Fotografía: cortesía Teatro unam/Ulises Ávila.
A principios de septiembre de 2025, se celebró la edición número 32 del Festival Internacional de Teatro Universitario. En la inauguración se presentó la obra Historia de una oveja, del dramaturgo Fabio Rubiano, aunque sería correcto decir que la obra es de Teatro Petra, una compañía escénica colombiana fundada en 1985 por Rubiano y la actriz Marcela Valencia. Los casi cuarenta años de trabajo conjunto de esta compañía se evidencian en cada gesto, cada silencio y cada transición. La pieza es impecable de principio a fin, signo inequívoco de una madurez artística forjada con el tiempo, de la disciplina que domina la técnica y de la convicción de que lo que se hace, de alguna o muchas maneras, tiene poesía; aquello a lo que Lorca llamaba “duende”. La historia de Colombia, como la de México o la de la mayoría de los países latino y centroamericanos está hecha de migraciones. A pesar de la distancia geográfica que hay entre Colombia y México, la pertinencia temática que aborda Historia de una oveja en el contexto actual es absoluta. La trama aborda la violencia que obliga al desplazamiento forzado de los habitantes de la comunidad de Santo José. El espectador acompaña el viaje de tres personajes: La Niña Tránsito —en cuyo nombre descansa la penitencia—, El Egipcio Alí —que llega al pueblo huyendo de situaciones de conflicto y persecución— y La Oveja
Berenée —”La oveja que no se hace vieja. Chuchuma calaca machito alharaca. La oveja pelleja remate de lana cobija catana retinta mañana”—. Rubiano deja pocas cosas sin significar. El remate del nombre de sus personajes se completa con el del pueblo: Santo José, figura protectora de refugiados y desplazados, aquel que partió a Egipto con María y Jesús para salvar a su familia de la persecución del rey Herodes. En la obra, esa travesía se invierte: El Egipcio Alí huye en dirección contraria, dejando su tierra para buscar refugio en Santo José.
En ese entramado de nombres y destinos, la obra hace visible la idea de que toda huida es, en esencia, una búsqueda de refugio y pertenencia; pero en el universo de Historia de una oveja, incluso el refugio se vuelve adverso. El hogar, como cuerpo y memoria, puede ser arrebatado en cualquier momento bajo el capricho de quien detenta el poder y decide sobre la vida de otros. Una de las conclusiones más crueles y contundentes de la obra es que, si te quedas en casa, te matan. La sentencia se materializa en la reiterada orden del patrón de llevarse a la madre de Berenée, una oveja que acaba de parir y que, tras cumplir su función de reproducción, queda destinada al alimento o al comercio. El poder opera como máquina de consumo, devora a quienes produce. Lo mismo ocurre con el abanico de personajes oponentes —El Muñeco, La Mandadera Felicia, Los Lobos—, figuras que condensan la violencia institucional, la complicidad servil y la amenaza latente de los paramilitares y caciques.
La experiencia del desplazamiento forzado resuena con el presente mexicano, donde el territorio también se ha vuelto inestable: comunidades expropiadas, fronteras que se transforman en limbos y rutas migratorias que cruzan el país como cicatrices abiertas. En los últimos años, algunos gobernantes han priorizado negocios inmobiliarios —de los cuales son socios— sin reparar en lo que esto implica para la población que habita esos espacios. De manera paradójica, han desplazado a múltiples habitantes de barrios populares para reubicar en ellos a migrantes centroamericanos en espera de la resolución sobre su paso a Estados Unidos. Así, México se convierte en un territorio de tránsito perpetuo, donde los desplazados acogen a otros, y el despojo adopta formas distintas cuya raíz es la misma: la gestión del espacio y de la vida desde el poder. Tanto en la ficción como en la vida real, el hogar deja de ser un lugar y se convierte en una condición de pérdida; la última palabra no es del pueblo, sino de quien posee los medios.
El territorio no es sólo un espacio geográfico, también es un cuerpo vivo que respira, sangra y se vacía. La vereda de Santo José, “con su río, su escuela, su iglesia y sus habitantes”, se presenta al inicio de la pieza como un organismo colectivo. Cada persona es una extremidad de ese cuerpo común, y cuando el desplazamiento comienza, lo que se desintegra no es sólo la comunidad, sino el territorio mismo. La madre de Berenée logra escapar del patrón con ayuda de los tres protagonistas y, aunque más tarde sabemos que sigue con vida, nunca se reencuentra con su hija. Ese corte, la imposibilidad del regreso, abre una herida que atraviesa toda la obra desde distintas aristas. El cuerpo materno —primera casa y metáfora del hogar— se mantiene vivo, pero distante, inaccesible. Volver equivale, también, a la posibilidad de perderlo todo otra vez.
