Monumentos y Antimonumentos: política y cultura en torno a la rememoración

Maai Ortiz
junio-julio de 2025

 

 

En este país se fabrican cadáveres, Christian Becerra, de la serie Todas las cosas deben morir, 2018.


Hacia 1903, Alois Riegl publicó un texto canónico para la historia del arte y las teorías en torno al patrimonio cultural, particularmente en lo concerniente a las discusiones sobre la conservación y la restauración. La fama e impacto de esta obra permitieron que se convirtiera en uno de los fundamentos teóricos para las primeras disposiciones vinculadas a la implementación de políticas culturales internacionales respecto a temas patrimoniales, incentivando la creación de documentos como la Carta de Venecia, de 1964.

La reflexión de Riegl se centró principalmente en la evolución concerniente a la valoración de los monumentos, los cuales clasificó como intencionales y no intencionales. Es decir, aquellos que fueron creados ex profeso para conmemorar un evento o personaje, y aquellos que no fueron creados con esa intención, sino que adquirieron su valor con el tiempo. Dentro de los distintos valores que contempló, se encuentran el valor artístico, el histórico y el relacionado con la antigüedad. Esta tipología fue pieza clave para el surgimiento de algunas legislaciones en Latinoamérica, como la mexicana, que en 1972 estableció la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos. Esto nos permite dimensionar la influencia que Riegl tuvo en ciertos marcos normativos de países como México, aunque en la actualidad, los nombres de las leyes vinculadas a monumentos se relacionan con las leyes de protección al patrimonio cultural.

Entre otros valores considerados por Riegl, destaca el de la rememoración erinnerungswert), concebido como aquel que apelaba a la memoria colectiva. Este valor se refería al deseo humano de conservar algo como medio para recordar el pasado, aludiendo a dos aspectos: el emocional y el simbólico. Junto con el valor de rememoración, Riegl consideró el valor histórico, aludiendo a la autenticidad y la capacidad del monumento para convertirse en un testimonio del pasado. Enfatizó que uno de sus usos principales era como documento, convirtiéndolo por tanto, en una fuente histórica privilegiada. Desde esta perspectiva, el valor histórico apelaba a los monumentos como evidencia del pasado.

Retomar la propuesta de Riegl para entender la idea de antimonumento me parece fundamental, ya que estos elementos fueron usados por las narrativas nacionales, permitiendo al poder gubernamental de los distintos Estados configurar un complejo exhibitorio desde la idea de lo nacional, como pensaría Tony Bennett varias décadas después. Tal plataforma de mostración lograría la instrumentalización de estos dispositivos para su colocación en espacios públicos. Este despliegue no solo daría lugar a la creación de representaciones visuales de momentos heroicos, sino que también permitiría evocar aquellos “hechos históricos” mediante actos performativos mediante ceremonias y rituales estatales que convocaran de manera periódica a la unidad de la población, a pesar de sus diferencias étnicas, religiosas, culturales, sociales y de clase. Sin olvidar que aquellos monumentos no intencionados también formarían parte de los usos del pasado que estos gobiernos darían, como es el caso de zonas arqueológicas, castillos, edificios y otros elementos que hoy trascienden lo tangible.

En ese sentido, la representación de héroes, hechos históricos, guerras, batallas y otros elementos similares permitiría crear una especie de prótesis que ha permitido hacer presente al Estado nación, su historia oficial y sus escenificaciones. Esto activaría la función teatral y pedagógica, evocando procesos que le permitieran cumplir con estos fines. A diferencia de los museos nacionales, los monumentos, por su naturaleza pública y democratizadora, permiten ser presenciados por cualquiera, lo cual los inserta en una dinámica social particular, especialmente aquellos que se hacen presentes en el espacio público. Su naturaleza pública genera interacciones de otro tipo, que van desde entenderlos como parte del imaginario que evoca a un país, convertirse en símbolos nacionales y expresiones de identidad, hasta incluso generar dinámicas de apropiación como las selfies, tanto de propios como de extraños.

A estas alturas, es claro que los monumentos fueron elementos clave para institucionalizar aquellos sucesos dignos de ser recordados. Ernest Renan ya había advertido sobre este aspecto al disertar sobre la discusión en torno a la idea de nación. Comprendió la necesidad de articular ciertas mitologías nacionales para dar paso a la unidad nacional y a la idea de soberanía, las cuales, en este caso, se expresaron a mediante la cultura material de las naciones. Regresando a la idea de rememoración de Riegl, su propuesta nos coloca en una histórica tensión entre lo que es institucionalmente un recordatorio mediante los monumentos, pero que a la par, apela a los borramientos y olvidos que fueron estratégicamente confeccionados desde que se tomaron ciertas decisiones estatales para confeccionar las narrativas del Estado nación, según los distintos intereses. Por otro lado, si bien se comienza a discutir la idea de las políticas culturales con André Malraux, la administración de los monumentos como objeto de interés de las entidades estatales ya estaba presente desde antes. El caso mexicano es muy evidente: el vasconcelismo desplegó con gran fuerza el complejo exhibitorio estatal desde principios del siglo XX.

