Un dolor agudo

Federico Vite
junio-julio de 2025

 

 

Las armas, Christian Becerra, de la serie Todas las cosas deben morir. Papel moneda mexicano, 2018


La llanta del copiloto está ponchada. Tengo una cita con el traumatólogo en hora y media. No hay transporte público porque los extorsionadores empezaron a matar a los choferes desde hace meses. Han liquidado a muchos conductores de camiones, de urvans, de taxis, de colectivos. Mi otro problema es que no puedo cambiar la llanta. Mi rodilla izquierda está inflamada; esa dolencia me ha causado estragos en la espalda baja y, por supuesto, no puedo agacharme. Subo al auto; bajo el cristal de la ventanilla. La temperatura a las nueve de la mañana es de treintaiún grados. Aunque me incomoda bastante la rodilla cuando piso el pedal del clutch, no tengo opción: sigo adelante.

Veo a la gente, amontonada en la parada de las urvans que conectan a Caleta con el oriente del puerto. La gente lleva tiempo esperando su camión. En situaciones así las patrullas de tránsito, las de la policía estatal y las de la policía turística ayudan a desplazar gente de un lado a otro del puerto. Voy despacio y el sonido característico de una llanta ponchada se suma al bamboleo del auto. Conduzco un Spark de color verde. No llevo prisa. Circulo por el carril de baja velocidad y tomo mi tiempo. A esta velocidad es difícil no tener asociaciones catastróficas. Aún tengo en mente algo que me conmueve. Una cámara de seguridad del Coppel Bahía, ubicada en la principal Pie de la Cuesta, capturó una escena temible: un adulto mayor, con el uniforme de taxista —camisa blanca y pantalón azul marino— tiene la mirada puesta hacia la avenida Constituyentes. Seguramente espera clientes. El joven, muy delgado, camina junto a él. Se quita la mochila de la espalda, saca el arma y le apunta a la cabeza. En el video se aprecia que el joven y el anciano se miran. No intercambian palabras. Aprieta el gatillo en dos ocasiones y el viejo cae. Están rodeados por decenas de personas. El joven corre por la avenida Aquiles Serdán, en pleno Centro de Acapulco.

Frente al hotel La Jolla había una vulcanizadora. Horas después del impacto del huracán Otis, la gente rompió los candados que aseguraban la cortina metálica del negocio. Sacaron las llantas, la herramienta, quizá el dinero que estaba guardado. Vaciaron el local. Ese negocio es una muestra de lo que significa vivir en un lugar como éste. Y ese tipo de ideas abruman. Así que busco en el autoestéreo una estación que programe música en inglés. Son canciones de un tiempo en el que este puerto fue mejor. Escucho una baladita cursi: “Listen to your heart”, de Roxette. Yo vi a ese grupo en vivo, aquí en el Centro de Convenciones, en 1991. Ahora el centro de Convenciones es un hospital militar. Me gustó ese concierto. Gun-Marie Fredriksson era muy espigada y muy rubia, tocaba la guitarra mientras cantaba. Su cabello me hizo pensar en el oro. Alguien, seguramente mi primo Carlos, me contó que la vio en la barra de Disco Beach, y tal vez fue así, pero él dijo que le dio un beso y se la ligó. Eso no me lo creí.

En el entronque del barrio de La Bodega veo más gente detenida en la orilla de la banqueta, estudiantes con su uniforme, empleados de hoteles con uniforme; personas con prisa y a simple vista molestas. Un taxi sale a toda velocidad de la Gran Vía Tropical. Es un Chevy y está rotulado con el número 2718. Yo voy muy despacio; temo dañar el rin de mi carro. Una motocicleta, en la que viajan dos jovencitos, se pega al lado izquierdo del taxi, junto a la portezuela del chofer. Es la clásica imagen que he visto tantas veces, el segundo tripulante de la moto eleva el brazo, con la pistola en la mano, y dispara en varias ocasiones. Segundos después se aleja rumbo al zócalo. Tengo la impresión de que los hechos ocurrieron muy rápido. Al darle alcance al taxi veo que hay dos cadáveres, uno es el del chofer y otro el de un niño, recargado en el asiento del copiloto. La velocidad a la que viajo me permite grabar la escena en mi memoria. Segundos después pongo la vista en los enormes árboles de mango que tiran su fruto sobre la banqueta. Sigo adelante, con una ligera punzada en la rodilla y una sensación de incomodidad creciente en la espalda baja. A unos metros está el hotel Virreyes, antes de Otis quebró, pero el predio se las arregló para fungir como lavado de autos y vulcanizadora. No está abierto ninguno de los dos negocios. Así que continúo el viaje por la avenida y en el Paseo del Pescador veo el mar de tono jaspeado que siempre me embelesa. El sol orquesta la luz desde el cielo y proyecta sobre nosotros una estampa tropical que contrasta con la frialdad de los hechos que acaban de ocurrir.

