Transmisiones Satelitales (I). 2024 / Justino Velandia / Videoinstalación-Performance / Foto: Juanita Gonzalez.
En una época marcada por el desencanto pedagógico, la estandarización y la fragmentación del sujeto, urge repensar el papel del cuerpo en los procesos de enseñanza-aprendizaje. Por ello es necesario una relectura desde la fenomenología del cuerpo en la que se reconozca a éste no como instrumento, sino como lugar ontológico y pedagógico. A partir de la tradición filosófica de Maurice Merleau-Ponty, y en diálogo con pedagogías críticas y humanistas, puede decirse que el cuerpo no es ajeno al saber, sino su condición posibilitadora. Educar es, en este sentido, un acto encarnado; reconocer esta premisa es, además, un gesto político y epistemológico que desafía las bases tradicionales de la educación tecnocrática y nos obliga a repensar las formas en que habitamos el aula y concebimos la formación integral.
La educación tradicional ha operado bajo el dualismo cartesiano que separa mente y cuerpo, y privilegia lo cognitivo sobre lo sensible. Este modelo ha generado prácticas escolares donde el cuerpo es domesticado, silenciado o simplemente ignorado. Sin embargo, como advierte Merleau-Ponty, el cuerpo no es un objeto más del mundo, sino el sujeto de la percepción, el punto cero de la experiencia.[1]
En el contexto mexicano, esta escisión se reproduce en aulas donde el estudiante es reducido a “receptor” de contenidos y el cuerpo es visto como obstáculo: hay que callarlo, alinearlo, corregirlo. Frente a ello, una pedagogía desde la carne exige reconocer que todo aprendizaje se da en un cuerpo situado, afectivo y relacional.
No puede olvidarse que este silenciamiento corporal también está relacionado con las estructuras de poder y control que históricamente han operado en la educación. En muchas escuelas rurales o urbanas marginadas en México, el cuerpo del estudiante es objeto de disciplina y domesticación. A menudo se penaliza la expresión corporal libre —como el movimiento espontáneo, la postura relajada o el contacto visual directo— en favor de una imagen estandarizada de lo “correcto”. Esta domesticación del cuerpo refuerza jerarquías sociales y perpetúa formas de exclusión que deben ser desafiadas por una pedagogía crítica del cuerpo.
La pedagogía heredó una tradición de represión del cuerpo, visible en los dispositivos escolares: filas, uniformes, horarios rígidos. Esta herencia proviene tanto del dualismo platónico como de los regímenes disciplinarios modernos.[2] El cuerpo se convierte en objeto de vigilancia y corrección, separado de los procesos de sentido. La corporalidad infantil, rica en espontaneidad y creatividad, es limitada por normas externas que dictan cómo sentarse, cómo hablar y hasta cómo moverse. En el contexto mexicano, esto se traduce en prácticas escolares que castigan la inquietud, homogeneizan expresiones y relegan las emociones. Aunque el discurso oficial incluye el desarrollo integral, muchas prácticas escolares siguen atrapadas en una lógica del control que inhibe al cuerpo como fuente legítima de saber. La represión corporal no solo afecta la autoestima y el bienestar del alumno, sino que también limita su capacidad de establecer vínculos significativos con el conocimiento.
Así, el cuerpo que aprende también es un cuerpo narrativo. En sus gestos, posturas y modos de estar en el aula se expresan historias personales, identidades culturales y trayectorias de vida. Incorporar al cuerpo en el aprendizaje no implica sólo realizar dinámicas físicas, sino permitir que las corporalidades diversas tengan voz y valor. En las escuelas mexicanas, esto significa crear espacios de validación para los cuerpos racializados, feminizados, discapacitados o históricamente excluidos. Una educación que abraza lo corporal se convierte en un acto de justicia epistémica, donde todos los cuerpos tienen derecho a significar y ser significados.
Educar desde la carne implica acoger lo afectivo, lo simbólico y lo intersubjetivo. La experiencia estética, el juego, la danza y el trabajo colaborativo no son adornos pedagógicos, sino medios para encarnar el conocimiento. Carl Rogers afirma que “el aprendizaje significativo ocurre cuando la experiencia toca el centro del yo”,[3] lo que significa que el saber sólo transforma cuando se inscribe en la subjetividad del estudiante. Incorporar en la escuela mexicana estrategias de dramatización —stand up comedy, battle rap, improvisación teatral—, meditación, dinámicas de expresión corporal y educación somática permitiría resignificar el aula como espacio de vida. El cuerpo es lenguaje, memoria, apertura, y su exclusión reduce el aprendizaje a una experiencia abstracta y desarraigada.
