El resplandor del despojo

Nidia Angélica Curiel Zárate
diciembre 2025 - enero 2026

 

 

Detalle de la exposición Eco-gramas del territorio, de Eric E. Esparza Núñez, Carlos Gutiérrez Angulo y el colectivo formado por Mónica Romero y Pablo Castro, que se montó en la Galería Metropolitana de la uam entre julio y octubre de 2025. Fotografía: Ángel Emmanuel Sánchez.

 

Cinco siglos arden en cada chispa, trueno, paloma o cohete. La pólvora, que llegó a la Nueva España envuelta en promesas de luz y salvación, encendió también el despojo de lo sagrado mesoamericano. Donde antes danzaban los dioses del maíz y el trueno, se levantaron castillos para vírgenes y santos recién llegados. El cielo, antes morada de Huitzilopochtli, Tláloc y Mayahuel se volvió escenario de la fe recién llegada. Ese humo opacó a las volutas sagradas del panteón de otros dioses. Sin embargo, entre el humo y el estruendo, persiste la memoria: los pueblos siguen lanzando cohetes al amanecer, como quien recuerda a los antiguos con otro nombre. El resplandor del despojo es un viaje por la historia luminosa y herida de la pirotecnia mexicana, una mirada al fuego que celebra y lamenta, que intenta devolver al cielo su antiguo pulso divino.

El alboroto del humo blancuzco, fue el escenario preciso para mostrar pruebas irrebatibles de milagros, santos y santas por alabar, seguir y creer sin lugar a dudas. La presencia de los cohetes, versiones minúsculas de los antiguos proyectiles, se incorporaron a la nueva tradición religiosa para fortalecer el testimonio de la presencia santificada, con la firme convicción de algunos creyentes del estruendo como mensajero de plegarias, promesas y votos.

La presencia de la pólvora negra trajo consigo nuevos oficios: carboneros, salitreros, azufreros y el más socorrido: cohetero. Los primeros establecieron sus talleres cerca de la Ciudad de los Palacios, pero pronto tuvieron emigrar a otros lugares y obtener una licencia otorgada por el departamento de la Real Hacienda. El motivo: las explosiones frecuentes de las tiendas, amén del peligro que corrían los vecinos —quejosos del ruido— durante los trescientos sesenta y cinco días del año.

La mayoría de los coheteros eran mestizos, requerían de licencia y contar con quince años, así como una libreta de entrada de pólvora a sus talleres para que el administrador de la fábrica de pólvora de Santa Fe pudiese “evitar fraudes, cada uno de los que con licencia tuvieren tiendas de cohetería, fabricaren y vendieren fuegos artificiales”, además de anotar la compra del salitre y la cantidad de azufre almacenado en un mes.

Los coheteros invadieron los escenarios públicos porque la gente creía que los cohetes ahuyentaban los malos espíritus en funerales, bodas y bautizos, además de asustar a la gente con el chillido de un buscapiés. En tiempos de paz, la pólvora se usó en procesiones o en las fiestas de la villa de Guadalupe, la Santa Veracruz, la Merced, etcétera. Las cofradías, los mayordomos, los monasterios de monjas, los prelados y las comunidades religiosas encargaban hasta con un mes de antelación toda la pirotecnia para festejar a los patronos católicos.

Sin embargo, las actividades de los coheteros se vieron entorpecidas cuando, en 1780, la Junta de Policía consideró que el uso de los fuegos artificiales alteraba la paz pública, por lo que prohibió el uso de todo tipo de artificios en las fiestas religiosas. Aunque algunos gremios de coheteros manifestaron su enojo ante la disposición porque  perjudicaba la economía de sus familias, la Junta no escuchó las razones de los coheteros y amenazó con quitarles la licencia si no obedecían. La voz poderosa de Juan José Echeveste, director general de la Real Renta de Pólvora —ahora Ex fábrica de pólvora, en Chapultepec—, indicó a la junta de policía que la pólvora y demás ingredientes utilizados en los fuegos artificiales no servían para la guerra, y que con la venta de pólvora de ínfima clase —hecha para los cohetes— se cubrían “los gastos generales de salarios de fábrica, compra de materiales” y otras necesidades.

