Fotografía: Wikimedia Commons.
Anoche volví a soñar que algo me pertenecía. Los objetos de la casa me saludaron por mi nombre mientras las paredes emanaban el mismo olor que mi piel. En medio de la sala, una bandera blanca clavada en el suelo indicaba por fin la tregua: he llegado al lugar en el que puedo morir sin estorbarle a nadie. Que era lo mismo que decir: he llegado a mi hogar.
Pero despierto. Me paro de la cama y miro por la ventana. Es octubre y estoy a punto de cumplir dos años en este departamento de la colonia Doctores. Del techo llueven las virutas del sueño que tuve. Extiendo las manos y se deshacen como espejismo de agua. Ver por la ventana es como sostener una postal que no compraré en la tienda de recuerdos. Yo me iré y ella seguirá envuelta en celofán con el mismo encuadre, el mismo punto de fuga a la espera de aquel postor que no se inmute al ver el precio en la etiqueta y pueda convertirse en su dueño final.
La Doctores, como tantos otros lugares de la Ciudad de México, está convirtiéndose en otra cosa. Varillas brotan del concreto y pronto revelan su destino cuando aparecen las primeras celdas de estos panales humanos llamados condominios o conjuntos residenciales. No tarda en aparecer la obligada lona: vive el estilo de vida que siempre soñaste. Aparece la palabra rooftop, aparece desde $3,300,000, y aparecen dos personas sosteniendo una llave como quien sostendría un órgano a punto de ser trasplantado.
Desde, desde, desde.
Vive el estilo de vida que siempre soñaste.
Y pienso en el sueño de anoche. No recuerdo si la casa en la que estaba tenía acabados de lujo, balcón o elevador, pero sí recuerdo las oleadas de alivio en el estómago, la temperatura de la luz al saberme refugiada. No quiero soñar sus sueños. Quiero soñar con sitios de descanso y plenitud en los que pueda vivir sin intercambiar precisamente eso: la vida. Quiero que esto sea cierto y no un estilo de vida, no una dignidad en la que sólo unos cuantos pueden poner el pie en la línea de salida de la carrera.
Son prestadas las sirenas enloquecidas de la ambulancia. Son prestados los lamentos de tráilers como ballenas heridas por el cañón arponero. El convoy de motociclistas que desfila en la madrugada tronando escapes para aumentar la adrenalina de sus piruetas. Es prestada, incluso, la risa de las mujeres abrazadas a la cintura de sus conductores. Ama esta sinfonía de la vorágine, me digo. Ámala mientras puedas, aunque a veces la odies. Ámala rápido, que es prestada y algún día tendrás que ponerla de vuelta en manos de su dueño.
Bajamos a hacer las compras y alcanzamos a ver, a media cortina, que uno de los locales vecinos ha sido vaciado por completo. Un anuncio de SE RENTA cuelga en su exterior y ondula al ritmo del primer viento frío del otoño. Sólo hasta ese momento nos dimos cuenta de que nunca entendimos qué vendían o a qué se dedicaban. Lo único que recordamos era que cada viernes podíamos ver a los trabajadores riendo entre tragos de cerveza o con un vodka Oso Negro en la mesa al centro del local. Nos gustaba pasar y dar por inaugurado el fin de semana mientras celebrábamos su merecida desfachatez.
No nos lo han dicho todavía, pero el siguiente mes la renta subirá y nuestra vida tendrá un grado más de fiebre. Se alzará unos cuantos centímetros la marea en nuestras gargantas y brotarán nuevas deformidades desde el delirio de nuestra cotidianidad.
Desde, desde, desde.
Paradójicamente, la desesperación que siento es tan grave que ya ni siquiera la percibo. Es decir: quiero preocuparme y que mi preocupación me lleve a la acción, al ahorro, a la planeación. Sin embargo, soy prácticamente incapaz. Mis padres y los padres de mis amigos me hacen advertencias, a veces también los anuncios del gobierno. Pero qué hago si me aterra la burocracia, me aterran los números, me aterra la idea de quitar el velo y descubrir otra realidad más terrible debajo de esta. Sé que al final del camino hay un gran boquete. No puedo dejar de caminar hacia él, pero sí puedo posponer un poco la desventura. Dar pasos más cortos y amar a otros seres durante el recorrido.
