Caótico caudal:
revelar y significar

Javier Eduardo González Guzmán
dossier
octubre-noviembre de 2025

 

 

Río de La Plata, Valeria Arendar, de la serie Dos veces María. Impresión giclée sobre papel Hahnemühle Photo Rag, 2021.

 

La necesidad de decirlo

De acuerdo con el filósofo e historiador de las religiones Mircea Eliade, las sociedades primitivas solían considerar que guardar silencio sobre los acontecimientos mundanos podría acarrear desgracias sobre todos sus integrantes. Así, la confesión de los asuntos personales fungiría como una suerte de protección contra las calamidades. Una protección que, más allá de servir como un medio para regular la vida de las personas, apela más bien a la preservación de cierto orden cosmológico. De aquel universo donde únicamente lo sagrado o lo divino merecen la solemnidad del misterio.

La cualidad del misterio —nos advierte Eliade— no puede ser usurpada por un simple accidente en el océano del devenir universal más que bajo el riesgo de transformar este “secreto profano” en una fuente negativa, portadora de calamidades para toda la comunidad. Así como es un sacrilegio tratar las realidades sagradas como si fueran profanas, así también es un sacrilegio otorgar a las cosas profanas un valor sagrado.[1]

Ahora bien, aunque las sociedades modernas hayan remitido la vida interior y los acontecimientos personales al ámbito de lo privado, resulta llamativa la vinculación que hace Eliade entre el silencio y la calamidad. O, dicho de otra manera, en cómo es que el ocultamiento de ciertos aspectos de la vida acarrea consecuencias negativas no sólo para su portador, sino para toda su comunidad. Pero ¿qué es precisamente aquello cuya ocultación resultaría peligrosa?

Más allá de apelar a una transparencia de lo mundano o de la conciencia, la cuestión apuntaría hacia la actitud de reserva que supone nuestro encuentro con el horror. Específicamente, en contextos de violencia, con aquellos acontecimientos que nos sacuden abruptamente y que, en esto estriba el problema, nos suelen dejar sin palabras. Masacres, torturas, desapariciones forzadas, violaciones… sucesos que difícilmente podrían pasar inadvertidos, pero que en lo cotidiano quedan bajo el estigma del disimulo. Como si su evocación los trajera de vuelta o abriera heridas que todavía no cicatrizan. De cualquier manera, el silencio que pesa sobre el horror nos sume en la incomprensión y, en el peor de los casos, la indiferencia.

Y es que pese al cúmulo de imágenes que vemos en los medios de comunicación y las redes sociales, nuestra aproximación al horror estaría mediada en gran parte por la lógica del espectáculo y el morbo. Una lógica que niega cualquier atisbo de empatía y que nos sume en la más abyecta confusión. De ahí, pues, la urgencia por decir el horror desde otras narrativas, de contar aquello que parece inefable y dotarlo de cierto sentido.

 

Una secuencia siniestra

La secuencia comienza al interior de un camión lleno de migrantes. La imagen es borrosa y el sonido parece amortiguado. Enseguida vemos cómo el camión detiene su marcha en medio de un páramo, mientras un grupo de hombres armados suben y amedrentan a los pasajeros. Después de obligarlos a descender, atestiguamos cómo son conducidos hasta un conjunto de fogatas, donde son despojados de sus escasas pertenencias.

Ahí, bajo la penumbra de la noche, atisbamos los cuerpos de algunos migrantes que yacen como bultos, mientras los secuestradores se pasean festivamente entre ellos. Entonces, entre los gritos y el crujir de los leños ardiendo, vislumbramos a contraluz de una fogata la imagen de un diablo. Un diablo con cuernos largos y una cola puntiaguda que sostiene un machete. Figura siniestra que preconiza la masacre y que, no un pocas ocasiones, ha servido como arquetipo de la maldad.

Aunque la secuencia es breve, nos permite atisbar una realidad que de otra manera se antoja incomprensible. Una realidad que Fernanda Valadez representa bajo la figura del testigo, un viejo que sobrevive a la masacre y que narra su experiencia a la protagonista de la película Sin señas particulares, una madre que busca el paradero de su hijo también migrante.

Y es que lejos de obtener una narración puntual y detallada, el testimonio del viejo aparece de manera fragmentada y borrosa. Como si se tratara más de una pesadilla que de un acontecimiento “real”. Lo cual parece poner en entredicho la posibilidad de contar el horror. De decir su impronta desde la experiencia del sobreviviente. Sin embargo, sería pertinente cuestionarnos si lo que realmente necesitamos es una imagen fehaciente de la masacre; si la única manera de dar cuenta del horror — más allá de la secuencia— es mostrarlo en toda su crudeza. 