Cuando un docente reconoce su propia corporalidad, no sólo mejora su presencia pedagógica, sino que también cultiva una ética del cuidado. Este cuidado se traduce en estar atentos a las señales no verbales del alumnado, en saber cuándo hacer una pausa, cuándo acercarse o alejarse. En contextos mexicanos, donde muchos estudiantes viven situaciones de violencia, pobreza o discriminación, la presencia corporal del docente puede convertirse en una fuente de contención emocional. No se trata sólo de tener técnicas didácticas, sino de encarnar una forma de estar con el otro que sea coherente con una pedagogía humanizante.
El docente también es cuerpo. Su presencia no es neutra, sino performativa. Su tono, su postura y sus silencios son parte del acto pedagógico. Un maestro que habita su cuerpo con autenticidad convoca a una pedagogía más humana. Esto exige formación docente en contenidos curriculares y en conciencia corporal. La capacidad de leer el aula con el cuerpo, de percibir los ritmos y tensiones, es parte fundamental del saber pedagógico. El cuerpo del docente transmite autoridad, cuidado, empatía o rechazo incluso antes de que pronuncie una palabra. Una pedagogía desde la carne implica desarrollar una sensibilidad encarnada para sostener espacios educativos genuinos.
Repensar el aula como espacio encarnado también implica transformar la arquitectura y el mobiliario escolar. Muchas aulas mexicanas están diseñadas para la vigilancia y la repetición, no para la creación o la exploración. Cambiar la distribución espacial, permitir el movimiento libre o introducir materiales sensoriales o simbólicos puede abrir nuevas posibilidades de experiencia y sentido. Además, el currículo debe incorporar contenidos que aborden el cuerpo desde múltiples dimensiones: la salud, el arte, la danza, la ética del cuidado, el reconocimiento de las emociones. Solo así el aula puede convertirse en un verdadero territorio de aprendizaje encarnado en donde se transforme su estructura simbólica. No basta con incluir dinámicas corporales: es necesario cambiar la mirada sobre el cuerpo de un obstáculo a reconocerlo como potencia. Esto desafía la organización tradicional del tiempo, la evaluación estandarizada y la lógica del rendimiento. En el contexto mexicano, urge una reforma pedagógica que ponga en el centro al sujeto que siente, que se mueve, que sueña. Las experiencias comunitarias, la educación indígena y las pedagogías rurales pueden ofrecer pistas valiosas para imaginar escuelas más corporales, más vivas. Así, el aula se convierte en un ecosistema donde se aprende con todo el ser, en vínculo con los otros y con el entorno.
La pedagogía del cuerpo no es una moda ni un complemento, sino una necesidad urgente en un mundo que ha fragmentado al sujeto y deshumanizado los procesos educativos. Frente a la mecanización del conocimiento y el predominio de la virtualidad, el cuerpo emerge como lugar de resistencia, de memoria y de posibilidad. Como bien sostiene Freire, “enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su producción o construcción”.[4] Y esas posibilidades sólo son reales cuando se sitúan en la carne, en el contacto, en la experiencia compartida.
El cuerpo no es un accesorio del aprender: es su condición originaria. Reconocerlo es devolverle a la educación su dimensión humana. La fenomenología del cuerpo nos recuerda que no somos conciencia flotante, sino carne situada en el mundo. Educar desde la carne es un acto de resistencia frente a la lógica tecnocrática, una apuesta por el vínculo, la presencia y la transformación. Como escribiera Merleau-Ponty, “somos cuerpo y no tenemos cuerpo”.[5] Educar, entonces, es tocar lo invisible a través de lo sensible; es afirmar que todo conocimiento genuino es, ante todo, un acontecimiento encarnado.
[1] Cf. Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, Barcelona, Ediciones Península, 1994.
[2] Cf. Michel Foucault, Vigilar y castigar, México, Siglo XXI, 1976.
[3] Cf. Carl Rogers, El proceso de convertirse en persona, Buenos Aires, Paidós, 1992.
[4] Cf. Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, México, Siglo XXI Editores, 2002.
[5] Cf. Maurice Merleau-Ponty, Lo visible y lo invisible, Buenos Aires, Nueva Visión, 2010.
Profesor de la Universidad de Guadalajara y la Universidad de la Ciénega. Posee el grado en Filosofía por la Universidad de Guadalajara y en Psicología Educativa por la Universitat Oberta de Catalunya, así como el Máster en Ciencias de la Educación por el Centro Universitario Tapatío.