La construcción de la memoria: en torno a la "guerra sucia" en México

Cuitlahuac Alfonso Galaviz Miranda
dossier
octubre-noviembre de 2025

 

 

El archivo secreto, Valeria Arendar y Eleana Konstantellos, de la serie Los dados estaban cargados. Impresión giclée sobre papel Hahnemühle Photo Rag, 2024.

 

Por fortuna, cada vez es más común encontrar información acerca de la “guerra sucia” —represión estatal contra disidentes políticos durante la segunda mitad del siglo XX— en México. Esto no es menor si pensamos que el tema estuvo soterrado durante décadas, ya sea por desconocimiento o como política de ocultamiento. Sin embargo, en términos de justicia, las cosas no avanzan por el mismo camino.

Los archivos, los testimonios y las investigaciones recientes muestran que la violencia desplegada por el Estado mexicano en la segunda mitad del siglo XX no fue un exceso coyuntural ni un conjunto de errores aislados, sino una política planificada. Se trató de un sistema de contrainsurgencia orientado a desarticular distintas formas disidencia —radicales o no—, el cual debe ser nombrado como lo que fue: terrorismo de Estado.

Un contexto más amplio nos recuerda que las Fuerzas Armadas han sido protagonistas de múltiples episodios de represión. Desde Tlatelolco y la masacre de Rubén Jaramillo y su familia, hasta incontables hechos poco conocidos —aunque no por ello menos importantes— en lugares alejados del escrutinio público. En estos casos encontramos un patrón repetido: violencia desmedida y generalizada contra sectores de la sociedad que se atrevieron a cuestionar al régimen. La contrainsurgencia se expresó en masacres, tortura, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, pero también en formas más sutiles: intimidación, censura, vigilancia sistemática. En conjunto, estas prácticas buscaban la creación de un clima de miedo con la intención de inhibir la organización popular.

La llamada “guerra sucia” estuvo enfocada contra sectores completos de la sociedad mexicana, aunque su justificación discursiva era la “defensa de la seguridad nacional”. Bajo ese argumento, se criminalizó a decenas de proyectos políticos que cuestionaron al régimen autoritario que dominaba el México de la época. De esta forma, el Estado mexicano pretendió controlar tanto las calles como las conciencias: mientras desplegaba al Ejército y policías políticas para aniquilar organizaciones insurgentes, al mismo tiempo utilizaba aparatos de comunicación, programas sociales selectivos y redes clientelares con la intención de generar lealtades. Lo que estaba en disputa no era solamente el poder político, sino el derecho a imaginar y construir futuros distintos al régimen autoritario de esos años.

Además, las disputas continúan hasta el presente. Durante el sexenio de López Obrador se creó una comisión presidencial para investigar los hechos de la “guerra sucia” y se prometió acceso irrestricto a la información. No obstante, la SEDENA sigue ocultando información que podría ser clave para esclarecer el paradero de las personas desaparecidas. Así lo denunció David Fernández Dávalos, uno de integrantes de la comisión presidencial para la investigación de los hechos:

 

las negativas a colaborar se multiplicaron e incluso derivaron en que el personal militar incurriera en prácticas de ocultamiento de información por medio de la alteración, mutilación e inutilización total o parcial de expedientes. Vale recordar aquí que los militares no suelen actuar sin indicaciones de sus superiores, es decir, de la cadena de mando. Con ello la sedena desobedecía la instrucción presidencial y vulneraba el marco normativo. Permitió el ingreso al archivo, pero pusieron serios obstáculos a la consulta y a la reproducción del material.[1]

 

La conclusión es dolorosa y a la vez indignante: a más de medio siglo de distancia, las mismas instituciones que participaron en la represión mantienen un pacto de silencio.

Es verdad que las Fuerzas Armadas son diversas y se debe tener cuidado con las generalizaciones. Existen mandos, trayectorias y experiencias distintas. Sin embargo, no se debe negar lo fundamental del asunto: hay crímenes cometidos por integrantes del Ejército mexicano que permanecen en la impunidad; también hay resistencias sistemáticas de la institución para colaborar en términos de verdad y justicia. La opacidad no es un accidente ni parte de casos aislados; por el contrario, es constitutivo de su funcionamiento cuando se trata de represión a disidentes políticos del pasado reciente.

