La obscenidad nuestra de cada día: medio siglo de Saló, de Pier Paolo Pasolini

Verónica Bujeiro
diciembre 2025 - enero 2026

 

 

Fotogramas de Saló o los 120 días de Sodoma, Pier Paolo Pasolini, Italia, 1973, 117 min.

 

Listada entre las películas más brutales de la historia, Saló o los 120 días de Sodoma, de 1975, trasciende cualquier intención espectacular por la fuerza de su mensaje y la terrible e indisoluble relación que mantiene con la muerte de su autor, Pier Paolo Pasolini (1922 – 1975), asesinado de forma atroz en la playa de Ostia poco antes del estreno.

Basada en la obra homónima del Marqués de Sade —escrita en 1785 durante su reclusión en la Bastilla y publicada hasta el siglo xx, no sin escándalo de por medio, dado su carácter radicalmente amoral—, Pasolini retoma algunos pasajes para construir una alegoría del fascismo y, al mismo tiempo, elabora una declaración de principios que confirma su condición de figura polémica, apasionada e intelectualmente incendiaria frente a la cultura y política de su tiempo.

Saló forma parte de un ciclo de adaptaciones literarias que el director cultivó como sello personal, precedida por El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Noches Árabes (1974), agrupadas bajo la denominada Trilogía de la vida. Sin embargo, la elección de Sade inaugura su reverso: una trilogía de la muerte. Un proyecto que representaba el desencanto y el nihilismo que atravesaban a Pasolini en sus últimos años de vida, motivado por las constantes reyertas públicas con las juventudes de su tiempo. Su figura, abiertamente homosexual, católica y marxista, encarnaba una contradicción inviable que lo convirtió en blanco de ataques desde todos los frentes. Pero fue especialmente su juicio sobre los movimientos del 68 lo que encendió la polémica, ya que los consideraba rebeliones sin porvenir, gestos de la pequeña burguesía disfrazados de revolución. Aquellas discrepancias con la sociedad de su tiempo lo orillaron hacia una visión cada vez más sombría, donde la esperanza de transformación social que marcó inicialmente su discurso artístico e intelectual sucumbió ante el convencimiento de atestiguar la caída libre de la sociedad, rendida ante el nuevo dogma del consumo.

Por ello, la Sodoma imaginaria de Sade es trasladada por Pasolini a la Italia fascista de 1943, durante la instauración de la República Social Italiana, conocida como República de Saló, un régimen creado por Mussolini tras su caída y sostenido por el ejército nazi. En ese contexto se proyecta un escenario de inquietante familiaridad, que sin duda resonó en la memoria reciente del pueblo italiano. Es allí donde los cuatro libertinos del original, representantes de los poderes religioso, militar, económico y político, firman un acuerdo que establece las reglas de lo que sucederá a continuación. Poco después veremos cómo un grupo de jóvenes es raptado por fuerzas militares, para elegir a los más “bellos”, quienes serán sometidos al mandato de este pacto. Entre los participantes figuran también tres mujeres “experimentadas”, prostitutas veteranas que actuarán como Sherezadas malditas en cada uno de los ciclos de torturas sexuales y físicas inspirados en los círculos del Infierno de Dante, una de las múltiples referencias literarias y teóricas que atraviesan el filme, entre las que también destacan Roland Barthes y Pierre Klossowski, cuyos respectivos trabajos sobre el marqués de Sade son citados desde los créditos iniciales como guía o advertencia de lectura.

Este detalle, fácilmente pasado por alto si no se presta atención a los créditos de entrada, podría funcionar como un conductor más afable en el tránsito insoportable al que nos somete el autor, pues nada aquí está puesto al azar. Pasolini mantiene deliberadamente la ilusión de lo espectacular para engañar al espectador, quien cree asistir a otra película, cuando en realidad nuestra condición pasa rápidamente a ser la de un voyeur incómodo, invitado a participar de una experiencia radical. La densidad misma del filme impide recibirlo como entretenimiento, pese a su hermosa y calculada artificialidad. Diversos estímulos dislocan nuestra percepción, como el cántico del himno fascista que acompaña la primera violación o las reflexiones de los cuatro poderosos sobre el placer y el dominio, entre tantos y tantos detalles meticulosamente orquestados, que nos revelan que estamos frente a un ensayo sobre el poder y los cuerpos, entendidos como los verdaderos espacios donde se escribe y se corrompe la moral.

