Besar el fuego
(o la vergüenza que trae el humo)

Olympia R. Olivarez
dossier
octubre-noviembre de 2025

 

 

Siluetazo, Valeria Arendar, de la serie Dos veces María. Impresión giclée sobre papel Hahnemühle Photo Rag, 2021.

 

Me da pena admitirlo, pero llego unos minutos antes de mi hora de entrada al trabajo para llevar a cabo un pequeño ritual. Justo en la esquina de la cuadra hay un puesto de dulces que también vende refrescos, botanas y cigarros. Instintivamente saco la morralla cada que vislumbro a lo lejos su lona rosa. Mi elección predilecta son los Marlboro de clavo. Me encanta la nota mentolada que deja en los labios, aparte de que su olor es más sutil. Y esto es muy importante ya que no me gusta hacer notar mi vicio. Ninguna compañera de trabajo fuma, así que prefiero evitarme miradas y comentarios del tipo ¿tan temprano y ya un fifito? Por eso lo hago lejos de la entrada y a un costado de Insurgentes: para que la corriente de los coches acelerados se lleve el olor. Pero a veces, incluso cuando paso al baño para ablucionar las manos y la boca antes de entrar a la oficina, es inevitable no dejar indicios a la vista. En la pared metálica del elevador trato de quitarme el labial embarrado, pero sólo lo empeoro y, al final, queda una mancha como si se tratara de un beso apasionado. Y aunque no lo haya sido, me hace cruzar las puertas con esa sensación paranoica de que todos me miran y saben lo que hice. Algunos pensarán que ya a nadie le importa lo que las personas hagan con su cuerpo. Pero lo cierto es que el acelerado desarrollo científico y tecnológico ha impulsado una visión progresista de la vida cuya máxima aspiración es mejorar: lograr lo que se piensa imposible. En un intento por alcanzar la inmortalidad, este mesianismo positivista ha establecido un sistema de valores que rechaza y condena socialmente todo aquello que haga daño al cuerpo, pues impide prolongar la vida. Sin embargo, el estigma al tabaquismo parece más un ataque simbólico a los fumadores que un verdadero interés por el bienestar. Existen muchas otras sustancias dañinas que no emanan tal repudio y cuyo consumo está normalizado. Pensemos sencillamente en el alcohol, el café, los microplásticos o el azúcar. Fumar no es más que canalizar la muerte dentro de nuestros cuerpos. Y así, resistiendo la eternidad desde lo íntimo y personal, el fumador se vuelve dueño de su propia narrativa, aunque escapa toda justificación médica. El libre albedrío termina cuando el cigarro se consume. Así de corta es su vida.

He probado alternativas como los vapes, filtros electrónicos, tés y parches de nicotina, pero nunca han podido sustituir a un rollo de papel con hojitas de tabaco y unos cuantos químicos. Hace falta sentir la pesadez del dióxido de carbono encangrejando mi cavidad oronasal, la laringe, la tráquea, los pulmones. La ausencia de esa bruma amaderada en la lengua y el paladar se vuelve un miembro fantasma. Habrá quienes se apresuren en reducir esto a una dependencia química. Creen que vendemos nuestra alma por un placer sucio y momentáneo que sólo traerá enfermedad a largo plazo. Otros lo asocian a un mal de la psique, como si se tratara de una herida subyacente que condena de por vida. Pobres almas en pena. Así me miró una doctora durante el interrogatorio inicial al afirmar que fumaba. Hizo una pausa para levantar sus ojos, que se agrandaron y hasta juraría que se humedecieron. Después aseguró que eso se debía a una fijación oral. Que mi madre no me había dado suficiente pecho, generando un trauma en mi inconsciente y, sin saberlo, encontré en el cigarro teta de la cual mamar para satisfacer la sed. Otros, más escépticos al simbolismo psicoanalítico, pensarán que cedí a la presión social en mi adolescencia para verme más interesante. Quizá es una predisposición genética, un acto de rebeldía ante las estrictas reglas de mi madre, o un indicio de autodesprecio. Veo la búsqueda de su origen como un proceso tortuoso e imposible que echa leña al fuego del remordimiento. ¿Para qué hacerlo yo si de eso se encargan los demás?

Por otro lado, mentiría si digo que no fantaseo con la idea de dejarlo para siempre. No tener pretexto para entablar conversaciones en las fiestas; dejar de sentir su calor en los labios y en la nariz los días fríos y ventosos; ya no medir el tiempo en cajetillas; o simplemente, como diría Nathanael Cano, jamás poder “[prender] un cigarrito nomas pa’ tirar al viento. Lo malo se pasa cuando lo fumo y lo siento”. La idea, rápidamente, pierde fuerza para quedar como una alucinación hipnagógica.

