Aparte de mi trabajo,
lo que más me interesa es la jardinería,
en especial la horticultura.
george orwell
“En la primavera de 1936, un escritor plantó rosales”. A partir de este gesto, en apariencia nimio, la escritora estadounidense Rebecca Solnit da vida en Las rosas de Orwell a un brillante conjunto de ensayos que nos presenta un rostro escasamente conocido de una gran figura literaria. La también historiadora se mueve por el asombro y la curiosidad para, al estilo de una detective, seguir el rastro de las rosas plantadas por George Orwell poco antes de que se embarcara a España para combatir en la Guerra Civil.
La semilla de este libro fue el ensayo del escritor inglés titulado “En defensa del párroco Bray”, publicado originalmente en la primavera de 1946 en el semanario socialista Tribune. En él, Orwell cuenta que diez años atrás plantó rosas y árboles frutales en su casa de Wallington, al sureste de Inglaterra. El autor de Rebelión en la granja se admira de que la mayoría de los árboles plantados aún sobreviva y a propósito de ésta y otra anécdota, que involucra al párroco Bray del título, sostiene que el acto de sembrar un árbol es un regalo a la posteridad. Con estas señas, Solnit viaja hasta Wallington en busca de la casita del escritor. Su objetivo: descubrir si los rosales plantados hace más de ochenta años aún están en pie.
Más allá de ese periplo, la potencia del libro radica en la capacidad de su autora para hacernos ver a Orwell —y también a las rosas— con otros ojos. Las rosas de Orwell consta de siete secciones divididas a su vez en varios capítulos. Aunque siempre apoyada en la misma raíz: la plantación de rosas por parte del escritor inglés, el poder de asociación de Solnit se ramifica por una interesante variedad de asuntos. El interés de Orwell en la jardinería y la horticultura; el relato que hiciera de la explotación de los trabajadores y las minas de carbón de la Inglaterra de las primeras décadas del siglo XX, registrado en El camino a Wigan Pier; la sensual fotografía de cuatro rosas tomada por la comunista Tina Modotti en 1924; la obsesión de Stalin de plantar limones en un clima frío; la privatización de los espacios naturales como símbolos de desigualdad social y económica en la Inglaterra del XIX; la espinosa producción de rosas en Colombia, y el legado de placeres de Orwell son, respectivamente, los ejes temáticos de cada grupo de ensayos. Si bien, tal vez sólo sea un gran tema el que, desde diferentes motivos, aborda la escritora estadounidense: la búsqueda de la belleza.
A Solnit le intriga el hecho de que Orwell, escritor visionario en su análisis del totalitarismo y la propaganda, se tomara el tiempo y la energía para sembrar unos rosales:
Que un socialista, un utilitarista o una persona práctica o pragmática plante árboles frutales no tiene nada de sorprendente, ya que estos poseen un valor económico tangible y producen alimento, un bien necesario, aunque produzcan mucho más que eso. Pero plantar un rosal —o, en el caso del jardín que Orwell resucitó en 1936, siete rosales al principio y luego otros más— puede significar muchas cosas.
Las razones que llevaron al escritor británico a emprender esta acción es el misterio por resolver que se plantea la escritora e historiadora en este libro.
“Si ‘guerra’ tiene un antónimo, quizá sea ‘jardines’”, plantea Solnit en una de sus primeras pesquisas. “La gente —continúa— ha encontrado una clase determinada de paz en los bosques, las praderas, los parques y los jardines”. La aseveración, de por sí convincente, se colma de sentido cuando en páginas posteriores nos recuerda que a Orwell le tocó vivir tiempos turbulentos. Tenía once años cuando estalló la Primera Guerra Mundial y, ya adulto, fue testigo de la Segunda. Lo que cautiva a Solnit es que, aun en el marco de estos conflictos bélicos y mermado por una creciente afección pulmonar, el autor de 1984 tuviera la fuerza de ánimo para dedicarse a cuidar flores. No sólo en la aldea de Wallington, también en la que fuera su última morada, una casa de labranza ubicada en la isla de Jura, cerca de la costa occidental de Escocia, donde, como en la de aquella aldea, además de semblar flores de ornato y árboles frutales, montó una granja.
Así, la también autora de ese clásico del feminismo contemporáneo que es Los hombres me explican cosas amplía la noción de ese adjetivo en que ha derivado el apellido adoptado por Eric Arthur Blair: orwelliano.
Si escarbamos en la obra de Orwell —escribe—, daremos con infinidad de frases sobre las flores, los placeres y el mundo natural. Si leemos un buen número de esas frases, el retrato gris cobra color y, si buscamos esos extractos, incluso 1984, su última obra maestra, cambia de cariz. Son frases menos grandilocuentes y menos proféticas que los análisis políticos, aunque no son ajenas a estos y poseen su propia poética, su propia fuerza y su propia política.
Solnit añade color a esa imagen grisácea del escritor, pero sin traicionar su espíritu en el boceto de ese retrato. En el acto de cultivar un jardín encuentra, por ejemplo, un trasfondo político: “La naturaleza es en sí misma inmensamente política por lo que se refiere a cómo la imaginamos, interactuamos con ella e influimos en ella, pese a que en aquella época no fueran muy conscientes de ello”. De este modo, la figura de Orwell se ensancha y se complejiza. Ya no lo vemos sólo como el creador que denunció las mentiras y la violencia del totalitarismo, sino como el hombre que, en su clarividencia política, tanto en su vida como en sus novelas y ensayos, propugnaba por el deleite de la naturaleza, en una búsqueda de la belleza que constituía una manera de hacer frente a los conflictos de su tiempo. Y que, como se reitera en Las rosas de Orwell, constituye un acto de esperanza: “Ese hombre —escribe Solnit— pensaba en el futuro y en cómo contribuir a él cuando defendió que plantar árboles quizá fuera el gesto más duradero que la mayoría de los humanos podía hacer”. Lo orwelliano, pues, también tendría que ver con la alegría y el placer.
En este nuevo acercamiento a la figura del escritor inglés, Solnit también nos los presenta como a un esposo y padre cariñoso. La visita a la tumba de Eileen O’Shaughnessy, su primera esposa, en 1946, resulta ilustrativa en este sentido: “Las rosas poliantas de la tumba de E. han prendido bien. Planté aubrietas, floxes mini, una especie de saxífraga enana, una siempreviva del algún tipo y clavelinas mini. Las plantas no estaban en muy buen estado, pero llovía, así que deberían arraigar”, cita la autora y anota al respecto: “Tal vez esta sería una de las imágenes más conmovedoras de Orwell: un viudo inclinado sobre la tumba de su joven esposa, en un lugar donde tenía pocos contactos, cavando y plantando en un día lluvioso y gris”.
Mediante reflexiones de este estilo Rebecca Solnit da respuesta a la pregunta que guía el libro. El compromiso político sostiene la vida y la obra narrativa y ensayística de George Orwell pero, como nos queda claro al leer Las rosas de Orwell, también valoraba el deseo, el placer, la belleza y la alegría. En su forma de relacionarse con el mundo natural y con las personas a las que amaba encontraba una fuerza opositora a cualquier tipo de autoritarismo.
Las rosas de Orwell
Rebecca Solnit.
Traducción de Antonia Martín
Ciudad de México, Lumen, 2022, 348 pp.