unía la sospecha de que el médico ejerce un oficio de “asesino sublimado”. No es otra la larga, sopesada labor de asesino de sí mismo que Arturo Rivera cifró en su obra. De sí y de los otros: pues todo retrato es un autorretrato. Para el artista que sostenía, tras sus repetidos encuentros con las sombras, ser “un vivo entre los muertos”, este permanente asesinato, resuelto al fin como una de las bellas artes, tendría que ser una de las formas más logradas de la sublimación: una sublimación que se ancla en la materia y que, por el filo del escalpelo, llega a la osamenta y al calcio; al mineral que reúne los órdenes de lo vivo con un dulce y espantoso inframundo.

La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad, dijo Montaigne. Arturo Rivera murió el 29 de octubre de 2020 tras una caída en su casa-estudio en la colonia Condesa, que le produjo una hemorragia cerebral. Tenía setenta y cinco años.

Autorretrato, óleo sobre madera, 200 x 161 cm, 2003

 

El olvidado A. P., acrílico y óleo sobre madera, 99 x 73 cm, 1993

Ejercicios de la buena muerte, óleo sobre madera, 125 x 300 cm, 1999

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Héctor Antonio Sánchez

(Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca.


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