Fotograma de En sus zapatos, Alejandro Perdomo, Quilmes, Argentina, selección oficial del 14º Festival Internacional de Cineminuto.
En 1907, Porfirio Díaz arribó a una casa de campo en Tlalpan a bordo de su Panhard 35. H.P. francés, uno de los primeros automóviles que circularon en México. Se dirigía a un evento de alta alcurnia: una fi esta auspiciada por Guillermo de Landa y Escandón, egresado del Stonyhurst College de Lancashire, y gobernador del entonces Distrito Federal. La obsesión de Díaz por emular las acciones de las élites europeas lo llevaron a importar varios autos de lujo de diferentes partes del mundo. Fue durante esta época, en el germen del siglo XX, que se comenzó a asociar al automóvil con el estatus, la elegancia, el dinero y el poder. Y es el día que, compartamos esa percepción o no, seguimos padeciendo las consecuencias de fi jaciones muy similares a las de El Llorón de Icamole.
He aprendido a descifrar la mirada que mis colegas en la ofi cina me dirigen cuando les comento que llego al trabajo en combi o camión. Sus rostros quieren comunicar curiosidad, pero también percibo algo que se podría interpretar como congoja. En la esfera en la que me desenvuelvo, las personas que no tienen coche son en su mayoría jóvenes: recién egresadas de la universidad, quizá todavía estudiantes. En general, parecería que no tener un automóvil es algo que haces exclusivamente en lo que adquieres un automóvil.
Pero lo cierto es que mi familia tiene una larga tradición de recorrer a pie la Ciudad de México. Mi infancia transcurrió en colonias como la Aragón-La Villa, Ticomán, Ciudad Neza y Tlatelolco. Después de llegar a una nueva casa, había que subirse a los camiones de la zona y preguntar al chofer hasta dónde llegaba y por dónde se iba; luego, mirar con atención los nombres de las calles en cada esquina para no errar la bajada.
Mis hermanos, los primeros grandes cartógrafos que conocí, se encargaban de memorizar la Guía Roji o dibujar croquis portátiles para definir las rutas que nos llevarían a nuestros destinos partiendo de cada nueva ubicación. Cuando por fi n lograban familiarizarse con una zona y sentían que conocían los caminos y los transportes de pe a pa, mis papás comunicaban que había que mudarse de nuevo y el proceso volvía a comenzar. Básicamente provengo de entusiastas del nomadismo y la movilidad urbana y, en gran medida, creo que así nació mi apreciación del transporte público. Pero no nos confundamos, es un gusto adquirido.
En un comienzo, ser peatona de tiempo completo no fue algo que yo pudiera decidir. Veía a mis compañeros de clase llegar a la escuela en coche y me preguntaba por qué nosotros teníamos que llegar en metro o en camión. Parados y aplastados, si iba muy lleno. Parados pero cómodos, si teníamos suerte. Sentados y hasta dormidos, si nos tocaba el favor de Dios. No podría decir que esos traslados fueran placenteros, pero sí que aprendí a domarlos. Aprendí a buscar alternativas cuando era imposible subirse al metro, o a aventurarme a subirme a microbuses aunque no fueran la ruta que ya conocía. Y si todo fallaba, tocaba caminar. Como se decía en mi familia y en muchas otras: “a mí el mundo no se me cierra”.
Conforme crecí, ser peatona se convirtió en una elección. Pero mentiría si no dijera que el camino del pedestrismo tiene muchos bemoles. Casi cada vez que salgo de mi casa, acabo en algún tipo de altercado con un automovilista. Las discusiones son más o menos así: intento pasar una calle que no tiene semáforo o que sí tiene pero el paso peatonal está invadido por un coche. Volteo a ver al automovilista y señalo el paso peatonal. El automovilista me toca el claxon o me grita o me hace una seña obscena o todas las anteriores. También sucede que me intentan aventar el coche si intento cruzar en una esquina, con todo y que lleve la prioridad.
Cuando gozaba de destreza y juventud, respondía a estas majaderías con un patadón en la defensa o un paraguazo en el parabrisas. Sin embargo, los años me han dado mesura —¿resignación?— y actualmente procuro meterme en la menor cantidad de grescas urbanas posible. Sobre todo porque me di cuenta que así no estaba logrando nada.
Hace algunos años, en mi misión de explorar la ciudad de cualquier forma menos conduciendo, usaba Ecobici para traslados largos y cortos de forma constante. Hasta que tuve un accidente que me dejó esguinzada de cuello y tobillo e inmovilizada por una semana. Debo puntualizar que me considero una ciclista bastante prudente. No acostumbraba subirme a la banqueta, pasarme altos u ocupar espacios no designados para la bici. Pero ese mal día en Polanco, recorriendo Mariano Escobedo a la altura de Presidente Masaryk, sucedió algo que no esperaba: un coche venía a toda velocidad hacia mí, en reversa. La mente tiene formas curiosas de reaccionar bajo presión y lo único que pensé fue que tenía que evitar colisionar contra el auto. Moví el manubrio hacia la izquierda, sin darme cuenta de que por ese carril venía un trolebús.
