Mario Vargas Llosa, mayo de 2016: Fotografía: Fronteiras do Pensamento /Greg Salibian / Wikimedia Commons
La primera novela que leí de Mario Vargas Llosa fue Lituma en los Andes, el mismo año que le otorgaron el Premio Nobel. Yo estaba a punto de terminar la preparatoria y no había decidido qué estudiar; quería entrar a canto, creo, en la entonces Escuela Nacional de Música, pero para no desaprovechar el pase reglamentado de la unam, me inscribí en una carrera de disciplinas variopintas y contenidos dispersos: Estudios Latinoamericanos. No escogí Historia, Letras ni Filosofía, en parte porque no fui capaz de decidirme, y en parte por la fascinación que me produjo aquella primera lectura de Vargas Llosa.
Con Lituma descubrí que el Perú era un país profundamente complejo, con una sociedad fracturada entre la sierra y la costa, tensada por castas y prejuicios raciales arrastrados durante siglos. Supe también que existía un levantamiento llamado Sendero Luminoso —el más novelesco de los apócopes guerrilleros latinoamericanos— y me encontré con un autor, miembro del llamado Boom, capaz de torcer el espacio y el tiempo narrativo para entrelazar presente y pasado, allá y aquí, de un modo que yo no había imaginado posible.
Por supuesto, ese descubrimiento era nuevo solo para mí: hacía ya cuarenta años que los lectores del mundo se habían deslumbrado con La ciudad y los perros, La casa verde, La guerra del fin del mundo y otras novelas extraordinarias. Llegaba tarde al desfile de admiradores. Pero llegué justo a tiempo al éxodo de lectores que se desilusionaron con sus últimos libros mediocres (como esa novela de tesis neoliberal, El héroe discreto) y, sobre todo, con su defensa a ultranza de la derecha política, su apoyo a oligarquías corruptas, su peor es nada a la hora de preferir a un negacionista ecológico y antiderechos como Bolsonaro antes que a un socialdemócrata como Lula. Vargas Llosa, que había escrito la magnífica Conversación en La Catedral, en donde diseccionaba el aparato represor del dictador Manuel Odría, o que en La fiesta del Chivo narró con crudeza los horrores de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, terminó por apoyar gobiernos que, si bien no eran militares, representaban el relevo ideológico de aquellas dictaduras, con hijos y nietos de los sátrapas que la historia ya había condenado.
Este dilema me ha interpelado en lo más íntimo como lector, admirador del novelista y opositor a casi todo lo que representó como figura pública. Me ha dejado, como a tantos, con una pregunta incómoda: ¿se puede seguir leyendo con amor a quien ya no se respeta? ¿Cómo mirar de nuevo esas páginas si se sabe que la mano que las escribió también firmó columnas misóginas, clasistas, reaccionarias?
En los días posteriores a su fallecimiento, leí opiniones de todo tipo: quienes lo condenan al basurero de la historia, quienes juzgan su prosa como apenas mediana, quienes le auguran que no quedará nada de su legado literario frente al peso de su clasismo, racismo y deriva reaccionaria. Era de esperarse, sin duda. Pero también me encontré con alguna que otra defensa ferviente que apelaba a ese mantra tan gastado como inútil: la necesidad de separar la obra del autor.
Yo quisiera argumentar contra ambas posturas radicales, sobre todo porque parten de una falsa disyuntiva al considerarse opciones excluyentes. Pero esta polémica, que causa tanto resquemor, me parece mal planteada, y no solo para el caso de Vargas Llosa, pues también se ha empleado para juzgar casos extremos y tristes como el de J. K. Rowling y su postura hacia las personas trans, o el de Alice Munro, señalada por su hija de encubrir al padrastro como abusador. El dilema es tan tramposo como el viejo problema del huevo y la gallina. Desde luego, el huevo existió primero, con el detalle de que no era todavía un huevo de gallina: lo fue hasta el momento en que el polluelo surgió del cascarón. Del mismo modo, no se trata de preguntar si se puede o debe separar la obra del autor, sino cuándo, por qué razón y quién puede hacerlo. Porque esa separación o maridaje no es un imperativo ético abstracto, sino una práctica atravesada por contextos de lectura y privilegios culturales.