Tildada de pornográfica por las acciones implícitas y la exhibición de los cuerpos de los jóvenes, prohibida en diversos países y aún hoy proyectada como un secreto incómodo, Saló o los 120 días de Sodoma no podría estar más alejada del goce. Lo que Pasolini busca es exhibir una gramática de los modos de funcionamiento del poder. Si la película parece arcaica y lenta en su forma es porque se podría considerar como un ejercicio influenciado por el estructuralismo francés, cuya manía clasificatoria y analítica bien puede reconocerse en la conducta de estos libertinos pasolinianos, obsesionados por reglas, horarios y métodos de castigo. En este marco resuena con fuerza la lectura de Roland Barthes de Sade, Fourier, Loyola, de 1971, en donde identifica en el universo de Donatien Alphonse la creación de un código del deseo regido más por la matemática y la norma que por lo erótico.

Pasolini retoma esa intuición y la lleva al extremo, ya que su infierno no está construido por pasiones, sino por signos que clausuran el sentido, instaurando un orden donde el deseo ha perdido su vitalidad y sólo persigue la mecánica del exterminio. El horror al que nos confronta no sólo reside en la representación, sino en la asimilación estética y política que hace de la violencia. Además de las vejaciones infligidas a los cuerpos y a las mentes de las víctimas (un camino del que, sin duda, nadie regresa intacto) uno de los hechos más inquietantes es el reconocimiento de la sistematización y la consecuente burocracia del ultraje, en su aceptación como rutina.

Este es uno más de los horrores que Pasolini nos obliga a mirar, haciendo gala de una conciencia perentoria, al evidenciar que el ejercicio sistemático de la violencia no es un estado de excepción, sino una forma de conducta asimilada por la especie humana, frente a la cual nosotros mismos actuaremos en consecuencia o seremos abatidos bajo la inocencia de algún ideal, como ese guardia que muere a tiros mientras levanta el puño en un último gesto de resistencia.

El mensaje de este filme es abiertamente ominoso y guarda correspondencia con la postura que Pasolini declara en 1975 en su artículo “Abjuración de la Trilogía de la vida”, una impactante retractación pública en la que se distancia radicalmente de sus ideales y asume una visión sombría, absolutamente terminal, sobre el estado de los cuerpos, a los que identifica con desprecio como cooptados por la sociedad de consumo. Es por ello por lo que la vitalidad y el erotismo de los cuerpos, gratamente identificados en sus películas anteriores, pasan aquí a un tratamiento impasible y sádico al haberse convertido en objeto, en mercancía despreciable.

Por ese tiempo, afirma también que la esperanza pertenece a los partidos políticos, quienes la manipulan como moneda de cambio para perpetuarse en el poder. Una conclusión que dialoga directamente con la experiencia de Saló, que nos abandona frente a un abismo y obliga a preguntarnos: ¿a dónde podremos ir después de esto?

Esta misma pregunta quedaría abierta para su autor, brutalmente asesinado pocas semanas antes del estreno, en la playa de Ostia. Aunque durante décadas se habló de un encuentro sexual fallido, todo indica que su muerte estuvo vinculada con la potencia intelectual y el carácter incómodo de Pasolini como crítico social, para quien el cine era sólo una de sus muchas formas de pensamiento. Pero más que un episodio fortuito de encuentro sexual, se sostiene la hipótesis de que Pasolini acudió aquella noche a recuperar un metraje robado del filme, que contenía tomas inéditas y aún más brutales que las incluidas en la versión final.

Al ser ésta su última obra, el cruento acontecimiento de su deceso quedaría unido por siempre al tratamiento atroz con que su cuerpo fue despojado de la vida, como si la tesis hubiera encontrado su conclusión. Su mensaje es tan oscuro, tan denso, que algunos han llegado a pensar que fue un camino elegido que lo condujo a su muerte, mientras otros sostienen que el autor aún tenía muchos proyectos por realizar. En realidad, jamás sabremos cuál era su posible regreso desde ese límite infernal, en su condición de incómodo testamento.

Mirarla todavía es insoportable, no sólo por su contenido, sino por el brutal correlato que mantiene con la realidad. Y ahora más que nunca, bajo la resurrección vital del fascismo, los cuerpos sometidos a la obediencia de las pantallas y la salida a la luz de los rituales de abuso de los poderosos, como la lista de Epstein, los crímenes del clero, entre otros. La obscenidad ya no se guarece en castillos, forma parte de nuestro cotidiano. Pasolini, genial, visionario, creó con esta obra un espejo negro en el que aún seguimos mirándonos, rehuyendo el horror que nos habita. 

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Verónica Bujeiro

(Ciudad de México, 1976)

Egresada de la licenciatura en Lingüística en la enah, guionista y dramaturga. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Es autora de los libros La inocencia de las bestias, Nada es para siempre y Somos animales en peligro: Bululú autobiográfico. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.