Imaginación y colapso

Alejandro Badillo
dossier
octubre-noviembre de 2025

 

 

La quema, Valeria Arendar, de la serie Dos veces María. Impresión giclée sobre papel Hahnemühle Photo Rag, 2021.

 

La idea del fin de la civilización ha estimulado la imaginación de la humanidad desde tiempos antiguos. En particular, las ficciones han jugado un papel importante para crear escenarios futuros en los cuales el mundo construido por los humanos colapsa. La religión y los mitos están impregnados de una poderosa idea de la finitud, aunque, curiosamente, el Dios cristiano y de otros credos monoteístas no tenga principio ni fin. Lo anterior era una característica que sorprendía a los filósofos coetáneos de los primeros pensadores cristianos, pues, para ellos, el infinito estaba relacionado con el caos y lo imperfecto. Cuando la fe cristiana moldeó la llamada cultura occidental se propagó el dogma de la resurrección de los muertos y la segunda venida de Cristo para juzgar a todos los que habían existido en una suerte de episodio final del hombre en la Tierra.

La aparente pérdida de influencia del pensamiento religioso después de la Ilustración provocó que las ideas finiseculares y, sobre todo, escatológicas, tuvieran menos importancia. Siglos después, la sociedad industrial empoderó al individuo que combatió las antiguas creencias a partir de la técnica y el dominio de la naturaleza. La idea de progreso, por ejemplo, creó la fantasía en la que el colapso de la civilización era algo que se podía gestionar o evitar por medio del conocimiento y la ciencia. El hombre regresó, de esta manera, al pensamiento religioso disfrazado de fe irrestricta en la tecnología.

Llegado el siglo XX, géneros literarios como la ciencia ficción promovieron la posibilidad de que el hombre podía escapar de su destino, es decir, del final de su existencia en el planeta Tierra gracias a la colonización del universo. Sin embargo, la utopía de una emancipación humana pronto ha sido absorbida por la ideología de extrema derecha —entre otros nombres que se le puedan adjudicar —de los corporativosde Silicon Valley que proyectan colonias privadas en el espacio, o en planetas como Marte, para la élite que pueda pagarlas. Al mismo tiempo, las ficciones futuristas también crean utopías para derrotar a la mortalidad humana. Dicho de otro modo: el fin del cuerpo y su funcionamiento. Los mismos oligarcas que sueñan con reinos privados en el espacio difunden el evangelio de la inmortalidad o, al menos, la intención de expandir la vida más allá de los cien años.

Hay una vertiente aún más radical: la “singularidad tecnológica” que especula con máquinas que rebasen la inteligencia humana y que cambien nuestra evolución, integrándose a nuestros cerebros o ADN. La serie Years and Years —coproducida por la BBC y HBO— imagina el futuro cercano de Inglaterra en un lapso que abarca desde 2019— año en que se transmitió la serie— hasta 2034. En la ficción, una adolescente fantasea con la idea de ir a una empresa de última tecnología para someterse a una eutanasia. Una vez realizado el procedimiento, “descargarán” su cerebro en la nube y, ahí, vivirá una vida inmortal y sin límites. Aunado a este deseo, por supuesto, está una existencia sin sentido, abrumada por una sociedad inmersa en un colapso continuo.

Las ficciones del fin de los tiempos, al menos aquellas que forman parte del statu quo y que vemos continuamente en películas, novelas, videojuegos y propaganda comercial, nos dirigen peligrosamente a un escenario sin escapatoria: el final del mundo civilizado y la llegada de un amplio catálogo de distopías. Hay mucho de dónde escoger: los infectados por los hongos de la serie The Last of Us, basada en el videojuego del mismo nombre, o historias como la que muestra la producción surcoreana El juego del calamar, en la que un grupo de personajes víctimas del capitalismo extremo de nuestros tiempos compiten por voluntad propia para llevarse un premio multimillonario. En la competencia son asesinados por otros participantes o por los guardias que vigilan los juegos. Esta versión del fin del mundo es cada vez más popular en una sociedad global individualista y acostumbrada a la idea de la ley del más fuerte. Una humanidad que se devora a sí mismo —que abandona casi cualquier rasgo de empatía o colaboración— se vende en muchas ficciones como una especulación futura que se integra a nuestra vida. No hay lugar para cuestionamientos más serios: debemos elegir la sobrevivencia o la muerte y no pensar en cómo llegamos ahí.

