El padre Serra oficia misa en Monterrey, León Trousset, 1877. Wikimedia Commons.
La mendicidad y la pobreza se justificaban hasta cierto punto, donde estos pordioseros brindaban bendiciones a cualquier buen cristiano que les diera un mendrugo o les arrojara sobre la mano la menor moneda de su talega, a cambio de ser intermediarios ante el cielo por sus buenas obras. Sin embargo, los vagabundos no habían sido por Dios convertidos en ceros, sino que la flojera, holgazanería era asimilada como otra manera de vivir a costa del robo, rapiña, el hurto constante a los buenos vecinos y a la constante de considerar la calle como morada, la noche como cómplice y comer cuando hacía falta.
Estos vagabundos fueron arrestados por las rondas y levas realizadas con mayor vehemencia durante el siglo xviii. La edad, robustez, etnia, estado social, el trabajo provisional o el nulo empleo los llevaría a las fábricas, panaderías, tocinerías, las obras públicas, las fortificaciones, Filipinas, Barlovento y a poblar las Californias.
En los márgenes polvorientos de la Nueva España, cuando el siglo xviii ya caminaba hacia el ocaso, las Californias no eran aun el paraíso de mapa dorado, sino era tierra áspera, azotada por el viento y custodiada endeblemente por muros improvisados de adobe, fe y desesperación. Justo para que las Californias se poblaran, muchos vagabundos no aptos para las obras públicas, el servicio del ejército o las tocinerías eran enviados al norte, con un destino tan gris como era la debilidad de su cuerpo marchito y enfermizo. Generalmente, los vagos remitidos a las Californias eran los enfermos, los lisiados, los dañados del esternón o con el morbo gálico visible (sífilis).
Estos vagabundos, heces de la capital novohispana, procesados por vagancia, dejan entrever la silueta de hombres de entre dieciséis y treinta y seis años como un factor de escándalo público debido a una vida disipada; seres a quienes los registros del ramo criminal del Archivo General de la Nación capturaron entre letras que describen una vida apenas visible, descritos como postrados del pecho, lisiados de naturaleza infecta, así como su traslado a pie o en fétidas carretas para ser carne de frontera, ya fuera desde la Ciudad de los Palacios o Veracruz hacia Loreto, San Blas, Santa Gertrudis o San Diego, cualquier lugar en donde hicieran falta manos para cavar, muros para levantar y cuerpos para resistir, mientras la propia ruina del cuerpo no los llevara a la muerte segura.
Fray Junípero Serra y otros misioneros anotaron que “un número de hombres rotos del alma y del cuerpo sirven en los alrededores del presidio, no por fe, sino por castigo”. Otros testimonios describen cómo algunos vagabundos morían sin confesión, y sus cuerpos eran enterrados, si algún cristiano se apiadaba del cuerpo inerte, lejos del campo santo, y en el peor de los casos, se le dejaba a la vera de Dios.
Ser vagabundo sano era benéfico en tanto los alistaran al ejército, donde tenían ropa, cama y comida segura durante algunos años; pero ser un vagabundo inepto era motivo para enviarlo a defender las fronteras inhóspitas.
Al decir del conde de Branciforte, la invasión de corsarios ingleses era inminente y el costo del ejercito exuberante, de tal manera que los vagos ineptos servirían como carne de cañón pues “nunca sería posible guarnecer aquellas dilatadas y casi desiertas costas con un ejército que habría de ser numerosísimo para cubrirlas, y sin arbitrios para mantenerlo y conservarlo”. Para el conde, lejos de buscar otras alternativas consideró oportuno enviar a los vagos ineptos al territorio de las Californias, lo que volvería difícil su reconquista, además de que los enemigos ingleses podían introducirse gradualmente hasta apoderarse de las Californias. Por ello, era menester aumentar la población con vagos, mendigos y que: “Los nuevos pobladores de las Californias serían los niños y niñas expósitos de edad adulta, con esperanza de mayores envíos de estas criaturas, que crecerán y florecerán en los territorios sanos y feraces de la Nueva California”, ya que se les consideraba como susceptibles a vagos.
