La casa es enorme y las ventanas dejan pasar la luz
como una tranquilidad que se expande y traspasa las cosas.
Todo está en su lugar demasiado perfectamente.
Cualquier movimiento rompería el orden de este carísimo ecosistema feng shui.
Afuera viven árboles y flores de paraíso y dos perros que duermen como osos
en un jardín zen. Estoy seguro que comen mejor que yo.
Aquí todo está en calma, hasta el silencio huele a mandarinas.
Veo las fotos de unos niños que desconozco, nos miramos. Yo jamás tendré una casa
como ellos. Tendría que ganar la lotería, matar a alguien con dinero y quedarme todo.
Robar, poco a poco, hasta hacer una fortuna. Pero es tarde, tú lo entenderías.
Si estuvieras aquí, compartiría contigo esta hermosa paz ajena.
Cómo podría sentir de nuevo esta suavidad que me recorre. No de esta forma.
Nunca de esta forma. Pienso en los caminos, las fortunas, las herencias,
la suerte que no tuve para una casa como ésta. Podría dormir para siempre en este sillón
que no es mío. Reclino mi cabeza y dejo caer mis pensamientos sobre un cojín de nube
que abraza mi mente… ¿Acaso esto es meditar?
Todo aquí parece contener la belleza de un haikú, menos yo.
No quiero que esto suene triste o patético. Tampoco hay moraleja, sólo claridad.
Armonía, tal vez. No sabría decir o explicar esta sensación tan efímera y
tan grande: este momento perfecto (esperando) en una casa perfecta
que no es mía.