Detalle de la exposición Eco-gramas del territorio, de Eric E. Esparza Núñez, Carlos Gutiérrez Angulo y el colectivo formado por Mónica Romero y Pablo Castro, que se montó en la Galería Metropolitana de la uam entre julio y octubre de 2025. Fotografía: Ángel Emmanuel Sánchez.
Esta disputa por los espacios públicos se expresa, también, mediante las prácticas musicales, las cuales se han convertido en escenarios de tensión entre el derecho a habitar el espacio y los intentos de “ordenarlo” bajo lógicas de consumo o prestigio. Diversos acontecimientos han sido ejemplo de ello. Entre los casos más virales en redes sociales, se encuentra el de aquellos turistas extranjeros —aparentemente estadounidenses— en una de las playas de Mazatlán, quienes al escuchar a una banda sinaloense se tapan los oídos para no escucharlos. La turista se levantó para reclamar, sin embargo, los músicos no dejaron de tocar, mientras de fondo se escucha a otras personas que estaban ahí gritar: “¡más fuerte, más fuerte!”.
Como resultado de esta situación, los hoteleros —sobre todo aquellos pertenecientes a grandes cadenas en Mazatlán— han expresado que el volumen de la música de banda incomoda a los turistas, por lo que solicitaron a las autoridades municipales que establezcan regulaciones al respecto. Esta postura provocó múltiples protestas, principalmente en Mazatlán, Sinaloa, donde los músicos de banda se manifestaron en contra de los hoteleros que intentaron restringir su labor en las playas bajo el argumento del “ruido” que generan. Los músicos defendieron su derecho al trabajo y resaltaron que su actividad forma parte esencial de la cultura local.
Un ejemplo más reciente es cuando una extranjera rusa, residente de la Ciudad de México, generó controversia al burlarse de un músico huasteco que interpretaba huapangos en un restaurante de la ciudad. En una transmisión de Instagram dijo que la música huasteca era “ruido” y se preguntó por qué debía pagar por eso: “Explíqueme por qué los músicos en Ciudad de México creen que esto es arte”. La reacción en redes sociales fue inmediata y mayoritariamente negativa, con usuarios que criticaron su falta de respeto hacia una tradición cultural mexicana. Ante la ola de críticas, la influencer publicó un segundo video en el que defendió su postura y arguyó que no estaba obligada a pagar impuestos en México, ya que su ingreso proviene de Rusia y no genera ingresos locales.
Estos casos ponen de manifiesto las tensiones entre las prácticas culturales locales y las percepciones extranjeras, especialmente en contextos urbanos donde la gentrificación y la turistificación influyen directamente en la valoración de las expresiones artísticas populares. La construcción de la percepción sonora es histórica y está articulada por condiciones sociales, de clase y de poder: determina qué debe sonar “bonito” y bajo qué criterios algo se clasifica como “ruido”.
Estos ejemplos remiten a las prohibiciones coloniales de los fandangos en la Nueva España, donde interpretaciones como El Chuchumbé, Los panaderos o el Jarabe gatuno, no fueron simples censuras morales o religiosas: fueron actos políticos de regulación del espacio sonoro. Al calificarlos como “bailes impuros”, “ruidosos” o “deshonestos”, el poder colonial no sólo controlaba los cuerpos y sus movimientos, sino también los modos de sonar que escapaban al canon europeo de lo “armonioso” y lo “bello”. Detrás de esas prohibiciones operaba una idea profundamente jerarquizada de lo audible, que imponía una estética de cómo debía sonar —ordenado, limpio, mesurado— frente a lo popular, corporal y desbordado.
Dicha disputa persiste hasta hoy: los fandangos del siglo xviii y los músicos de banda o de huapango en el siglo xxi comparten una misma experiencia de deslegitimación sonora. Ambos son acusados de generar “ruido”, de alterar un entorno que se supone civilizado, turístico o “moderno”.
Pero la disputa por el sonido no es una cuestión meramente estética: es un entramado de relaciones sociales, raciales, económicas y territoriales. Lo que se presenta como un problema de “ruido” o de “buen gusto” es, en realidad, una lucha por el control del espacio, por la visibilidad y por el reconocimiento. En los fandangos coloniales, las clases populares y afrodescendientes usaban el baile y el ritmo como formas de reunión y resistencia colectiva. En Mazatlán, los músicos de banda defienden su derecho a existir en el espacio turístico, recordando que sus trompetas, tamboras y tubas son parte de la memoria viva de la región. En ambos casos, lo sonoro se convierte en un campo de disputa política.
El ideal de “sonar bonito” ha sido históricamente impuesto como una forma de exclusión. La idea de que hay un sólo modo legítimo de sonar responde a una universalización del gusto occidental, que pretende neutralizar la potencia política del sonido popular. Implica aceptar que lo sonoro no es universal, sino situado: cada comunidad produce sus propias formas de sentir, de vibrar y de habitar el espacio a través del sonido.
Desde esta mirada, los conflictos en torno al “ruido” no deben entenderse como diferencias estéticas, sino como expresiones de la colonialidad sonora en el presente. Quienes hoy piden “orden acústico” o “armonía urbana” reproducen una larga tradición de blanqueamiento sonoro en la que se busca callar aquello que es diferente.
La gentrificación musical se manifiesta cuando ciertos géneros, prácticas o formas de interpretación populares son desplazadas o reconfiguradas para adaptarse al gusto de los nuevos habitantes o de los mercados turísticos. En este proceso, la música deja de ser una práctica comunitaria viva y se convierte en una mercancía estilizada: el mariachi tradicional se sustituye por versiones “de espectáculo”, los fandangos se institucionalizan, la banda sinaloense se restringe a horarios o zonas específicas, y las sonoridades locales son reemplazadas por repertorios “globales” que prometen modernidad y confort.
En ese sentido, la apropiación cultural y la gentrificación son procesos paralelos: ambos implican la regularización de la diferencia. Mientras uno extrae valor simbólico de lo popular, el otro reorganiza los espacios y los sonidos para hacerlos compatibles con una economía del gusto. Frente a ello, tocar fuerte, “desafinado”, diferente, puede convertirse en un acto de resistencia, una afirmación de existencia frente al silencio impuesto por el capital y la urbanización excluyente.
Lo que está en juego en estos procesos no es sólo cómo suena, sino quién puede hacerlo, dónde, y con qué legitimidad. La práctica musical, lejos de ser un fenómeno puramente estético, es una forma de presencia social y territorial, una manera de ocupar el mundo con la propia voz, el propio cuerpo y la propia historia.
Doctorante en Humanidades de Estudios Culturales y Crítica Poscolonial de la Unidad Xochimilco, de la uam. Maestro en Historiografía y licenciado en Historia por la umsnh.