Canto trigesimosegundo. Dante y Virgilio ven como el conde Ugolino devora frenético la cabeza del arzobispo Rugiero, dos almas que penan su condena en el Antenora. Ilustración de Gustave Doré para La divina comedia.
Pocos lectores dudarán de que existan los libros espejo: libros que nos permiten reconocer en un rostro muy similar al nuestro algo que nunca antes habíamos comprendido de nosotros mismos. O si la acción no es comprender, que me parece un montón, por lo menos comenzar a nombrar lo que se mantenía oculto. A mirarlo de frente. A sostenerle la mirada. Yo creo que en cierta medida cada lector ha experimentado algo parecido y se ha considerado agradecido por no salir indemne.
Ahora, yo no lo creía hasta que lo experimenté. Resulta que también existen los libros que se presentan como espejos solamente para hacerse añicos. Borges escribió que “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres” y no sospechó jamás la posibilidad de que un lector pudiera entrar en las páginas de un libro dispuesto a destrozarse con él. Un libro que se fragmenta en cada página, en cada personaje que se persigue a sí mismo para hacerse pedazos. Un libro en el que cada palabra se estruja en el puño de la rabia y se arroja sobre los ojos del lector como un par de colmillos filosos. Un libro que multiplica hasta el infinito, y a diferentes escalas, la atrocidad del ser humano.
Esto me sucedió con los cuentos de No regresan, los alcanzo (Letras Surfistas, 2025), del escritor mexicano Carlos Domville. No vi, o no quise ver, una de las señales: pasé de largo por el hombre y la calavera que arrancan un árbol desde la raíz en la portada del libro. Primera advertencia: este libro rebuscará en los cimientos de la culpa, del dolor, de la angustia que persigue a cada personaje, y nos llevará entre sus fauces hasta lo ignoto.
A través de trece cuentos, que no se tientan el corazón para llamarle cobarde al cobarde y que ponen en primer plano el lenguaje mismo la crudeza y la fragilidad de un mundo en constante transformación, los personajes de Domville fabrican y escarban sus propias pesadillas en busca de aquello que atraiga alguna verdad. Cualquier verdad. No importa de qué esté hecha. Cada historia encarna una pesadilla. Desde el retrato familiar de “Monstruos de casa”, donde el camino hacia la muerte es lento, áspero y desolador, hasta la culpa que persigue al personaje de “Espejos y bestias”, quien quisiera traducir en palabras lo que siente pero no sabe cómo: entonces acude a la travesía de la noche, al exceso, a ese jardín brumoso donde quizá hallará “una voz tuya que sabrá guiarte a través de la tormenta”. La voz o, mejor dicho, las voces constituyen una parte esencial del libro porque encierran, aprisionan y abisman a los personajes. En el tono mismo de cada narrador está impregnada la persecución y el dedo que apunta directo al pecho. Cada personaje se recrimina su propia existencia. Esa es la condena: tener que “vivir con el enemigo”.
Pero no todo se construye desde el espanto y el desconsuelo: en varios cuentos aparece una pulsión por lo bello en medio de la ruina, una especie de lirismo en las imágenes más atroces. La violencia, parece decirnos Domville, no anula la poesía, sino que la convoca como un contrapeso. En estas historias los personajes contemplan la devastación como si miraran un paisaje que al mismo tiempo los repele y atrae. Un destello de belleza titila al fondo del caos.
Por ejemplo, en el cuento "La intemperie de los cuerpos" seguimos el intento de un vínculo amoroso de romper “el sopor sofocante”, la incomprensión y el vacío en que ha desembocado su relación. Ambos son conscientes de que necesitan cambiar de aires, estar solos; a su alrededor (como en su interior) el mundo es una ruina: edificios se incendian, la gente colapsa y se inquieta mientras ellos avanzan hacia ningún sitio. Sus ojos son, como dice la siguiente cita, “ojos reñados de agua mala, agua estancada, agua reprimida por años, con sales viejas que nunca debiste guardar, que yo también guardo e incluso atesoro, nuestros minerales que nos quitan el sueño y nos joroban, nos hunden, nos piden que los soltemos y no queremos”. El autor no niega ni borra la nostalgia con que aún miran lo que hasta entonces habían construido bajo la protección del silencio: un silencio que mortifica pero también mantiene las cosas quietas, intactas, y a salvo la ilusión. La palabra, en cambio, revela la prisión, la soledad y el vacío que habita “una voz familiar, cruel”.
Los cuentos de Domville no son cómodos ni complacientes: constituyen un espejo roto que nos devuelve imágenes distorsionadas, sí, pero quizá también más verdaderas porque trastocan la ilusión de unidad (y de entereza) a la que solemos aferrarnos. Entrar a No regresan, los alcanzo implica aceptar que la ternura y la violencia, que el abismo y el grito, que la belleza y el silencio son los espacios en los que se gestan, como en un vaivén, las pesadillas y el horror que transforma y modifica la careta con que afrontamos nuestros días.
No regresan, los alcanzo
Carlos Domville
México, Letras Surfistas, 2025, 148 pp.
(Cuernavaca, 1993)
Licenciado en Letras Hispánicas. Publicó El deseo obstinado (fedem, 2018) y Mascaradas breves (Lengua de diablo, 2023). Ha recibido mención honorífica en Obra Inédita Morelos 2022 y fue beneficiario del pecda Morelos 2023.