Ni siquiera después de ese accidente, posiblemente una de las experiencias más traumáticas de mi vida aunque no fuera de gravedad, consideré la posibilidad de comprar un coche para trasladarme. En todo caso, reafi rmé mi creencia en que esta ciudad se benefi ciaría mucho de tener algunos millones de automóviles menos. Y además, se me metió la idea de que hay gente que al volante no es la mejor versión de sí misma: mi animadversión por los coches creció.
Así que de un tiempo para acá, me he dado a la tarea de preguntar a mis amigos, amigas, familiares, colegas y conocidos que tienen coche por qué no lo dejan para caminar y usar el transporte público. Mi intención es abrir un diálogo, aunque me he descubierto siendo maliciosa y hasta lacerante (una disculpa pública por eso). Algunas de las respuestas que me han dado a la cuestión de por qué no usan el transporte público en vez del coche en la Ciudad de México son: el coche es más rápido. En el transporte público asaltan. Va muy lleno. Los conductores son groseros y manejan mal. En el transporte público acosan. La condición de las unidades es lamentable. No hay espacio para llevar cosas grandes. El calor es insoportable. El transporte público no es práctico. No te ves profesional usándolo. No pasa con frecuencia. Huele mal. Les da ansiedad.
Sé que todos estos motivos se sostienen y son completamente válidos. Y en gran medida el gobierno de la ciudad tendría que hacerse responsable de muchas de las quejas para poder empezar a desincentivar el uso del auto. Pero por otro lado (mi lado más travieso y hasta taimado), me pregunto hasta qué punto la gente está renuente a dejar de usar su coche solo por comodidad y punto. Dicho de otra manera: ¿será posible que la decisión de tener coche, sobre todo en una ciudad como la de México, sea egoísta y, en la mayoría de los casos, esté centrada en el bienestar individual?
Cada vez que le hago esta pregunta a un entusiasta del automóvil, recibo largas explicaciones sobre el derecho a la movilidad y al desplazamiento. También suelen darme ejemplos de usos rotundamente necesarios: personas que se trasladan desde el Estado de México para venir a trabajar, gente que vive donde no hay transporte y su única salida es tener coche, personas en silla de ruedas o que tienen movilidad limitada, los servicios de emergencia, etcétera. Siguiendo ese argumento, les pregunto, ¿no sería lo más lógico dejar tu automóvil para que todas las personas que necesitan usarlo puedan hacerlo sin navegar por una ciudad congestionada? ¿No sería maravilloso que el tránsito se conformara de gente que conduce un auto no solo por comodidad, sino porque lo necesita?
La realidad es que todos vivimos en el mismo lugar y recorremos las mismas avenidas, nos enfrascamos en el mismo tráfi co y esperamos poder llegar a casa cada día sin contratiempos. Es en ese espacio común en el que algún día me gustaría poder encontrarme con el automovilista que me avienta el coche cuando intento cruzar la calle, o con el que manejó tres cuadras de reversa en una de las avenidas más transitadas de Polanco. Les invitaría una cerveza que sí podrían tomar porque los convencería de dejar su coche estacionado. Luego les contaría de la cartografía chilanga de mis hermanos, de la vez que caminé sobre Reforma hasta llegar al Ángel cuando en realidad quería ir a Garibaldi, que una de mis cosas favoritas al subirme a la combi en Tacubaya es que todo el mundo te contesta cuando dices “buenos días”.
Estoy instalada en un modo de ver mi ciudad porque uso el transporte público desde que empecé a desplazarme por ella. También me gusta caminar por kilómetros, atravesar diferentes colonias, descubrir nuevos locales, investigar por dónde se va un micro, perderme porque no era la ruta que esperaba y luego regresar. No me molesta que me digan que romantizo la vida de peatona porque la vida de peatona es, de hecho, bastante romántica. Y no me extraña que digan que hablo desde el privilegio de vivir en una ciudad bien comunicada donde todo queda cerca, porque lo sé y cada día me siento afortunada. Lo que sí me cuesta trabajo entender es que la romantización del auto esté mucho más aceptada y hasta socialmente aplaudida. Larga vida a don Porfirio.
Estudió Filosofía en la Facultad de Filosofía de la unam. Actualmente se desempeña como especialista en localización, doblaje y subtitulaje en un conglomerado de entretenimiento.