La importancia del nombre propio

José Navarrete Lezama
dossier
octubre-noviembre de 2025

 

 

Imagen de la exposición Trípticos, de Hegel Pedroza.
Fotografía: Ángel Emmanuel Sánchez.

 

Cuando Alicia, al principio de sus aventuras en El país de las maravillas, se pregunta ¿quién soy?, teme inmediatamente ser sus compañeras de clase. En principio, la categoría de diferenciación que establece entre ella y otra (Ada), es una característica física (bucles largos). En segundo término, desplaza la categoría física para utilizar una de carácter intelectual, así tampoco es Mabel, porque ella (Alicia) conoce más cosas que su compañerita. “Además —dice— ella es ella y yo soy yo”. Comprende, después de poco, que ese razonamiento no ayuda en nada a saber quién es.

Alicia está segura de no ser Ada, porque en tal caso tendría unos bucles más largos. Pero no se encuentra igualmente segura de no ser Mabel, inseguridad que responde al temor de ser alguien cuya vida no le gustaría vivir: “deberé vivir en aquella triste y pobre casa, sin juguetes, y siempre estudiando.” Por ello, si no es Mabel, tiene que comprobarlo, y después de recordar erróneamente algunas capitales del mundo y cantar de forma equivocada una canción, concluye que muy probablemente sea Mabel.

Antes de entrar a la madriguera, Alicia sabía quién era. Ahora, bien podría ser Mabel, pero no Ada, ni tampoco la misma Alicia, después de crecer y empequeñecer en poco tiempo. Por eso, le es indispensable que alguien la “llame”: “¡De veras quiero que se asomen y me llamen!” Es, pues, una cuestión de nombres. Se vuelve necesario explicar el “yo” en el único dominio posible: el lenguaje. No es suficiente decir “yo soy yo”. Ese “yo”, evidentemente, debe ser nombrado.

Antes que nada, el sujeto es consciente de sí mismo, mínimamente si se quiere. Para saber quién es, Alicia se compara con otras; podría decirse que se define a través del otro. Sin embargo, parte de un conocimiento de sí. No se compara con un conejo porque sabe que es un humano. Consciente de que es una niña no se compara con niños; tiene bucles y por ello busca diferenciarse con alguien que también tiene bucles, y no conforme con eso dice: “yo sé muchas cosas y ella (Mabel) sabe muy pocas”. Alicia sabe, en gran medida, quién es, sólo necesita que alguien la nombre.

El sujeto, al ser nombrado, deja de ser una entidad que se vuelve siempre a su interior, para constituirse también en una exterioridad, algo que puede ser enunciado sin la mayor complicación y ambigüedad, como decir “yo soy Alicia”. El “yo soy yo”, expresión circular, se vuelve hacia sí misma y no esclarece nada. En el “yo soy Alicia” en cambio, se agrega un término, se abre una posibilidad, algo a lo que aferrarse. Es decir, si bien una persona no puede explicar el yo en toda su profundidad, al menos puede enunciar su nombre: “yo soy Alicia”. El lenguaje nos salva de la profundidad, de ese pozo interminable en el que Alicia cae.

Imaginemos a alguien sin nombre. Quizá experimentaría lo que Alicia. Su interacción con los demás personajes conlleva la pregunta constante ¿quién soy? Incluso, la caída en el pozo que parece interminable, narra un continuo movimiento que, no obstante, da la impresión de estabilidad, porque la niña reflexiona en todo momento sobre su condición, la de un ente cuyos cambios repentinos en su cuerpo y en el contexto en el que se mueve, la conducen a dudar de su propio ser.

En nuestra sociedad, no tener un nombre propio sería una especie de discapacidad, que dificultaría el moverse en el espacio y el tiempo de las personas. Por ello los padres, aun cuando no ha nacido el bebé, ya tienen contempladas algunas opciones para nombrarlo, sino es que ya lo tienen decidido. Es llamativo el azoro de las personas que conocen a un bebé sin nombre. Ello es entendible porque el nombre propio es la condición de su entrada en sociedad, le asegura un nicho, un hueco en el mundo. Para nosotros solamente un ser individualizado puede ser un sujeto social.

Tal como Zigmunt Bauman sostiene en Vida líquida, “ser un individuo significa ser como los demás del grupo”, y, para ser lo que tradicionalmente se considera como un individuo, es decir, un sujeto distinto a los demás, en nuestra sociedad —en la cual “la individualidad es un deber universal”— se tendría que intentar “no ser un individuo”. El sujeto con nombre propio es ese individuo que no es “auténticamente” un individuo. El nombre propio distingue y a la vez confunde al sujeto en la sociedad, lo hace partícipe de una realidad que no es únicamente suya. Ser nombrado significa ser individualizado, lo que significa por tanto ser un poco como los demás.

