Sujetos peligrosos en la radio

Marina Porcelli
junio-julio de 2025

 

 

Orson Welles trabajando en el estudio de radio de la CBS, utilizada en un reportaje sobre la transmisión de La Guerra de los Mundos. Imagen: Dallas Dispatch-Journal / Wikimedia Commons


Quizá, o sin quizá, es uno de los fenómenos de la radio más inquietantes del siglo xx. Y sin duda el más famoso. Aunque hay ciertos libros que desmienten el nivel de impacto (se dan cifras, estratosféricamente, de por encima de los veintisiete millones de familias afectadas), libros que dicen que más bien se exagera, o se sobredimensiona el efecto que desencadenó el programa, o que el relato de pánico se construyó después. El caso es que la noche de Halloween de 1938, Orson Wells, sobre micrófono y desde un estudio de radio de New Jersey, luego de aclarar de que se trata meramente de una ficción, agrega: “hoy sabemos que nuestro mundo está siendo observado por unos seres más inteligentes que el hombre, y sin embargo, igual de letales”. La orquesta en vivo da los primeros arranques, sigue música, y al rato empiezan las supuestas interrupciones. Un periodista, desde la terraza de un estudio de Nueva York, así dice, habla de la caída de meteoritos que en este momento está asolando el planeta. Los extraterrestres llegan a la tierra. Gases venenosos, rayos mortales, en plena crisis, el periodista grita y cae muerto por la invasión alienígena. Al minuto cuarenta, Orson Wells repite que se trata de una ficción. No es, entonces, el contenido lo que delata y determina si se trata de una ficción o no, sino el hecho de decirlo, de aclararlo, de que lo sepa el radioescucha. Pero ya en ese minuto cuarenta, la gente ha empezado a llamar a los periódicos, los supermercados se colapsan, las comisarías están en pánico. Se dan filas interminables en las autopistas de los que quieren salir de la ciudad. Todo el mundo enloquece. Y este no saber si es real o si es ficción, esta verdad supuesta de lo que ocurre, construida y legitimada por las voces que amplifica el micrófono, desencadena un efecto muy concreto sobre la cotidianidad de las personas. 

Años antes, pero en la misma década y en el otro extremo del continente, aparece Ronda policial. Agosto del 33 es cuando, en Radio Porteña de la Ciudad de Buenos Aires, salen al aire un grupo de charlas profesionales, de no más de quince minutos cada una, en las que el comisario Ramón Cortés Conde “busca ilustrar al pueblo sobre los métodos que usan los delincuentes para cometer fechorías”. Habla, en principio, sobre delincuencia juvenil, y esto se da en el marco del primer golpe militar de la Argentina, son los años que siguen al derrocamiento de Hipólito Yrigoyen, y al gobierno de facto de José Félix Uriburu, años que incluyen fusilamientos de militantes obreros (anarquistas, comunistas), los que siempre denuncia Roberto Arlt. Estas charlas radiales, entonces, que se articulan como una forma de la “puesta en orden”, enseguida alcanzan popularidad y se convierten en radioteatros de cuarentaicinco minutos. Vale decir. Se pasan a la ficción. Se presentan como sketches. Con diálogos falsos (pero justificados), se escriben guiones, y actores y actrices teatralizan los dramas. Una hora en la pampa, La caricia del lobo y Chispazos de tradición son los títulos de las radionovelas que tienen mucho éxito desde 1929. Historias de amor, conflictos morales entre soldados que cumplen el deber o los que desertan, gauchos que tocan telúricamente la guitarra en el paisaje, madres y esposas fieles toman voz en los diálogos de estos programas tan populares que, incluso, llegan a pasarse en los altoparlantes de las tiendas de ropa de mujeres “para que las clientas no se pierdan ningún capítulo”.

