La máscara, Christian Becerra, de la serie Todas las cosas deben morir. Papel de actas de nacimiento de gente desaparecida, 2018
Anacleto Fonseca jamás pensó que su tumba intelectual sería una glorieta. Y mucho menos una glorieta rosada, envuelta en flores de papel, cruces violetas y nombres escritos con marcador indeleble. Fonseca se había dedicado últimamente a proteger con rigor los monumentos nacionales del vandalismo popular y de los artistas contemporáneos. Era, según su propio currículum, “un custodio de la memoria material de la nación”, aunque en el fondo sólo le gustaba mandar quitar cosas: bardas intervenidas, bustos pintarrajeados, placas que enunciaban verdades incómodas. Su vocación era la restauración del orden, no del mármol. Era Virgo.
El incidente que lo puso en el ojo público ocurrió una mañana de marzo. Fue grabado mientras retiraba flores del Antimonumento Feminista, días después de la marcha por el 8m. En el video se le veía metódico, casi delicado, con ese gesto propio de los que limpian sin ensuciarse. Nadie habría reparado en él, de no ser por la mujer que apareció a cuadro segundos después, dando su testimonio, alegando que ella lo conocía de tiempo atrás. Se trataba de Amaranta Meraz.
Fonseca alegó, en entrevistas posteriores al lanzamiento en redes del video inculpatorio, que no había hecho nada ilegal; que las flores estaban marchitas, que el espacio público era de todos, y que él —como ciudadano ejemplar y director emérito de la Comisión Nacional de Conservación Monumental— tenía el deber cívico de “preservar la armonía estética del entorno urbano”. Le creyeron los mismos de siempre. Esos que piensan que la historia se escribe en bronce, se pule con cloro y se firma con uniforme. El resto —jóvenes, viejas, colectivas, madres, hijas, nietas— lo conocía bien. O al menos, sabía de qué estaba hecho: de ese barro fino con el que se moldeaban los profesores que corregían el tono, no el abuso; que preferían la cronología de los virreyes a la de las muertes sin justicia.
La había conocido en un curso optativo sobre patrimonio simbólico, cuando él todavía ejercía la docencia. Amaranta llegó con cuadernos rayoneados, uñas mordidas, y una mirada que incomodaba porque escuchaba sin pestañear. Tenía diecinueve años y una furia contenida que no sabía aún cómo usar. Él tenía una silla cómoda, un prestigio modesto y la costumbre de hablar más de la cuenta. La primera vez que ella lo contradijo en clase, Fonseca le bajó un punto. La segunda, la interrumpió con una anécdota. La tercera, no dijo nada, sólo la miró con un gesto que no era exactamente desaprobación, pero tampoco respeto.
—Las mujeres de la Revolución no fueron protagonistas, señorita Meraz —le dijo con esa voz suya de enciclopedia fatigada—: fueron circunstanciales.
—Y usted también —respondió ella, sin levantar la voz.
Durante años, Fonseca la evitó con disciplina. Era la única que alegaba siempre y personas así mejor de lejitos. Cuando su nombre aparecía en convocatorias, jurados o proyectos, él se excusaba por “razones personales”. Cuando la vio en una marcha —portando un cartel que decía “Tu silencio no es neutralidad, es complicidad”—, dio media vuelta y se metió a un Sanborns a fingir que compraba mapas históricos.
El video llevaba por título: Memoria y territorio: lo que no quieren que recordemos. Estaba filmado frente al Antimonumento. La cámara temblaba, pero la voz era nítida: “El espacio público no es neutral. Tiene dueño, tiene historia, tiene jerarquía. Este antimonumento no ofende a la memoria, la revela, la obliga a mirarse sin maquillaje de bronce”. Hasta ahí todo bien, pero el video cerraba: “Al señor Fonseca lo conocí cuando creía que para ser escuchada tenía que hablar bajito”.
Las reacciones no tardaron. Hubo columnas a favor, columnas en contra, una entrevista radial en la que Fonseca tartamudeó por primera vez en veinte años, y hasta un panel especial en el canal cultural del Estado bajo el título “¿Qué lugar tiene el desacuerdo en la memoria colectiva?” donde lo sentaron al lado de una historiadora de veintitrés años que llevaba el cabello teñido de verde, quien lo llamó “conservador emocional”. Fonseca resistió con dignidad rencorosa. Lo que no pudo soportar fue la noche en que alguien, con plumón morado, escribió su nombre al pie del Antimonumento: “No más Anacletos Fonsecas”.
