La poesía desalojada:
Ángel Manuel Nuño y las ruinas de la gentrificación

Judith Escandón
diciembre 2025 - enero 2026

 

 

Fotograma de Sueños al atardecer, Laura Mena, Ciudad de México, México, selección oficial del 14º Festival Internacional de Cineminuto.  

 

En una ciudad donde cada muro parece una superficie lista para ser cubierto por publicidad, donde los barrios antiguos son despojados de su piel hasta quedar convertidos en zonas de interés inmobiliario, la poesía encuentra un lugar insólito: el colchón carcomido, las chinches del cuaderno, los malabares en un semáforo en rojo. La obra de Ángel Manuel Nuño abre un registro incómodo: nos recuerda que la gentrificación no es sólo un proceso urbano, es también un desalojo simbólico, un intento de borrar lo que incomoda para poner en su lugar un simulacro de cultura.  En sus versos no hay ornamento ni nostalgia. Lo que aparece es el reverso de la postal, la mancha en el muro que nadie quiere ver, la memoria de quienes han habitado la ciudad sin figurar en sus planos oficiales.

Antes de adentrarnos en la resonancia de sus versos, conviene situar brevemente a Ángel Manuel Nuño López (Tijuana, 2001), una de las voces jóvenes más incisivas en la poesía mexicana reciente. Formado en Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la Universidad Autónoma de Baja California, y actualmente estudiante de la maestría en Literatura Hispanoamericana en la BUAP, Nuño ha desarrollado una obra que dialoga con las geografías fronterizas y las transformaciones urbanas de su entorno. Beneficiario del PECDA Baja California 2024 y con experiencia en investigación en El Colegio de la Frontera Norte, trabaja con un lenguaje que mira de frente la precariedad, la violencia simbólica y la mutación estética de las ciudades. Sus poemas sobre gentrificación pertenecen al proyecto Cartolandia, aún inédito, pero ya con la potencia suficiente para interpelar una discusión mayor.

La obra de Ángel Manuel Nuño encarna, con la crudeza de un diario urbano, la misma denuncia que la teoría urbana formula con otros términos. Donde Neil Smith habla de “desplazamiento estructural”, Nuño nos obliga a mirar el rincón íntimo del colchón carcomido, donde incluso las chinches son expulsadas. La metáfora es despiadada: ni los insectos sobreviven al orden de la modernización. La gentrificación no se limita a cambiar fachadas o abrir cafeterías. También arranca de raíz las vidas más minúsculas, aquello que parece irrelevante para la mirada oficial, pero que constituye la trama real de un barrio: sus ritmos, sus restos, sus cuerpos invisibles.

Allí donde el discurso institucional habla de “rescate” y “renovación urbana”, la poesía de Nuño denuncia la amputación de una historia común, la clausura de voces que han sido sistemáticamente silenciadas. Frente a los proyectos que maquillan la miseria con murales fotogénicos y cafeterías de diseño, sus poemas colocan el acento en la intemperie, en la dignidad rota de los espacios que se resisten a desaparecer. Leerlo es asistir a una contracrónica de la ciudad: la que no aparece en los folletos turísticos ni en las inauguraciones oficiales, pero sí en el sudor del obrero, en la rutina de la madre que viaja dos horas en transporte público, en el rumor de quienes aún sobreviven en las calles que se pretenden blanquear.

Neil Smith, teórico de las geografías del despojo, lo advirtió: detrás del embellecimiento de las ciudades se esconde un proceso violento que expulsa a los habitantes originales. Sharon Zukin fue más allá: el espacio urbano se reconfigura a partir de la “autenticidad” que venden las marcas, en un proceso donde lo popular se conviertre en espectáculo. Sin embargo, es en la poesía donde esa violencia encuentra un eco visceral. En los versos de Nuño no hay cifras ni estadísticas, hay imágenes que revelan lo que se pierde:

 

“[...] ya no puede vivir la poesía en el género literario donde creció.

Demolerán su métrica porque da mala imagen al barrio,

al barrio que no será más barrio, sino área comercial,

distrito financiero, zona para turistas iletrados […]”

 

Cuando leo este verso no pienso en un barrio abstracto: pienso en las casas vacías de mi infancia, con láminas y cartón, esperando al siguiente comprador. Lo que en la voz de David Harvey se entiende como la mercantilización del espacio, en los poemas de Nuño aparece como una herida abierta: la poesía misma es desalojada de su casa, convertida en monumento vacío, en mural que funciona como postal turística. La crudeza radica en mostrar que la poesía, igual que los inquilinos de un vecindario, puede ser expulsada, “demolida” por no ajustarse a la nueva estética que demanda el mercado.

La gentrificación no sólo desplaza personas, también transforma las prácticas culturales. Lo ha dicho Loretta Lees: los barrios dejan de ser escenarios de la vida cotidiana para convertirse en escaparates. En los poemas de Ángel Manuel, lo que antes era cultura viva se transforma en artificio:

 

“los grafitis se borran de madrugada

como si fueran enfermedades,

como si la letra fuese contagio.

amanecemos con muros desnudos

y un mural turístico en proceso,

patrocinado por una marca de cerveza artesanal”

 

El grafiti espontáneo, testimonio de memoria y resistencia, es borrado con la rapidez de una peste. A cambio, se instala un mural turístico, homologado, apto para la mirada del visitante que consume autenticidad, pero sin incomodarse con su trasfondo. Zukin diría que se trata de la estetización de lo popular. Lo que hace Nuño es denunciarlo con ironía amarga: los muros se visten para la foto, no para la vida.