Para empezar, la razón por la que es posible separar la obra y el autor no es literaria, sino psicológica. Se trata de un fenómeno llamado compartimentalización: un mecanismo de defensa que permite aislar sentimientos o ideas contradictorias para evitar el conflicto interno. Vargas Llosa mismo aplicó esta operación consigo y con su obra, cuando repetía, con ligeras variaciones, que los sueños y las utopías pertenecen a la literatura pero nunca a la política ni al mundo real.
Yo también he compartimentalizado en mi lectura del autor peruano. Si me pierdo, por ejemplo, en los radiodramas de Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor, soy capaz de olvidar que el autor de esa novela se burló del lenguaje inclusivo y afirmó que el feminismo era el enemigo de las letras. ¿Qué podría importarme semejante afirmación errónea, si en la intimidad de mi lectura estoy descubriendo cosas de mí mismo, de la hermosa lengua en la que hablo, de lo que es la memoria y la autoficción? Se me ocurre también un ejemplo contrario: tengo un amigo con el cual tengo grandes afinidades políticas; es buena persona, generoso, de vocación social y, como yo, se opone a todo tipo de fascismos y violencias. Por otro lado, es un prosista mediocre, pero soy capaz de compartimentalizar la obra y la persona en virtud de la simpatía y el cariño que le tengo.
Pero quienes fueron agredidos por las posturas públicas de Vargas Llosa no tienen esa opción. Para ellas y ellos, el autor no es una abstracción, sino alguien que ha ejercido poder simbólico real en contra de su existencia. Leerlo, justificarlo o celebrar su obra no puede ser un acto inocente, porque la lectura no ocurre en el vacío: está mediada por el mercado editorial, por la economía del prestigio, por la estructura misma del campo literario de la cual emanan el poder y la violencia simbólica. La lectura puede ocurrir en soledad, pero jamás en solipsismo. Lo paradójico es que cuando releo La ciudad y los perros, no lo hago en soledad: me acompañan mis lecturas de Antonio Gramsci, de Bolívar Echeverría, de Judith Butler y de Chomsky, y en esa convergencia de discursos que sucede en mi cerebro obtengo conclusiones que posiblemente dejarían asqueado al señor conservador que fue Mario Vargas Llosa. Y cuando releo Historia de Mayta, no celebro al liberal que presenta a los revolucionarios como ejemplo de ilusos insensatos, sino al novelista que supo darles voz tragicómica y humana, gracias a lo que yo mismo entiendo como revolución y como utopía.
Por eso, la idea de separar la obra y el autor alude también a la pugna actual entre el individuo atomizado, apático a los hechos y problemas del mundo, y el sujeto que es consciente de la dimensión social de sus decisiones personales.
La obra de Mario Vargas Llosa, que admiro y seguiré leyendo pese a todo, es para mí un antimonumento literario: el tipo de escritor que no quisiera para el mundo. El tipo de prestigio afianzado en una torre de marfil; el intelectual orgánico que, comprometido con una ideología, renuncia a la autocrítica y se vuelve sordo a la realidad. Alguien en quien no deseo convertirme, el modelo de una sola pieza que no deseo para mi generación.
Al lector que, como yo, quiera atravesar este conflicto sin traicionar su ética ni perderse lo que hay de luminoso en esas novelas, le sugiero una vía: no compre ningún libro de Vargas Llosa. Búsquelo en pdf, léalo a escondidas, como quien accede a un vicio prohibido, y aprecie en secreto su maestría narrativa. Luego, guarde silencio y no pronuncie su nombre. Tal vez un día, La guerra del fin del mundo aparezca en las estanterías firmada como Anónimo, junto a El Lazarillo de Tormes o Las mil y una noches, y entonces sí podamos decir, como quería Pierre Bourdieu, que no sólo separamos la obra del autor, sino que también lo matamos.
Estudiante de la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea en la Unidad Azcapotzalco de la uam. Autor de El hambre del mundo (Ediciones Del Lirio, 2023).