Para quienes no fuman es difícil imaginarse que cargan con todos los pormenores: el olor, los dientes amarillos, el regusto ahumado, la tos, los tics, los dedos tiznados y encallados, si es que se prefiere sin filtro. Pero no es más que “[...] soplar con fuerza y saber que la muerte es también una forma de vida”.[1] El hilo de Moiras se tensa cuando inhalamos y se relaja al exhalar el aire por la boca y la nariz. Cada bocanada es reminiscencia de aquellos rituales precolombinos con tabaco donde fuego y humo representaban lo efímero en el mundo. Hay algo en la lumbre que la hace irresistible para los humanos e indispensable para mi ritual mañanero. Ya Rosalía en “SAKURA” menciona la razón por la cual nos cautiva: “Las llamas son bonitas / porque no tienen orden / Y el fuego es bonito / porque todo lo rompe”. No dejo de reconocer esto cada vez que enciendo un cigarrillo. La pequeña motita naranja comiéndose el papel blanco se vuelve símbolo del equilibrio que rige al mundo: control y caos, bien y mal, creación y destrucción. Así es que los fumadores se rebelan en un mundo de divina sanidad. Tabaquear es cortejar a la Huesuda para que, al final, nos deje un amargo sabor en los labios como recordatorio de que nos espera recostada en el diván, cual maja. Este mortal coqueteo no es para cualquiera. Quien se aventura en él debe cargar una cruz: las miradas que provoca un amor prohibido y sucio. Todo por un besito.

Cómo olvidar los tiempos en que los restaurantes, cines, aeropuertos, hospitales y otros espacios públicos permitían fumar. Ahora, en épocas en que somos lo que comemos, este acto ha sido destronado como hito de la elegancia y modernidad decimonónicas para convertirse en una ínfima práctica. En México, cuando la Ley Federal para el Control del Tabaco entró en vigor, se consolidó el desplazamiento de este grupo social. Desde 2008, esta ceremonia de comunión entre vida y muerte sólo puede realizarse en espacios confinados: los mínimos balcones en los departamentos, la banqueta frente la oficina, la azotea o el pie de una ventana. Tales lugares se transforman en sedes temporales de un club secreto: el humo genera un tipo de sauna y, como en ellas, el silencio es un acuerdo tácito de camaradería. Al estar acompañados, la culpa pesa menos.

Pienso en todas las personas que se han consagrado al tabaco hasta la muerte. Como en mi familia no hay fumadores, evoco a Cerati y su accidente cerebrovascular ocasionado por sus, supuestamente, treinta cigarrillos diarios; los Winston que calentaban la potente voz de Camarón de la Isla antes de una presentación; los habanos Romeo y Julieta que Churchill solicitaba importar del Caribe; la irónica mamitis de Sigmund Freud que le provocó cáncer de boca. Esto, junto a las estadísticas y las imágenes de bebés deformes, pies negros y pútridos, y lenguas chamuscadas en las cajetillas logran darme un susto. Aunque la impresión de una muerte lenta y sofocante ha llegado a provocarme vómitos, bastan unos pocos días de abstinencia y una fumarola pasajera para que mi Thanatos se encienda locamente.

El robo se encuentra a caballo entre el vicio y la virtud, sentencia Laura Sofía Rivero. Fumar parece estar en la misma situación. Como con cualquier mártir, este pequeño manifiesto de libertad conlleva el sacrificio del cuerpo. Antes, la entrega física a un fin mayor era una expresión de sentido: daba valor a la experiencia humana. Ahora, el sufrimiento no es más que un mal innecesario que debe evitarse a toda costa; el cuerpo se optimiza, no se ofrenda. Quizá por ello ahora son más atractivas las historias de perfectos superhéroes mamadísimos que siguen rigurosas dietas y rutinas de ejercicios, en vez de los ancestrales relatos míticos (aunque sólo sirvan de inspiración superficial para los primeros), donde el deseo, la muerte y el dolor son elementos esenciales para su desarrollo. Así como Prometeo fue encadenado a una roca del Cáucaso para que diariamente un ave le retirara parte de su hígado, los fumadores entregan su materia orgánica al fuego por medio de un beso: reproducimos a pequeña escala este hurto primigenio sin importar el castigo.

Me gustaría decir que he aprendido a cargar mi cruz. Que no me importan o que tolero, al menos, las miradas de los demás. He aprendido a dejarme llevar, a que la vida no siempre se trate de blancos y negros. Qué fácil suena en palabras al aire. Ojalá así de fácil me resultara fumar en la mera entrada del trabajo, cargar con mi cajetilla a todos lados, salirme de un evento sin pena para echarme un fume o, simplemente, de una vez por todas, aceptar que sí fumo cuando pregunta mi mamá.


[1] Sánchez-Jiménez, et al. 2020, “Significaciones mágicas e ilusiógenas del tabaco en los pueblos milenarios de América”. Revista Libre Empresa, 17(1), pp. 116-127.

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Olympia R. Olivarez

Escritora. Ha publicado poesía, ensayo y reportajes en diversos medios culturales. Es autora del poemario Radiografía de cuerpo completo (Página Salmón, 2023), donde explora la corporalidad a partir de los desechos y otras secreciones. Actualmente es librera en La Americana.