La audiencia de Ronda Policial también crece sin parar, al punto de que, en los años posteriores al estreno, el cuerpo de corresponsales que “colabora” con las historias de la radio llega a 475 en todo el país, y el 9 de septiembre de 1935 en Buenos Aires se lanza un servicio gratuito de consulta para el paradero de personas desaparecidas. Además, el programa informa que las comisarías otorgan certificados de buena conducta para “todos aquellos sirvientes que necesiten presentar referencias”. Los sketches de Ramón Cortés Conde cuentan con la autorización expresa de Luis Jorge García, jefe de policía de la ciudad, y tienen una estructura muy lineal, donde el comisario, en primera persona y con voz de galán, presenta el caso a manera de prólogo, antes de pasar a su teatralización. Después, sí. Un narrador sitúa la acción y aparecen las conversaciones, los gritos, los llantos e irrupciones de la gente engañada, todo esto puede leerse en los guiones que siguen disponibles en la Biblioteca Nacional, y fueron publicados por Editorial Verbum. Piezas muy breves y urbanas, que buscan advertir al ciudadano, a partir de hechos comunes de su vida diaria, y donde se va dando, con mucho detalle y paciencia, las características de los malvivientes “y su modo de operar”. El título cambia al poco tiempo, de Ronda Policial pasa a Cómo nos roban, y a la voz de Cortés Conde le sucederá, a lo largo de la década, la de Vicente Gómez Bao, y luego la de Ernesto Mortón. Los tres comisarios. Rateros, carteristas, timadores, maleantes, atracadores y estafadores, bandidos, sujetos sin escrúpulos, sin moral, la tipificación, casi como si se enumerara, ocurre en la calle, en el tranvía, en el cine. También pueden tocar el timbre en una respetable casa de familia, o abordar al ciudadano en la vereda. El cuento se cierra con una enseñanza, con una moraleja, con comentarios sobre el deber y el buen vivir. También se filtran amenazas al hampa y se reivindica el servicio público.

—Señores del bajo fondo —dice en un capítulo Cortés Conde—. [No olviden jamás] mi proverbial modestia. El yo me es sumamente odioso.

Justamente la primera persona. Justamente este “yo” que se fundamenta y se constituye en el “saber policial” es el que permite los comentarios, el efecto de verdad en los diálogos y en las narraciones de cada escena. Es muy interesante cómo la idea de verdad se pone en juego en cada programa a partir de esta primera persona (al fin de cuentas, el que narra es un comisario, que “sabe” porque “vivió” lo que está hablando), cómo la voz está legitimada por la experiencia. Y tiene categoría de verdad. Basta ver el índice para caer en la cuenta de que la tipificación de delincuentes es larga como una lista sábana. “Los narcotizadores”, “Los ladrones de a bordo”, “Ladrones de hotel”, por nombrar casos, “El pungista”, “Scruchantes de la caja de hierro”, “El cuento de la enferma del hospital”, “El cuento del coche descompuesto”, “El cuento de la garantía”, “El cuento del hospedaje”, y un etcétera infinito colman más de quinientas páginas. “Todos los que pertenecen a la policía deberían ser filósofos”, dice Cortés Conde en algún lugar, y después de presentar la escena, deja paso a la tríada introducción-nudo-desenlace, que narra las mil situaciones posibles del ser ratero. Pero a pesar de la estructura tan plana y tan repetitiva, la construcción está lejos de ser naíf. O inocente. Lo digo porque hay una pieza más larga que se destaca del resto y relata el atentado en el que se da muerte al jefe de policía de 1909, Ramón Falcón, y a su secretario, Juan Alberto Latigau. La pieza abre con una nota del speaker, del editor:

 

no solamente los hechos y las demás circunstancias han sido reflejados con serena exactitud histórica, sino que el autor al investigar al detalle este doloroso drama ha procurado reproducir las mismas escenas y hasta las mismas palabras tal como fueran dichas en el suceso.

