Las formas sutiles del terror

Josué Humberto Brocca
dossier
octubre-noviembre de 2025

 

 

La evidencia, Valeria Arendar y Eleana Konstantellos, de la serie Los dados estaban cargados. Impresión giclée sobre papel Hahnemühle Photo Rag, 2024.

 

Convulsionarse de un espanto súbito es algo que no sucede a diario. Sólo pasa a veces, a las horas altas de la noche. Es cuando la soledad ciñe al ser en el silencio que lo que lo irrumpe nos enfrenta a una revelación mortal: un contacto vacío en la recámara, un rostro inesperado detrás de una ventana a oscuras, alguien sin invitación que toca a la puerta en la madrugada. Por impredecibles, aquellos momentos funden la consciencia en un estado de pánico y extrañeza. La vulnerabilidad se manifiesta en un sobresalto silvestre, pero ese azoro es también una invitación al coraje. En esos espantos, una sobrecarga pasa por el cobre de los nervios, el instinto despierta contra la amenaza indómita, aquel con el que Beowulf arrancó el brazo de Grendel.

El terror en su forma más atroz no es una experiencia cotidiana. Tan rara es la emoción que hay quienes la persiguen con el afán de entretenerse. En esa activación del animal brota la vitalidad y la presencia: las casas de sustos y sus análogos en el cine usan los efectos visuales y sonoros y nos sacuden de pavor. Tejen atmósferas enrarecidas que elevan la tensión hasta que sus horrores llevan al choque, al colapso, a la colisión. Cuando bajamos la guardia y desviamos la mirada es que intensifican más esas conmociones. Sin embargo, hay formas del terror que son más rastreras, alimañas multiformes y parasitarias. Con ellas no chocamos. Más bien se estacionan discretas en los márgenes de la cordura, deteniéndonos en la gelidez de la catatonia. Estas formas sutiles del terror son arácnidos que nos inmovilizan desde lo invisible, aunque estemos siempre alertas, envolviéndonos en su maraña.

            Las sociedades antiguas sintieron terror ante las fuerzas naturales y sus espantos invitaron al hombre a tomar las armas contra ellas y someterlas. Empero, el mundo moderno tradujo el temor hacia las esferas de lo social y lo político donde cambió su cadencia. Del terror disonante la melodía pasó a entonarse en arpegios menores: aunque todavía tenemos la capacidad de sentir un miedo violento, son las formas sutiles del terror las que ahora nos dominan. Así pues, nos conducen al filo de un horror que paraliza.

            Mientras que la lengua nos dio la capacidad de nombrar la naturaleza y dejar de temerla, la tecnología permitió también explotarla, dominarla y darle utilidad. Desde la representación encontramos formas de hacer al mundo predecible, habitable y apto para la vida civil. Walter Benjamin explica que la narración, en su forma más pura, era también un vehículo de sabiduría. Sin embargo, la vorágine moderna sacudió los cimientos de un mundo de certezas con la aparición de la prensa y de la redefinición de los hechos ad infinitum. Con ello, aflora el terror sutil hacia la atrofia, la angustia y la ansiedad.

Recordando la máxima de McLuhan, “el medio es el mensaje”, la existencia de los periódicos nos obliga a pensar que lo que realmente comunican los diarios es que todos los días el mundo cambia. No hay a qué asirse en un escenario de perpetuas transformaciones: la realidad moderna se arroja hacia el futuro, ese tiempo de flaquezas. Su hora del día es el crepúsculo, cuando cada paso es incierto y la forma de las cosas se nos escapa. Si caminamos a esas horas, las sendas se hacen vertiginosas. Al mudar a su semblante nocturno al ras del atardecer, las pupilas se calibran con lentitud para interpretar ese mundo que se sume en la sombra. Por eso es que al soplar el viento contra la hojarasca la mente imagina sierpes e insectos que reptan amenazantes.