No muy lejos de donde vivo, diecinueve familias dormirán esta noche bajo techos de lona en la calle República de Cuba. Fueron desalojadas de sus domicilios en agosto de este año por policías y encapuchados, sus pertenencias arrojadas a la calle. “Me duele acercarme a la puerta”, dice Manuel Gómez, uno de los vecinos afectados, “me duele porque ya no la voy a cruzar”.
En las fotografías se alcanza a ver un violonchelo al lado de una bicicleta, juguetes, refrigeradores, mesas patas arriba, colchones, cuadros, bocinas, espejos. Los vecinos han montado un campamento para poder vigilar sus pertenencias y evitar ser víctimas de un segundo robo. Digo segundo porque el primero lo hicieron las mismas personas que los desalojaron. Las mismas personas que forzaron el edificio hasta hacerlo llorar y vomitar objetos que para ellos equivalían a un montonal uniforme de basura. Las mismas personas que orillaron al señor Adrián Montoya, según su hijo Julio, al infarto cuando la impresión de ver sus cosas tiradas en la calle lo rebasó. Las mismas personas que orillaron al señor José Esquivel, de 77 años y afectado por la demencia senil, a vagar por las calles de la ciudad tres días después del desalojo. Al no regresar, sus compañeros lo reportaron como desaparecido. El señor Esquivel, mejor conocido como don Chava, trabajó por más de cinco décadas reparando máquinas en la misma calle que ahora ve sus cosas y la de sus vecinos desparramadas, revueltas todas bajo el signo de la rapacidad, la violencia y la gentrificación.
¿Vendrá alguien a desalojarnos de nuestro propio cuerpo? ¿Vendrá alguien desde ese otro lugar donde puede morir sin estorbarle a nadie? ¿Vendrá alguien a botar nuestros órganos a la calle y, de paso, llevarse un pulmón para sacar un poco de beneficio clandestino? ¿Vendrá alguien a decirnos que somos paracaidistas de nuestro nombre, vividores de nuestra propia piel?
Desde, desde, desde.
Podría terminar diciendo, como Pita Amor, que “yo soy mi propia casa”. Podría decir que mi casa son mis amigos, todos los seres que amo, que mi casa la hago yo a donde vaya, etcétera. Podría decir todo esto y rozar por un segundo el alivio, pero no lo haré. No cambiaré un discurso de autosuficiencia por lo que me corresponde desde mi dignidad humana. Para sentirme segura dentro de mí, es decir, para ser “mi propia” casa, necesito meter mi cuerpo en algún sitio sin temor a ser vulnerada. No puedo ser “mi propia casa” si todos mis nervios están crispados ante la amenaza latente del desamparo.
Entonces me imagino a la deriva. Me imagino desahuciada y aparecen en mi mente mis amigos, todos los seres que amo. Sé que me recibirían. Sé que abrirían las puertas de su casa prestada y que me regalarían el calor de una noche en calma. Es la lealtad que nace de saber que estamos todos en la misma barca, viviendo vidas prestadas, profundamente frágiles y, al mismo tiempo, feroces en su defensa del derecho más simple y a la vez el más complicado: seguir aquí.
Si por un momento llego a creer que soy “mi propia casa”, no es para otorgarle descanso a ellos, sino porque en mi cuerpo habita la certeza absoluta de que merecemos más que esto. Es una certeza hecha de estas mismas palabras y esas no puedo venderlas ni rentarlas. De esas no salgo ni me sacarán jamás.
(Torreón, 1997)
Estudió Lengua y Literaturas Modernas Inglesas en la unam. Participó en el Diplomado en Escritura Creativa y Crítica Literaria (2021) y ganó el 11° Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes (2022). Publicada en antologías y revistas como Casapaís y Punto de partida.