 

El atentado a Ramón Falcón, en el Plaza del Congreso (en esa época, Plaza Lorea) en el centro de Buenos Aires, sucedió el 14 de noviembre de 1909, cuando Simón Radowitzky, a mitad de la tarde, se acercó rápidamente al coche en el que se trasladaba Falcón (después de asistir al velorio de un oficial) y lanzó dos bombas sobre el carro. Radowitzky fue apresado minutos después, mientras intentaba suicidarse a pocas cuadras de la escena, y trasladado al penal de máxima seguridad del país, el penal de Ushuaia, el que se conoce como cárcel del fin del mundo. Tenía dieciocho años, y era militante anarquista. Roberto Arlt y Osvaldo Bayer escribieron sobre él. Pero meses antes de este atentado, Ramón Falcón había dado la orden de reprimir brutalmente la huelga de obreros del primero de mayo. Los atacó con cargas de fusilería y dejó un saldo de más de treinta muertos entre los trabajadores. Sin embargo, nada de esto aparece en los sketches de radio de Cortés Conde. Que estrena la obra Falcón-Latigou, a casi veinticinco años del atentado (como un homenaje, el mismo día, 14 de noviembre), y nos muestra un Falcón que ayudaba a pobres y desvalidos (presta dinero, escucha a las viudas) antes de morir en el atentado. La música anticipa el desastre, se trata del piano dramático de Chopin. Y el militante no tiene nombre ni apellido, no se lo nombra siquiera. Se trata de un hombre que sólo quiere hacer el mal.

 

 

Ensayo de la dramatización de la novela La guerra de los mundos, de H. G. Wells, en el Mercury Theatre de la CBS. Fotografía: The Gastonia Daily Gazette / Wikimedia Commons

 

 

Hampones, pelados y pecatrices, sujetos peligrosos en Ciudad de México (1940-1960) es el título el libro extraordinario que compilan Susana Sosenki y Gabriela Pulido Llano, publicado por el fce en México. Estos ensayos, que cronológicamente cruzan el escenario urbano con su tipificación, ponen en cuestión las categorías y motes que utiliza la prensa y el lenguaje jurídico para designar a “los malvivientes”. El prólogo de Gonzalo Sotelo deja muy en claro que es precisamente la prensa la que construye, moldea la peligrosidad. Son las industrias culturales (prensa, radio, cine) las que delimitan la identidad de los sujetos, para responder a un orden político y social determinado. Y da el ejemplo de la xew, dirigida a partir de 1930 por Emilio Azcárraga.

 

Los sujetos peligrosos —dice Sotelo—, o tal vez el registro que hay de ellos, ya sea ficticio o no, son primordialmente urbanos durante un lapso en el que la mayoría de la población aun residía en el medio rural.

 

Esta formación de estereotipos, en sus modos de hablar y de actuar, esta estigmatización por clase, por género, por estatus migrante, es sostenida en las industrias culturales (donde la radio juega un papel centralísimo) y promovidas como tal. La población, entonces, queda expuesta al discurso que, digo yo, se presenta como verdad, y es “influida por los radiodramas, en formatos noticiosos”. Cierra Sotelo con el comentario de que el hecho de que en todos los países se marque el 911 en caso de emergencia, por ejemplo, tiene más que ver con las películas y las consecuencias concretas que desencadenan las películas, que con otro factor. Vale decir, pienso, tiene más que ver con la ficción.

La contraparte mexicana se da en La policía siempre vigila, el famosísimo radioteatro de la xew, que estuvo en el aire entre 1951 y 1968, y fue dirigido también por el jefe policial, de voz engalanada y dicción clarísima, Luis Pérez Cervantes. Las notas de los episodios van a cargo de Héctor Martínez Serrano, y el auspicio es de Muebles Lerdo Chiquito. Se trata entonces de una “imagen respetable del cuerpo policíaco”. Como el radioteatro anterior, está basado en hechos reales, y la voz, la primera persona, legitima la experiencia. Irrumpe al comienzo una sirena a volumen altísimo y el llamado del comandante: ¡atención patrullas y casetas! Enseguida nomás se da la fecha, el ejemplo es del 23 de diciembre de 1958. Y la ubicación urbana, alguna colonia popular y periférica. Ahí, en la estación de policía de la colonia, se habla del drama del último homicidio: apareció muerto un hombre gordo. Por las fechas, tan significativas, se sabe que se trata de Papá Noel. Los diálogos se articulan con giros cotidianos, motes enfáticos, sentencias incuestionables. Otro ejemplo, dice el narrador: 6 de octubre de 1961, y la ubicación en la ciudad: Chalco. Caseta de Chalco. A la policía de Chalco se ha presentado un sujeto, el por todos conocido “el Concho”. Y luego de una “acuciosa” investigación, será “sujeto a interrogatorio”. Y el Concho habla. Que estaba en una cantina. Que la cantina se llamaba El rincón Brujo. Que ahí nomás él estaba a punto de encender un cigarrillo cuando. Música de película. Y cuenta la escena, el asesinato, y la policía hará confesar al culpable (“te lo advertí, muchacho infeliz”) mientras lombrosianamente llega a la conclusión, típica de la década, de que se trata de un “asesino por naturaleza”, de “que es una fiera para la sociedad” y de que seguirá matando sólo por el gusto de matar.