Ropa acumulada en tendederos gigantes, caminos de zapatos vacíos, medias colgando del techo —metáfora de cuerpos cuyas vidas han sido interrumpidas— son la forma con la que Teatro Petra elige representar a los habitantes de Santo José que decidieron o tuvieron que quedarse y perecieron. Las prendas vacías inundan el escenario como restos de piel, vestigios de un cuerpo deshecho, convirtiéndose en memorial y epitafio al mismo tiempo. Encarnan lo que queda cuando la vida sólo sobrevive en la memoria de alguien más. En tal elección estética se erige una poética de la ausencia, una afirmación de que la violencia no sólo mata cuerpos, también los lugares que los contenían.
Al final de la obra, los personajes regresan al lugar que alguna vez fue su hogar. Ha dejado de ser peligroso, pero también ha dejado de existir tal y como lo recordaban. En medio de las ruinas Alí se encuentra con la muerte cara a cara, ya no hay de qué huir, sin resistencia se entrega a ella. Berenée exigirá a Tránsito que la lleve diario al cementerio para visitarlo. La flor en maceta que la ha acompañado gran parte de la obra se convierte en un símbolo tangible de acompañamiento y permanencia, la dejará con Alí para que no se sienta solo. Este gesto condensa el sentido del viaje, han recorrido un territorio devastado sólo para volver al punto de partida, conscientes de que el retorno no restituye lo perdido, pero sí permite el duelo. En la acción de cuidar la flor, de recordar y mantener viva la presencia de Alí, se constata que la memoria —como el cuerpo o el territorio— puede doler, pero también mantenerse con vida.
Berenée, como personaje y alegoría, actúa como un filtro de inocencia que transforma el horror en juego, en rima, en repetición y trabalenguas. Tal como lo haría un niño o una niña, pone palabras a todo lo que ve, sin comprender del todo lo que esas palabras significan. A esto, en el teatro, se le conoce como máscara, y es bien sabido que quien la porta queda impune de toda culpa o acusación posible. El humor, el absurdo y la inocencia no son evasiones, sino estrategias de supervivencia, modos de soportar aquellO que duele tan sólo por ser dicho. Sin embargo, no es posible callar lo que ocurre, quiénes somos, lo que hemos visto o lo que nos ha pasado, pues nombrar equivale a resistir. Negar o callar es condenarse a desaparecer.
El humor, en este sentido, no sólo pertenece al teatro colombiano. En México también hemos aprendido a fabular y reír el horror para poder soportarlo. Las violencias cotidianas —desapariciones, desplazamientos, desigualdades que se disfrazan de modernidad— conviven con una risa que no niega el dolor, lo exorciza. En el sarcasmo, la ironía o el chiste se cifra una forma de resistencia colectiva, reírse para aminorar la gravedad de las cosas, para no enloquecer. La sociedad mexicana, como la colombiana o la latinoamericana ha encontrado en la ficción una manera de decir lo indecible. En esa capacidad de narrar, contar, teatralizar, parodiar o ironizar lo insoportable también se disputa la ciudad: los barrios que cambian de fachada al convertirse en imitaciones precarias de los downtowns extranjeros; los espacios que se privatizan a costa de los propios connacionales; las calles donde antes hubo comunidad y ahora hay despojo, marginación y precios imposibles para quienes nacieron en el país que se gentrifica día con día a pasos agigantados. El humor, más que una forma de alivio, es una trinchera, un modo de reapropiar el territorio simbólico, de volver a habitar la palabra cuando el espacio y una forma de vida han sido arrebatados. Así como Rubiano, a través de Berenée, transforma el dolor en discurso, la risa mexicana —incrédula, feroz, obstinada— se levanta sobre las ruinas para recordarnos que incluso en la pérdida puede persistir algo que todavía nos pertenece: la memoria compartida.
Fotografía: cortesía Teatro unam/Pili Pala.
Fotografía: cortesía Teatro unam/Pili Pala.
Fotografía: cortesía Teatro unam/Ulises Ávila.
Fotografía: cortesía Teatro unam/Pili Pala.
Fotografía: cortesía Teatro unam/Pili Pala.
Fotografía: cortesía Teatro unam/Pili Pala.
Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas y maestra en Letras Latinoamericanas por la unam. Sus ejes de trabajo son el teatro, el cine, las ficciones liminales, la exploración transdisciplinaria, intermedial y la literatura comparada. Escribe. Todavía. A veces.