 

Una alternativa frente al silencio

Para aclarar lo anterior, cabría remitirnos al análisis sobre el sufrimiento que realiza Susan Sontag en Ante el dolor de los demás, en donde denuncia cómo es que la representación del horror parece condicionada por cierto “deseo de objetividad”, es decir, por una tendencia a plasmar el dolor lo más fidedignamente posible. Una tendencia que cobra un impulso inusitado con la emergencia de la fotografía y del cine, como si estos soportes tuviesen la capacidad de capturar la realidad del horror sin ningún sesgo ni alteración.

Al respecto, si examinamos la documentación visual de la guerra en el siglo XX, resulta llamativa la demanda de una experiencia cada vez más inmersiva de lo que sucede en el frente de batalla. Desde la Guerra Civil Española hasta la intervención militar de Estados Unidos en Vietnam, hemos sido testigos de un pujante seguimiento audiovisual de los conflictos bélicos al rededor del mundo. Un seguimiento que tendría como carácter distintivo la inmediatez y la crudeza de imágenes que en última instancia estarían destinadas a causar la mayor conmoción posible en el espectador.

Sin embargo, más allá del deseo por una imagen fehaciente que podría procurarnos la complejidad técnica del dispositivo, cabría preguntarnos si aquello constituye propiamente una representación del mal. Es decir, si lo representado en esas imágenes nos dice realmente algo sobre lo que significa el horror. Un horror que, vale la pena advertirlo, tendría no pocas dificultades para articularse en un gesto comprensible. En un signo que vaya más allá de la absurda y, muchas de las veces, repelente realidad de lo acontecido.

Concretamente, en el caso de la imagen cinematográfica, nos encontramos con cierto prejuicio que lo vincula con una reproducción mecánica. Con un modo específico de “capturar” y “reflejar” el mundo en su más pura “naturalidad”. Sin embargo, resulta llamativo cómo es que la imagen cinematográfica no siempre nos desagrada ni desconcierta cuando aborda la impronta del horror. Cuando vemos algo en la pantalla cuya presencia directa podría, en el mejor de los casos, sumirnos en la más abyecta confusión.

Desde esta perspectiva, si retomamos la secuencia de Sin señas particulares, resulta llamativo cómo es que la directora nunca muestra el asesinato de los migrantes ni tampoco sus cuerpos mutilados. Lo cual no obedece tanto a una cuestión de pudor o censura, sino a un modo específico de representar que resulta más revelador en la medida que disimula lo abyecto, que toma cierta distancia de aquello que por sí mismo es demasiado inquietanteo o desagradable.

Tal como señala Eugenio Trías en Lo bello y lo siniestro, la presencia del horror sólo puede ser soportable —y agreguemos comprensible— a partir de su propia ocultación. A partir de un velo que transforme la efigie del horror en una “bella representación”. Una representación que, dicho sea de paso, no banaliza la barbarie ni el sufrimiento, sino que más bien abriría el espacio para significar su compleja naturaleza, como si el caótico caudal del horror sólo fuese comprensible mediante su representación.

Y es que, como ya advertía Aristóteles en su Poética, el placer que provoca la imitación abarca inclusive a las cosas que son en sí mismas desagradables, tales como “los animales más viles y los cadáveres”. Una imitación que, sin importar cuán obsceno sea el objeto original, procuraría cierto efecto estético en el espectador. Como si se pusiera en marcha una suerte de filtro para obtener una visión soportable del horror. Pero ¿qué es precisamente lo que se está representando?

Más allá de considerar que se trata de un mero reflejo de la realidad, la representación residiría en plasmar aquellos rasgos considerados como esenciales; es decir, aquellas características que nos resultan reveladoras pese a no corresponder exactamente con lo representado, porque si la representación fuese idéntica a su objeto, entonces se convertiría en una réplica, en un doble que sería indistinguible del original.

En este sentido, la finalidad de la representación no sería tanto “imitar” lo mejor posible la realidad, sino “significarla” de la mejor manera posible. Significar aquello que en principio parece “irrepresentable”, pero que no por ello carecería de un carácter específico que apuntaría a la revelación de lo fundamental en el objeto. Incluso si —y esto sería lo particular del horror— lo representado no es agradable de ver. De manera que cuando la presencia directa del horror es diferida, su representación terminaría por causar una bella impresión.


[1] Mircea Eliade, Fragmentarium, Madrid, Trotta, 2004, p. 54.

 

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Javier Eduardo González Guzmán

Licenciado en Filosofía y maestro en Filosofía Contemporánea Aplicada por la Universidad Autónoma de Querétaro. También es doctor en Filosofía por la Universidad de Guanajuato. Se ha desempeñado como docente en bachillerato y universidad. Sus líneas de interés son la filosofía, el arte y la educación.