Al principio pensó que era una broma. Un exceso activista. Un error. Pero volvió al día siguiente, a las 7:45 de la mañana —con gorra, lentes oscuros y un paso rápido— y ahí seguía: su nombre, garabateado con furia y letra apretada. Intentó borrarlo con una servilleta húmeda. Luego con un poco de gel antibacterial. Finalmente, en un gesto de desesperación simbólica, sacó una botellita de cloro que llevaba en el portafolio “por si acaso”. Nada funcionó. Un hombre que vendía tamales en la esquina lo observaba desde lejos, con la mezcla exacta de indiferencia y desprecio que sólo se reserva para los funcionarios públicos en desgracia. Aunque es obvio que ni siquiera lo reconoció.
Esa noche no cenó. Releyó fragmentos de su libro Monumento y Nación: la retórica del mármol. Y se preguntó, por primera vez, si de verdad creía todo lo que había escrito. No llegó a una conclusión. Pero al día siguiente le escribió un mail formal a la Secretaría de Cultura para proponer una “mesa de diálogo plural” en la cual discutir la permanencia, pertinencia y regulación estética de los antimonumentos en el espacio público. En el fondo, quería salir por la puerta académica, no por la puerta trasera de la historia.
El día del encuentro programado por la Secretaría de Cultura, la sala se encontraba llena de gente con cara de antojo por los bocadillos y las bebidas posteriores al evento. Fonseca llegó puntual, con su camisa de botones planchada y una corbata de puntitos. Amaranta apareció unos minutos después, con un conjunto negro tan elegante que parecía venir de una sesión de fotos para una revista sobre “activismo con estilo”.
Fonseca había preparado su discurso, con citas de pensadores muertos, frases largas y una referencia a Marx, que parecía más algo involuntario.
—El espacio público es un lugar donde las ideas deben convivir —dijo Fonseca, con la voz grave de quien lee algo que leyó en Wikipedia y lo repite con convicción—. La memoria histórica no puede ser modificada por caprichos de… pequeños movimientos sin sustancia.
—¿Pequeños movimientos sin sustancia? —repitió Amaranta, mirándolo—¡Eso es tan cierto, Fonseca! Lo mismo se podría decir de las estatuas que usted defiende: grandes, inútiles, polvorientas y sin ningún propósito real más allá de recordar lo que ya nadie quiere recordar.
Fonseca intentó una y otra vez dar lecciones sobre la importancia del “mármol histórico”, mientras Amaranta rebatía sus argumentos absurdos, como el de que los monumentos no eran sólo de piedra, sino también de “recuerdos embalsamados” y que algunas veces, incluso, los monumentos se olvidaban de sí mismos.
—¿Está usted diciendo que los monumentos tienen memoria y también sentimientos? Porque, si es así, me gustaría pedirle disculpas a la estatua de Colón por los comentarios que rayoneé sobre su “rostro de piedra”.
El público se rio, aunque nadie sabía si lo hacía por la broma o por el desconcierto general. Fonseca se quedó allí, inmóvil, mirando la mesa, todo extraviado. Al final, no hubo grandes conclusiones y todo el mundo se fue, tras deglutir la mayor cantidad de bocadillos, con una sensación de que la guerra no se había librado en el terreno de la memoria, sino en el campo del ridículo.
Después del evento, Fonseca caminó por las calles, “absorto en sus pensamientos”, se dijo a sí mismo, usando el lugar común, tan adecuado para su propia persona. Los demás lo miraban con la misma indiferencia que se le tiene a un mueble viejo en una tienda de antigüedades o en las chácharas. Y entonces, como si todo hubiera sido una broma cósmica, algo lo obligó a ir al Museo de Historia. El lugar donde los muertos se conservan en vitrinas, donde las huellas del pasado permanecen inalteradas, al menos hasta que se les da un nuevo sentido. Amaranta ya lo esperaba ahí. No porque se hubieran citado, sino porque, en ese momento, estaba parada frente a una escultura mutilada femenina, erguida sobre un pedestal agrietado.
—Lo sabía, sabía que iba a venir —murmuró ella, sin volverse a mirarlo—. ¿Viene a retirarla también?
Fonseca ignoró su pregunta, se colocó delante de la estatua de mármol, sacó su celular y dirigiéndolo a ella, comenzó a grabar el en vivo, presentándose como nuevo influencer de patrimonio monumental, en su primer tik tok de Formas modernas de ignorar el pasado. “La audacía”, pensó Amaranta.
(Ciudad de México, 1983). Estudió Ciencias de la Comunicación en la unam y el diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores de la Sogem. Obtuvo la Beca Jóvenes Creadores del Fonca en cuento y novela. En 2019 ganó el I Premio de Crónica Breve Carlos Monsiváis. Ha publicado el libro de relatos Las elegantes (Paraíso Perdido Editorial, 2021) y la novela La alegría del padre (Alfaguara, 2023)