En otro momento, el poeta baja la mirada hacia lo invisible:

 

“un niño arroja fuego al aire

y recibe una moneda sucia,

la ciudad no lo mira,

la ciudad espera la luz verde

para acelerar y olvidarlo.

mañana aquí pondrán una terraza con sombra

y un letrero que diga brunch”

 

No es casual que la imagen se sitúe en un semáforo. El instante de detención —el rojo que obliga a detenerse y observar— es interrumpido de inmediato por el verde que devuelve a la velocidad, al olvido. La gentrificación actúa igual: transforma lo precario en invisible, hasta que la próxima inversión inmobiliaria se encarga de sustituirlo por un negocio con menú en inglés.

La violencia no radica únicamente en la expulsión física. Lo más brutal es el desalojo simbólico: la negación de aquello que no encaja en la narrativa de progreso. Nuño lo dice sin rodeos:

 

“los malabares no entran en el catálogo de turismo,

las chinches no aparecen en las guías de viaje,

el hambre no es una postal.

pero ahí estuvo,

y la poesía se niega a olvidarlo”

 

Ahí reside la potencia de su escritura: rescatar lo que se borra en la madrugada, inscribir en la página lo que el mercado quiere ocultar. Frente a la promesa de una “ciudad creativa”, Nuño nos devuelve el reverso: la ciudad que calla, que entierra sus huellas, que sustituye los álamos por “árboles espectaculares” de metal y neón. Se lo pregunta en otro poema: ¿dónde están los álamos, los cerezos, las secuoyas, los baobabs? Sus imágenes son feroces: los árboles que talamos y reemplazamos por anuncios espectaculares que no producen oxígeno, sino consumo. La gentrificación se vuelve así no sólo un fenómeno urbano, sino una mutación estética que coloniza incluso la naturaleza: las aves ya no encuentran dónde posarse, igual que los habitantes ya no encuentran dónde vivir.

Lo que Sharon Zukin teoriza como “mercantilización de la autenticidad”, yo lo reconozco en el gesto cotidiano de ver una tiendita sustituida por un café con menú en inglés.  Nuño, en cambio, registra el instante en que el grafiti se borra de madrugada y en su lugar aparece un mural turístico “patrocinado por una marca de cerveza artesanal”. El cambio de lenguaje lo dice todo: del aerosol anónimo y contestatario al patrocinio que convierte lo rebelde en decorado. En la poesía, ese tránsito no se queda en teoría, se hace imagen, se nos muestra con una violencia palpable: amanecemos en muros desnudos, amanecemos en un barrio que ya no se reconoce a sí mismo.

Donde David Harvey advierte que la ciudad se ha transformado en mercancía, Nuño escucha el rugido de las calles pisoteadas: “la avenida Revolución ruge con manchas oscuras, / ruge cubierta de chicles secos”. No es un rugido glorioso ni épico; es el rumor áspero de un suelo desgastado por miles de pasos, un suelo que guarda el rastro de los cuerpos antes de ser encubierto por el cemento pulcro de las renovaciones urbanas. Y quizás ahí resida la fuerza de la poesía: en traducir en imágenes íntimas lo que de otro modo quedaría atrapado en diagnósticos abstractos. Porque la gentrificación no es únicamente un fenómeno económico ni un movimiento demográfico: es también un desalojo de memorias, de prácticas, de cuerpos. Es, en palabras del propio Nuño, el intento de que ya no pueda vivir la poesía en el género literario donde creció”. La metáfora expone la crudeza: la poesía se queda sin techo, sin cuaderno, sin barrio.

Sus versos resisten frente a esa demolición. Y lo hacen no desde la nostalgia edulcorada, lo hacen desde la obstinación de nombrar lo que la ciudad blanquea: las chinches, los grafitis, los malabares en el semáforo. Elementos que para el discurso oficial carecen de valor cultural, pero que, en su precariedad, constituyen el pulso vital de los barrios. Nuño insiste en recordarnos que la ciudad no puede ser reducida a catálogo ni a escaparate, que la memoria urbana está hecha de lo que se borra primero, de lo que no aparece en ninguna guía de viaje.

En un tiempo en que los barrios se pintan de blanco para el turista y se llenan de cafés de autor para el inversionista, la poesía de Ángel Manuel Nuño abre una grieta en el barniz de la modernización. Nos obliga a mirar detrás de la fachada, donde persisten las ruinas vivas: los cuerpos invisibles, las historias que no caben en una postal, los restos que resisten al borramiento. Y en ese gesto —en esa obstinación por escribir lo que se quiere olvidar— la poesía se convierte en un refugio. No un refugio romántico ni un refugio seguro, sino un espacio último donde la memoria se atrinchera. Porque, aunque lo intenten, la ciudad nunca podrá ser desalojada del todo mientras exista alguien que escriba sobre sus ruinas. La ciudad no podrá desalojarse del todo mientras existan quienes nombren lo que intentan enterrar. Porque la memoria, aunque sea incómoda, siempre encuentra grietas para filtrarse, como la arena del desierto en las rendijas de una casa abandonada.

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Judith Escandón

Escritora y fotógrafa. Licenciada en Desarrollo Comunitario y maestra en Ciencias Sociales para el Desarrollo Interdisciplinario (UAdeC). Ha publicado poesía en la revista colombiana Komuya, de Grammata escritores, Metrópolis. Periodismo de análisis, Revista Verde Letras, así como artículos en la Gaceta Universitaria de la UAdeC, el periódico Entretodos y en la revista cultural La Vereda. Participa en la antología Raíces de obsidiana: criaturas mitológicas mexicanas (2023) con el cuento "Las tierras de los Flores"; también participa en la antología Voces de la imaginación: río de letras creativas (2025) con los cuentos “María de los maizales” y “Turno de madrugada. Su primer poemario se titula La musa del fuego (2024).