Del mismo modo, se consideró enviar a los vagos briagos y tahúres, por ser “muy perjudicial[es] a toda sociedad, y muy digno de que se escarmiente de un modo ejemplar, enviándose[les] a Californias, y aun a los fines más dilatados Dominios de Su Majestad”. No obstante, el intendente de Guanajuato, mediante un auto de 1797, indicó que los “ladrones, rateros y borrachos no deben estimarse a propósito para vivir en compañía de los naturales de Californias a quienes corromperían con estos delitos”. Pese a lo sabiamente señalado por el intendente, él mismo remitió a las Californias a un gran número de vagabundos borrachos y portadores de armas prohibidas, aunque por su misma holgazanería podían “contagiar” a los naturales de su lugar. En vista de que no había ciudadanos decentes dispuestos a marcharse por su propia voluntad a las Californias, las autoridades virreinales enviaron a “los miembros podridos de la sociedad”, por dentro y por fuera, pues llevaban consigo enfermedades contagiosas e incurables.
La cuerda de vagabundos era conducida desde la ciudad palaciega y otras ciudades como Guanajuato hacia San Blas, desde donde se embarcaban a las californias. La cuerda de vagos era enviada con una lista —que se puede leer en los textos amarillentos del ramo criminal— en donde se consignan edad, oficios, salud o enfermedad y estado social, así como la descripción física de su fugitiva y bandolera silueta. Un detalle de la lista es que aparece el costo de traslado y los gastos de manutención durante la travesía.
En teoría, a los vagabundos indígenas no se les consideró para el ejército por motivos de menoscabo social, por ello, el norte era una salida para su debilitada vida, como es el caso de José María Díaz, originario de San Luis Potosí, indio ladino en el idioma castellano, huérfano de doce que años llegó a la ciudad y que como sabe de “las comodidades que pueden proporcionar a los pobladores de Californias, se ofrece voluntario para ser uno de ellos”.[1]
Un intendente de la armada y artillería, empadronado en la ciudad de México, informó a Branciforte:
Sé muy bien que V.E. se halla penetrado de los más heroicos sentimientos de humanidad y que siendo esta una de las virtudes es que más han brillado en el nobilísimo y amable carácter…sus intenciones es que los vagos o delincuentes que se hallen accidentados o se enfermasen casualmente en las vísperas a las salidas de la cuerda, se les haga marchar no obstante con próximo y evidente riesgo de sus vidas, mucho más cuando el suspenderlos de una cuerda para otra, dándole tiempo a la curación de sus accidentes o la averiguación de los que fueran faltos o supuestos no se elude la justicia de sus condenas…más adelante.[2]
Cada uno de los vagabundos, expósitos, huérfanos y forajidos de los hogares se consideraron para poblar las californias, ya por su voluntad, por no tener otra alternativa o por decisión de la autoridad. Por ejemplo, en una de las fojas puede leerse que Ildefonso de Arenas, español originario de Guanajuato, de veintiséis años de edad, llega a la ciudad en 1796 en busca de acomodo para luego continuar con los estudios eclesiásticos; no tiene padres y vive de arrimado en el colegio Seminario de Valladolid, donde ha intentado permanecer, pero no cuenta con recursos para integrarse de manera constante, de tal modo que ha tenido que dejar el colegio en varias ocasiones y la miseria, el hambre y la desnudez no permiten que regrese al colegio. Al revisarlo el médico y cirujano Juan de Islas lo encuentra:
[…] con morbo gálico que padecía su vida con intervalos con suma desnudez y escases de alimentos, pero la edad de veintiséis años y mediana robustez dan fundamento para esperar si no sanidad, salud mediocre para ejercitarse en la carrera de las letras, a que se ha dedicado y en ella formarse una brillante fortuna por su buena disposición y talento. Para ello se destina a poblar las Californias.[3]
La población asentada en las Californias del siglo xviii fincó un espacio propio donde vivir a pesar de la dolencia del cuerpo y el alma, con la certeza de estar allí los desterrados, hijos de la miseria, la enfermedad y la falta de empleo, pero que con los naturales de la región norteña, dieron vida a las generaciones que pintaron los siglos venideros.
[1] Archivo General de la Nación, Índice del ramo Criminal, vol. 385, exp. 14 1796, fs. 377.
[2] Archivo General de la Nación, Índice del ramo Criminal, vol. 609, exp. 5, fs. 202; 1797, fs. 209.
[3] Ibid., fs. 356.
(Estado de México, 1975)
Estudió la licenciatura y la maestría en Historia en la Universidad Autónoma Metropolitana.