Así, esta historia natural de la delincuencia (de la que, dos décadas más tarde, se burlarán hasta el delirio los Polivoces con la saga La policía siempre en vigilia, de hecho, hay un capítulo en el que “el rey de los asaltantes. Temible y espantoso. Lleva por nombre Angelito Santos”; y en otro sketch, de una “bárbara brutalidad”, a alguien que es condenado a la silla eléctrica le preguntan por su último deseo: “aprender chino”, responde; y como esa noche no había luz eléctrica, finalmente “lo electrocutamos con unas velas”), esta historia natural de la delincuencia, digo, que se presenta en la radio como realidad que se confirma por la policía, y se articula a partir de lo que se construye, se proyecta, de la puesta en escena y de la ficción, en este marco de criminalidad y escritura, pensando también en el non fiction que vino después (la genialidad de Rodolfo Walsh en Operación Masacre, o de Truman Capote en A Sangre fría, o en ese cuento tan inquietante que es “Ataúdes tallados a mano”), en este marco, entonces, la pregunta que siempre va en el centro, la que me parece más válida, en la que siempre hay que reparar al fin de cuentas, es en quién cuenta la historia. La de la ficción y la de la no ficción.

Hoy, en Buenos Aires, existe un programa de radio donde la gente llama por teléfono, o deja un mensaje, y cuenta historias de fantasmas que le ocurrieron en la ciudad. Gran parte de las historias es realmente muy buena y hay de todo tipo: fantasmas que se meten en los autos y se manifiestan en las autopistas, encuentros con el diablo, casualidades en los hospitales, sueños recurrentes. Ovnis que se aparecen y alienígenas que conversan en los parques. El programa tiene muchísima popularidad, se llama, de hecho, Noches paranormales en Buenos Aires, lo conduce Héctor Rossi, y sale al aire toda la semana, desde las nueve hasta la medianoche. Lo nombro porque otra vez reparo en la primera persona. Ese “yo”, entonces, que implica un saber, una experiencia. Que relata y comenta y asegura cómo fueron, cómo de verdad sucedieron las cosas.

 

 

 

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Marina Porcelli

(Buenos Aires, 1978). Narradora, ensayista, cursó estudios de historia en la uba. Fue becaria del Centro Cultural de la Cooperación (Buenos Aires, 2004) y obtuvo diversos premios en cuento y ensayo. Entre sus libros se encuentran: Cuaderno de invierno (novela corta, México, 2021); Nausica. Viaje al otro lado de la otredad (ensayos sobre género, Monterrey-La Plata, 2021); La cacería (cuentos, México, 2016); De la noche rota (cuentos, Argentina, 2009). En 2014, recibió el Premio de cuento Edmundo Valadés; Mención en el Premio Casa de las Américas, Cuba, categoría ensayo; y la Primera Mención en el Premio Municipal de Literatura de Buenos Aires. En 2017, obtuvo una residencia artística en Montreal, Canadá, y ese mismo año, otra, en Shanghái, China. Colabora regularmente con revistas y suplementos de cultura de América Latina, y desde 2018 a 2020, estuvo a cargo de la sección de Narrativa de Revista Levadura de Monterrey, México.