La Junta de Policía, los síndicos de la Ciudad de México y los vecinos cansados del estruendo cotidiano de la pirotecnia se unieron para manifestar su enojo tanto a quienes elaboraban como a quien adquiría cohetes. En el otoño de1791 la Junta de Policía anunció a través de papelones lo siguiente:

 

Prohibí se disparasen cámaras, porque usándose de ellas sólo en las funciones de Iglesia en vez de contribuir a solemnizarlas, sirven para alterar con su grandes estrépitos (único fin de su uso) la devoción que debe reinar en tan santos parajes asustando a los concurrentes especialmente a las mujeres y niños, y son los instrumentos más propios para incomodar al vecindario: el estremecimiento que causan no puede ser favorable a los edificios; y además de ser ocasión de que se espanten las caballerías y atropellan a la gente, como ha sucedido con mis funestas consecuencias, son temibles también si reventaren por mal cargadas como manejadas por idiotas, o por el daño que pueden inferir con el ladrillo y piedras con que las atacan.[1]

 

La mayoría de los coheteros no sabía leer ni escuchaban el comunicado por parte de la Policía. Enfadada por el desacato, la Junta dispuso retirar la licencia de coheteros a quienes no observaran la disposición. La visita a las coheterías se hizo frecuente, la vigilancia y la restricción para comprar pólvora en las Fábrica fue estricta, pero de 1780 a 1818, por las fiestas patronales y la Natividad de Jesús, la confección de fuegos pirotécnicos no se detuvo, como tampoco la muerte de maestros coheteros.

La gente que gustaba de la pirotecnia señaló  que “la antigua costumbre de celebrar las festividades y los acaecimientos felices con fuegos de artificio” no podía quitarse por el reclamo de unos pocos. Las procesiones eran asunto cotidiano, los coheteros fueron echados de la cercanía de la ciudad pero, además, a la distancia continuó el acecho:

 

muchos de nosotros estamos adelantados del importe de obras por Mayordomos de Cofradías, Monasterios de Monjas, Prelados de Comunidades Religiosas y otras personas particulares, que ejecutándonos por estas cantidades, que no son pocas ni cortas, estamos expuestos a padecer con ejecuciones, la ruina de nuestras familias, viendo consumidos nuestros bienes, reducidos a una prisión.

 

Las peticiones de los coheteros, los cofrades, las comunidades religiosas y el clamor del pueblo llegaron a manos del virrey, para que éste a su vez solicitara al Rey:

 

que levante o suspenda esta prohibición dándonos libertad de poder quemar nuestras obras de la oración hasta las nueve de la noche, y en las salvas que se hacen de las cinco de la mañana en adelante; protestando todos en común y cada uno en particular de nosotros, que pondremos la mayor vigilancia y cuidado en observar y aprehender a aquellos que quemaren cohetes a horas irregulares, dándosenos para ello comisión, presentándolos para que los mande dirigir a donde corresponde.

 

Los maestros coheteros Manuel García, Antonio Cadena, Antonio Miranda, Luis Antonio Yañes y Desiderio Yañes lo manifestaron así a finales de julio de 1809 con el pretexto de que la pirotecnia alegraría la sonrisa de Dios al ver llegar las luces antes de que despuntara el alba.

Por debajo de los puestos de fruta y verdura, los pequeños papeles de palomas, buscapiés y bombitas se vendían entre la gente, mientras el trueno en los cielos seguía cimbrando sus gritos. Un informe al fiscal de la Real Hacienda indica la pertinencia para que:

 

vuelva restablecerse la práctica del uso de fuegos artificiales en la noche, como se acostumbraba antes el acontecimiento del 16 de septiembre de 1808, para que así cese la decadencia de la falta de venta de los renglones estancados, y los pobres coheteros logren con el mayor consumo el expendio de sus obras, que se ha entorpecido por la novedad de lo dispuesto por el juzgado de policía.

 

La venta de cohetes continuó y la Junta de Policía solicitó el resguardo de las personas con el patrullaje de la policía, con el fin de evitar incidentes a la hora de jugar con los toritos o acercarse mucho a los castillos. De manera que:

 

por medio de billetes al Ayuntamiento de esta ciudad, cabildo de la Santa Iglesia Catedral, Tribunal de la Inquisición, Universidad, y demás comunidades, Cofradías y Gremios, libremente y sin incurrir en pena alguna puedan quemar los referidos fuegos en los días que tengan por costumbre, según anteriormente lo usaban, sobre que es la voluntad del Rey, no se altere en parte alguna el uso de semejantes artificios de fuego extendiendo igualmente la providencia a todo ese Reino, en caso de que a ejemplo de la Metrópoli, hayan cesado en esta costumbre.

 

La venta cotidiana de la pólvora negra siguió a pesar de quejas particulares y de las explosiones en las casas de los coheteros, quienes heredaron el oficio a hijos por siglos. Se marcharon a otros parajes, despojados de sus jacalones cerca de las iglesias donde frecuentemente almacenaban toritos en lugares secos que, además, representaban a San Lucas, y el resplandor de su presencia evitaría el regreso a las deidades mesoamericanas que, de a poco, se perdieron en el tiempo.


[1] Todas las citas provienen del expediente Pólvora, Archivo General de la Nación.

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Nidia Angélica Curiel Zárate

(Estado de México, 1975)

Estudió la licenciatura y la maestría en Historia en la Universidad Autónoma Metropolitana.