La nueva visita en el siglo XXI al fin del mundo está determinada, como lo han descrito muchos intelectuales, por la crisis de la imaginación. El crítico cultural Fredric Jameson acuñó una idea que se ha vuelto muy popular a lo largo de los años: “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. La frase indica la alarmante imposibilidad de romper con un paradigma que tiene, como centro, un sistema económico que nos conduce a un colapso social y ecológico. La crisis civilizatoria, entonces, se ofrece como una historia de terror que potencia las incontables violencias que vemos a diario en los medios de comunicación.

Para normalizar esta historia y evitar respuestas políticas, se popularizan distopías nucleares, ecológicas, políticas y hasta extraterrestres. En ellas, nos salvamos en el último segundo gracias a un valeroso grupo de humano —generalmente estadounidenses— que derrotan al monstruo. Ellos conjuran la amenaza espacial, dinamitan un asteroide asesino o sobreviven en algún lugar remoto para poder empezar de nuevo. También se normaliza la idea de que el mundo que habitamos no puede colapsar porque, sencillamente, es imposible. El antropólogo Alexei Yurchak acuñó el término “hipernormalización” para describir un estado en el cual las personas se abstraen de la realidad mientras colapsa o está a punto de colapsar el sistema social en el que han vivido toda su vida. Yurchak analiza el caso de la Unión Soviética tardía, cuando había innumerables señales que anunciaban el fin del comunismo y, sin embargo, los ciudadanos pensaban que vivían en un modelo social que perduraría por muchos siglos. Esta simulación, por supuesto, era mediada por un gobierno autoritario que se valía de la censura y la vigilancia para controlar a la población.

En el siglo XXI no ha desaparecido la vigilancia, pues ahora es implementada por países como Estados Unidos y China. El Gran Hermano orwelliano, en esta nueva versión, se mete en nuestras casas no como un artefacto impuesto por el gobierno sino por medio de los avances más recientes en celulares, pantallas, autos y cualquier tipo de electrodoméstico. Nos vigilamos a nosotros mismos por el bien del sistema.

La normalización del fin del mundo también es consentida por una clase alta hedonista que difunde su frivolidad como modelo aspiracional para los demás. Por otro lado, la imaginación literaria ahora se limita a representar una realidad agotada mientras que en tiempos pasados articulaba críticas al poder y cuestionaba a la sociedad desde el humor, lo estrafalario, lo grotesco y lo político. En muchos casos, los escritores se limitan a explorar su vida interior en un ejercicio de evasión. Los lectores se convierten en espectadores pasivos, mirones de las vidas de autores ahora convertidos en personajes por medio de la autoficción. Es lógico: el terror escatológico —cuando se tiene conciencia de ello— invita a mirar a otro lado para no enfrentar el colapso. Sin embargo, el colapso también se puede enfrentar con la utopía y la imaginación colectiva. Este proceso no tiene que ver, forzosamente, con una esperanza ingenua. Algunos autores han mostrado que se puede imaginar desde un proceso de disolución social en el cual se materializan nuestros miedos.

Las pequeñas utopías, calificadas por el pensamiento conservador como ingenuas, proyectan para nuestro futuro sociedades sometidas a una jerarquización radical, injusta y violenta. A pesar de ello, nos proponen actos de resistencia que ayudan a pensar en alternativas. En la famosa novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, se prohíbe leer y hay un cuerpo de “bomberos” especializado que incendia los libros que encuentra o que son denunciados. Un grupo de personas se rebela ante la pérdida de la lectura —la extinción de la imaginación— y memoriza durante toda su vida un libro entero para que no se pierda. En ese lapso de tiempo, lo transmiten de forma oral a alguien más joven para que la historia siga viva por generaciones. La mera posibilidad de imaginar una historia y contarla en medio del desastre nos puede alejar de la parálisis del fin del mundo.

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Alejandro Badillo

(Ciudad de México, 1977)

Es autor de varios libros de narrativa entre los que destaca El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela). Es colaborador habitual de La Jornada Semanal, Confabulario de El Universal, Revista Común y La Tempestad.