En esa confusión, nos detenemos en el camino para entender esos peligros que eluden el entendimiento. No vuelve la calma y no puede seguirse la senda hasta distinguir que lo que está a nuestros pies no son animalias, sino hojas caídas. Apabulla enfrentarse a esos momentos en los que el mundo cambia y nosotros no; sin saber qué es lo que viene, porque se hace imposible definir el rumbo. ¿A dónde se huye? ¿A qué se ataca? Esta forma del terror es una que nos obliga a frenar: el problema no es a lo que uno se enfrenta ni el obstáculo en el camino, sino el simplemente no saberlo. ¿Cómo seguir con gallardía cuando no se sabe si se anda por la cuerda floja?

Día a día el mundo se reinventa y eso invita a que reine el terror desde la sutileza. ¿Hasta qué punto lo capitaliza la prensa? Podría argumentarse que el terrorismo político fagocita los medios, porque difunde y alimenta sus causas desde ellos. Así atiza la ilusión de la amenaza y la hace más ubicua. Acaso este fue el efecto antinómico que tuvo la serie Caliphate, del 2018, del New York Times, al ceder el micrófono a un impostor que engañó por igual al periódico y a sus oyentes con supercherías sobre el Estado Islámico, farsa confirmada en 2021 por cuerpos de inteligencia estatal. Si el monstruo siempre cambia de cara, a todo se le tiene reparo.

Apunta Benjamin que la sabiduría se pierde cuando la información sustituye la narrativa. Despierta entonces la pregunta de si estos medios, que tanto diseminaron las luces de la razón, acaso no despertaron más mareos que lucidez. En la modernidad ilustrada, el ideal de alcanzar la verdad objetiva desde las ciencias duras se enfrentó también a ese espacio de hechos mediados y parciales que son las plataformas de difusión masiva. La búsqueda de la verdad desde la filosofía cambia por los fines utilitarios que conforman los hechos y dirigen nuestros actos.

Hasta la década pasada se acuñó en los diccionarios la noción de posverdad como distorsión deliberada de una realidad con el propósito de manipular al público. Pero Benjamin había advertido desde 1936 que la información sustituyó a la narración no necesariamente por su exactitud sino por su proximidad a la audiencia. Los ciclos de la información y la prensa son y han sido siempre ominosos. Freud calificó lo siniestro como una angustia que sucede cuando nos enfrentamos a un objeto que nos es tan familiar como ajeno; un terrible déjà vu. Esta misma sensación la encuentra el lector contemporáneo al percatarse de que Benjamin refiere en su texto una cita de Hippolyte de Villemessant, el fundador del diario francés Le Figaro, a la que, casi dos siglos después, hizo eco Mark Zuckerberg, fundador de Meta. Villemessant declaró lo siguiente: “A mis lectores, el techo en un incendio en el Quartier Latin les es más importante que una revolución en Madrid”. Y así le haría eco el fundador de la red social en el nuevo milenio, defendiendo la estrategia detrás de los algoritmos de personalización de noticias de la plataforma Facebook: “una ardilla que ha muerto frente a tu casa puede ser más importante para tus intereses actuales que la gente que ha muerto en África”.

Es bien sabido que los medios consiguen a sus lectores apelando a las sensibilidades que resuenan con sus principios políticos y corte editorial. Se capitaliza la experiencia de lo siniestro porque se distorsiona lo cercano y lo familiar. En la era digital el presente se acelera y se confunde entre los códigos de una vorágine de datos, tanto así que por momentos hecho y ficción se cruzan y se alteran entre narrativas sesgadas y alucinaciones colectivas. Para el testigo de esta historia, a menudo no queda mayor herramienta que continuar la lectura y buscar la verdad cuando la máquina moderna la desvela, aunque sea inevitable que la aceleración nos arroje a la zozobra y a la inacción. Es así que tratamos de hacer tierra sobre arenas movedizas, con los ojos amarrados por el abrazo de la araña. Las formas sutiles del terror no nos hacen gritar, nos amordazan a medio camino, envolviéndonos en sus redes paralíticas, que apenas y nos dejan dar sentido a la mirada.

 

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Josué Humberto Brocca

Escritor, fotógrafo y creador interdisciplinario. Estudió la licenciatura en Letras en la unam y una Maestría en Literatura Comparada y Estudios Culturales en la Universidad de Cambridge. Ha trabajado en el ámbito museístico y como productor cinematográfico.