El contexto relatado incita a reflexionar y cuestionar sobre qué es posible rememorar mediante los monumentos del complejo exhibitorio estatal, según quiénes, en qué espacio es posible, con qué finalidad y bajo qué condiciones. Estos cuestionamientos no son ociosos, pues que son parte de la razón por la que surge la idea de antimonumento. Esta propuesta incentivada por grupos de la sociedad civil es una contestación a la plataforma de exhibición estatal, ya que muchos de estos elementos se han colocado sobre la avenida Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, con la intención de denunciar las violencias del Estado, la impunidad y las injusticias, así como evocar una lucha contra la violencia estructural mediante la visibilización del dolor que han causado distintos crímenes como la desaparición forzada, los feminicidios y la impunidad por diversas acciones donde el poder estatal es parte del problema.

En este sentido, los antimonumentos no celebran narrativas institucionales o heroicas, sino que tratan de desestabilizar los relatos y discursos oficiales. Esta alteración de las gramáticas nacionales coloca a estos dispositivos como una máquina de guerra, en palabras de Didi Huberman; se usa la lógica exhibitoria manifiesta en los espacios públicos para señalar, denunciar y rememorar eventos incómodos donde la (in)acción estatal ha sido señalada como parte estructural de los problemas de distintas luchas sociales: la omisión y falta de atención al caso de las cuarenta y nueve niñas y niños que murieron de la guardería abc; los sesenta y cinco mineros muertos en la mina Pasta de Conchos; la represión sufrida por estudiantes y población civil en el Halconazo; las mujeres víctimas de feminicidio; la matanza de Tlatelolco; los 43 estudiantes de Ayotzinapa; la masacre de setenta y dos migrantes en San Fernando, entre otros hechos que han motivado la creación de antimonumentos que han sido erigidos como una forma de rememorar, pero también de exigir justicia y verdad.

Las particularidades de estas (contra)narrativas radican en su origen autónomo, impulsadas por la voluntad ciudadana, especialmente por familias, víctimas, colectivas y grupos que no se amparan en el aval institucional, sino que buscan generar actos de protesta y memoria. También se manifiesta un escenario de tensión política, donde se busca desafiar al Estado y sus instituciones, ya sea por sus omisiones, participación o encubrimiento. Es importante mencionar que la ubicación de estos elementos es estratégica, ya que utilizan espacios con una fuerte carga simbólica y de gran tránsito como lo es la Avenida Reforma en la Ciudad de México, una de las más reconocidas del país, haciendo manifiesta su indignación en un polígono que es escenario de múltiples manifestaciones durante todo el año. Además, la intención de estos artefactos es mantener una exigencia de justicia mediante la memoria viva y activa, es decir, no favorecer el cierre del caso, sino mantener viva la llama, por decirlo metafóricamente. En términos estéticos, los elementos son sencillos y potentes, apelan a los imaginarios sociales que permitan una rápida lectura y reconocimiento del suceso al que hacen referencia. Las formas simples y colores sólidos no minimizan su potencia, sino que implican una poderosa carga simbólica que resignifica el espacio público.

Finalmente, es necesario advertir la institucionalización de estos artefactos. Hacia el 2021, el Partido Acción Nacional, un partido de derecha, intentó utilizar el antimonumento para, supuestamente, honrar a las víctimas del accidente de la línea 12 del metro de la Ciudad de México. Si bien fue una acción en contra del partido oficialista, es importante cuidar esta iniciativa de la sociedad civil, ya que su institucionalización por parte de un partido político, empresa o gobierno, banalizaría la potente máquina de guerra en que se han convertido los antimonumentos en este país. Definitivamente, la creación de estos artefactos ha reconfigurado los escenarios de la política cultural en México, así como la tensa relación entre política y cultura, no sólo por la interpelación crítica al poder de la narrativa del Estado nación, sino también por la disputa que provoca este instrumento de rememoración colectiva proveniente de las personas afectadas.

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Maai Ortiz

Doctor en Humanidades y Maestro en Comunicación y Política por la Unidad Xochimilco de la uam y Licenciado en Arte y Patrimonio Cultural por la uacm. Profesor de Asignatura en la uacm.