Otras sociedades, por el contrario, dotan al nombre propio de una importancia menor. Entre los penan, grupo nómada de Borneo, los niños llevaban su nombre personal hasta que uno de sus parientes fallecía. Cada que un pariente moría, el niño penan adoptaba un nombre que hacía referencia a la relación con su familiar muerto. Claude Lévi-Strauss, en El pensamiento salvaje, llama a ese tipo de nombre necrónimo. Cuando el niño se hacía adulto, contraía matrimonio y tenía hijos, se veía liberado de llevar un necrónimo, y ahora recibía lo que el mismo Lévi-Strauss designa como teknónimo, o nombre que indica la relación con el hijo (“padre de…” o “madre de…”). Un penan pasaba por varios necrónimos antes de tomar posesión de un teknónimo.

Cuando un nuevo integrante (un bebé) llegaba a la familia penan, sus hermanos se liberaban de sus necrónimos y adoptaban de nuevo sus nombres propios, mientras que los padres tomaban otro teknónimo relacionado con su hijo recién nacido. Los nombres personales entre los penan, nos dice Lévi-Strauss, forman un grupo con otros términos (necrónimos y teknónimos) cuya función es clasificar a la persona. Entre los penan únicamente los hijos llevaban sus nombres personales, pues al ser demasiado jóvenes, aún no habían sido clasificados por el sistema social y familiar. “El nombre propio […] es la marca del que está fuera de clase”, sentencia Lévi-Strauss. Sólo un sujeto clasificado mediante este sistema de nominaciones puede ser un sujeto social.

Al igual que para los penan, para los algonquinos, los iroqueses y los yurok el nombre propio era relegado a un lugar subordinado. Con la diferencia de que si entre los penan se debía esperar la muerte de un familiar para abandonar el nombre que se lleva, en los tres grupos ya mencionados, se tomaba el nombre personal cuando un pariente moría. Tanto los iroqueses como los yurok evitaban hasta donde les era posible usar el nombre personal. Para ello, los yurok crearon un sistema de denominaciones conformado por una raíz que corresponde a la residencia (casa o aldea), y por un sufijo que alude al estado conyugal. “Los nombres masculinos se forman según el lugar de nacimiento de la mujer, los nombres femeninos según el del nacimiento del marido”.

Marcel Mauss aborda, en Sociología y antropología, otras formas de nominación. Entre los kwakiutl, así como para los heitsuk y bellacoola, “cada momento de la vida de una persona queda personificado y recibe un nombre, un nuevo título de niño, de adolescente y de adulto (masculino o femenino)”. Aquí el nombre funge como una marca de entrada a fases de la vida, no necesariamente vinculadas con el parentesco, como es el caso de los ejemplos señalados por Lévi-Strauss.

El nombre personal no es tan importante para las sociedades de las que habla Lévi-Strauss porque lo fundamental para éstas es la clasificación, mientras que para nuestra sociedad lo vital es volver al sujeto un individuo. Dos maneras distintas de hacer al sujeto un ser social. Al nombrar a una persona, tanto en un tipo de sociedad como en otra, se le ingresa en un espacio-tiempo social. Alicia sabe que, después de crecer y decrecer varias veces, y de moverse en un lugar extraño donde nadie la conoce, no es suficiente saber quién es, ni siquiera saber que se llama Alicia —porque en el fondo Alicia sabe que se llama Alicia—, sino que es necesario que alguien más la reconozca y le llame por su nombre.

“No estoy muy segura en estos momentos”, responde Aliciacuando la oruga fumadora le pregunta “¿Quién eres tú?” Después agrega “yo no soy yo”. “Cuando usted se convierta en crisálida […] luego en mariposa, creo que también se sentirá algo desconcertado. ¿Verdad?” —le objeta la niña al animalito. “Ni tantito” —responde la oruga.

A diferencia de la oruga, Alicia no está acostumbrada a una transformación radical, para ella su nombre pronunciado por los demás (por quienes la conocen) es su más grande certeza. Y en esos momentos en los que ha sufrido cambios, requiere más que nunca una certeza. Alicia no ha perdido, en sentido estricto, su nombre, ha perdido esa conexión entre su ser singular y el mundo. Alicia sabe quién es, conoce cuál es su nombre, pero también sabe que necesita ser reconocida. No sólo le molesta que ese mundo en el que ha entrado esté bastante loco, también le molesta que no sea tratada y juzgada como en el mundo del que proviene, en donde ser ella es simplemente ser Alicia.

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José Navarrete Lezama

Licenciado en Antropología Social por la uaslp. Maestro en Antropología Social por el colsan. Cuenta con ensayos y artículos publicados en diversas revistas nacionales.