Si ampliamos la mirada en clave latinoamericana, observamos que las dictaduras militares de Chile, Argentina o Uruguay también implementaron proyectos represivos, desde luego. En México, la represión fue menos visible en su momento, pero no por ello menos brutal. La diferencia está en el relato posterior: mientras que en el Cono Sur los juicios, comisiones de la verdad y debates públicos se convirtieron en parte central de la vida democrática postdictaduras, en nuestro país persiste la negación, la dilación y el silencio institucional. En México, a diferencia de otros países de América Latina, las violencias de Estado del pasado reciente aún no se han convertido en un problema público ampliamente difundido y discutido. Eso no significa que la “guerra sucia” no haya dejado huellas profundas. Generó, por ejemplo, generaciones enteras de familias fragmentadas por la desaparición y la tortura.

Uno de los problemas con la continuidad de la impunidad son las comunidades atravesadas por el miedo. Este legado persiste hoy en los modos en que los movimientos sociales enfrentan a las fuerzas de seguridad: con desconfianza y con la conciencia de que la organización popular es vigilada y, potencialmente, criminalizada.

El contraste entre memoria y justicia es particularmente crudo. Por un lado, cada vez más investigaciones académicas, trabajos periodísticos y archivos desclasificados permiten reconstruir los terribles hechos de violencia estatal. Por otro lado, las instituciones encargadas de garantizar justicia se mantienen pasivas o francamente cómplices. El problema no es falta de pruebas, sino de voluntad. Esa ausencia de justicia afecta a las víctimas directas, pero también a la sociedad en su conjunto, dado que normaliza la impunidad y transmite un mensaje a las generaciones actuales de militares y funcionarios de seguridad: los crímenes contra la población quedan sin castigo, por lo que se pueden seguir realizando.

Frente a esta situación, la pregunta inevitable es ¿qué hacer? Más allá de las formalidades jurídicas, el acceso a la verdad y a la justicia siempre ha sido una cuestión de disputa. En el caso de “guerra sucia”, cada vez queda más claro que el Estado no concede por sí mismo, se le debe arranca mediante presión social. De algo no nos debe quedar duda: el activismo y la movilización pueden abrir grietas en la muralla del silencio y la inacción institucional. En países como Argentina o Chile, la memoria de las dictaduras se convirtió en asunto público, impulsada desde abajo por las víctimas y sus familias. En México, en cambio, las violencias de Estado del pasado reciente aún no se han posicionado con la misma centralidad en la esfera pública. El costo de esa omisión es claro: la impunidad se prolonga y los mecanismos represivos encuentran nuevas formas de adaptarse.

De esta forma, la lucha por la memoria en México es también una lucha por el presente. Los mismos argumentos utilizados hace cincuenta años para justificar la represión —la seguridad nacional, el orden, la estabilidad— reaparecen hoy para sostener la militarización del país. La Guardia Nacional, bajo control de la sedena, es un ejemplo claro de que el Ejército no sólo no ha sido cuestionado por su pasado, sino que ha acumulado aun más poder sin antes ofrecer verdad y justicia por sus crímenes, ampliamente documentados.

Es urgente reconocer que la justicia no vendrá únicamente de los tribunales ni de las comisiones gubernamentales. El activismo de los colectivos de familiares de desaparecidos, de las organizaciones de derechos humanos y de los movimientos sociales, en conjunto con el respaldo social más amplio, es hoy la principal herramienta para que la verdad no quede enterrada en una montaña de silencio e impunidad.

Estamos ante un periodo especialmente crítico para alcanzar verdad y justicia. La mayoría de las víctimas directas tienen una edad avanzada y varias han muerto en tiempos recientes sin ver resueltos sus casos, aun cuando muchas de ellas fueron firmes simpatizantes del gobierno pasado y del actual. Han esperado demasiado tiempo —décadas enteras— para que sus justas exigencias sean atendidas. Cada día que pasa sin respuestas es un día más de lastimosa impunidad. Más que aguardar a que las instituciones produzcan los resultados deseados, debemos asumir la tarea de impulsar la construcción de memoria, verdad y justicia. Solo así será posible quebrar el pacto de silencio que, desde hace más de medio siglo, mantiene a tantas víctimas en la sombra.


[1] “El acceso a los archivos militares”, Ibero. Revista de la Universidad Iberoamericana, año XVI, núm. 88, p. 36.

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Cuitlahuac Alfonso Galaviz Miranda

Historiador y sociólogo. Se especializa en el estudio de movimientos sociales y militancias guerrilleras en México durante la segunda mitad del siglo xx. Combina las reflexiones académicas con el compromiso político de izquierda, siempre en busca de un mundo mejor, más justo y más libre.