Una señora que conozco está en la parada del camión; echa la mirada en lontananza, como si esperara de un momento a otro el arribo del transporte. Trabaja como empacadora de mercancía en el supermercado cercano a Playa Hornos. De hecho, cuando suelo ir a comprar mi despensa converso con ella porque suele acomodar mi compra en las bolsas de tela que llevo dispuestas para la ocasión. Siempre hace bromas; tiene su pelo chino en largas trenzas rasta. Son dreadlocks que le brindan identidad. Su tono de piel es negro, igual que el color de sus ojos. Me observa; luego focaliza la llanta del copiloto.

—¡Va ponchado! —grita—. ¡Se va chingar el rin, señor!

Su pantalón de color azul marino le confiere una autoridad vial y me detengo. 

—Voy a la vulcanizadora —respondo.

Vuelve a mirar la calle.

—Dame un aventón, porque no va a pasar la Urvan, ni los colectivos ni nada.

—¡Vámonos! —respondo.

Quito el seguro de la portezuela y apago la radio 

—A trabajar, ¿verdad?

—¡Voy bien tarde! —responde—. Luego me ganan mi lugar y hoy es quincena.

—Ahorita llegamos —respondo con una mentira, porque a esta velocidad voy a tardar unos veinte minutos en llegar.

Ella mira el reloj de pulsera.

—Allá atrás hay un taxi con dos cuerpos —divulgo esa información porque siento que me quema.

—¿Dónde está el carro?

—Adelantito de La Bodega.

—Están matando puro taxista, ¿verdad? A mis compañeros del súper también los traen fritos. Me ha tocado ver que los matan, que los levantan, que les cobran cuota. Yo —dice elevando el tono de voz— no soy del gobierno y sé bien cómo están las cosas. ¿Usted cree que los políticos no saben quién hace esto y por qué? El gobierno y los chicos malos están trabajando en el mismo bando. ¿O no? Dígame si no es así. Pero lo único que yo le digo es que son chingaderas.

—Yo también pienso lo mismo —respondo, aunque a mí me devoran otras dudas relacionadas con la violencia, en especial, el reclutamiento de los sicarios—. Lo que me saca de onda es que son puros chamacos los que andan matando a diestra y siniestra.

—Es que son el futuro —responde con una seguridad que me aterra—. Los cárteles no van a contratar viejas como yo, ¿o sí—vuelve a mirar el reloj de pulsera.

Tomo la curva de la playa Talcopanocha y veo la gran cantidad de sombrillas que  hay. No cabe un alfiler en la zona. Y apenas son las diez de la mañana.

—Y la gente no deja de venir a la playa. A pesar de la violencia y de las masacres, no deja de venir. ¿Qué será?

—No se crea —responde—. Ya ve que la semana pasada mataron a unos turistas  adentro de la alberca de un hotel. Un chamaco entró y sin mediar palabra les disparó.

—No sabía eso.

Cuando pasamos cerca de la terminal del Acabus entiendo la dimensión del problema. Hay cientos de personas haciendo fila, cosa rara para el acapulqueño promedio, acostumbrado a no respetar ninguna orden, ni mucho menos a hacer fila para abordar el transporte. Guardamos silencio, ni siquiera sé por qué, pero intuyo el motivo.

—Mire —dice ella—. Ahí —señala la calle Hornitos que recorre la espalda del Fuerte de San Diego— a la vuelta hay una talachería pequeña. Si está cerrada, dé la vuelta hasta llegar a la 5 de Mayo. ¿me  entiende?

—Sí.

—Esa vulcanizadora no cierra. Yo la vi abierta ayer. Dele para allá. Yo me voy a bajar acá —sin mediar palabra abre la portezuela. Me paro en el carril de baja velocidad, frente al restaurante 100% Natural—. ¡Gracias!  

La veo alejarse. Cruza la avenida. Así que yo sigo las indicaciones que me dio y encuentro en la avenida 5 de Mayo mi meta. Me estaciono junto a la talachería. De inmediato me atiende un tipo delgado; no tiene el brazo derecho.

—Hay mucha chamba, ¿verdad? —hago plática porque me siento nervioso y me duele la rodilla y la espalda.

No me responde. Desmonta la llanta y le saca un par de tornillos usando pinzas. Adhiere los parches. Mete la rueda en el rin con ayuda de un martillo de goma. Ajusta la válvula, calibra el aire y coloca de nuevo el neumático.

Pago. Es un servicio caro, pero todo Acapulco es costoso, porque el cliente es quien aporta la cuota de los extorsionadores. 

—Gracias —digo sin mirarlo.

Espero la luz verde del semáforo. En cuanto piso el pedal del clutch siento dolor en la rodilla. Acelero. No voy muy rápido, pero gano velocidad. Hay tanta gente en la orilla de la banqueta que todo eso me parece una broma macabra. Acelero cada vez más y más. La brisa me refresca el rostro y quiero cerrar los ojos, pero no es el momento para eso. Aún no. 

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Federico Vite

(Apan, Hidalgo, 1975). Radica en Acapulco. Ha publicado, entre otros, los libros Commedia dell’arte (2024), Últimos días terrenales (2021), Como un ruido de grandes aguas (2019), Parábola de la cizaña (uam, 2012), Zeitgeits tropical (2017), Bajo el cielo de Ak-pulco (2015) y Carácter (2015). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano y árabe. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.