La estrella de oro

Víctor Vásquez Quintas
abril-mayo de 2025

 

 

Aristarkh Lentulov, Mujer migrante, 1933, óleo sobre tela


En la Estrella de Oro todos eran mexicanos o lo parecían. A las siete de la mañana sólo había en la sala de espera mujeres con niños que venían de visitar a la familia en alguna colonia olvidada al otro lado del muro; ancianos con pesadas cajas de cartón que el mozo de la paquetería les ayudaba a mover; hombres de mediana edad regresando de celebrar las fiestas de diciembre en los pueblos donde habían nacido. Tijuana se veía perfectamente detras de la línea de fierros viejos.  

María llevaba puestos los lentes de sol y descansaba las piernas sobre la maleta. En cualquier momento llamarían para el abordaje del autobús que los llevaría a Madera, una pequeña ciudad al centro de California. Ella y Farid iban a establecerse con parte de la familia de María que vivía en el otro lado desde hacía muchos años atrás. Sólo mientras encontraban trabajo y empezaban a ganar el dinero que les permitiese tener su propio techo. Después verían a dónde mudarse a vivir. Tenían la esperanza de moverse a una gran ciudad. Habían hablado de Chicago o Nueva York.

Tenía algunos minutos que habían cruzado a pie la garita de San Ysidro, donde una agente de inmigración de rasgos asiáticos llamó “puta mierda” al maltrecho aparato que verificaba las visas adheridas a las fojas de los pasaportes. El trámite para que les dieran la visa había sido muy engorroso: habían tenido que viajar seis horas en autobús a la capital y pagar cien dólares cada uno para la cita en la embajada. Más allá del dinero que gastaron, lo difícil fue cuando tuvieron que mentir con lo de que Farid aun trabajaba en el periódico y las clases de María en la universidad. Pero al final, el gringo en la Ciudad de México que los interrogó en la embajada vio una pareja con educación universitaria y les creyó.

Horas más tarde el camión avanzaba sobre una carretera tan lisa como una navaja de obsidiana. Atrás se iban quedando los poblados mientras el armatoste mecánico hundía en la noche sus colmillos luminosos sobre el pavimento. Farid miró el reloj. No podía creer que dos horas antes había pisado por primera vez Los Ángeles. Cuando iban entrando a la ciudad lo primero que pensó fue en Hollywood y Beverly Hills, en Santa Mónica y Venice Beach. Tarareó “L. A. Woman” pensando en The Doors.  Pero antes de llegar a Los Ángeles, les había pasado algo en el punto de revisión de la Border Patrol, donde el chofer se apresuró a apagar el reproductor de CD en el que había disfrutado del mejor repertorio de narcocorridos antes de que los agentes de la migra subiesen a inspeccionar el camión.

El primer agente de la migra era joven y traía en la mano una linterna. Usaba una gorra con las iniciales de la corporación; en el cinto le sobresalía el arma de cargo y las esposas metálicas daban un toque temerario a sus ojos de lince que paseaban entre los rostros de los pasajeros. Cuando iluminó la cara de Farid, él pensó en el número de cervezas y marihuana que el agente se había metido en sus viajes a Tijuana y Cancún. Pero el migra siguió de largo sin hacerles caso. En un español agringado le solicitó a una persona sentada al fondo del camión que le mostrara los documentos. María y él se disponían a presenciar la escena cuando la voz de un segundo agente los detuvo. Era de tez morena. Sus facciones tenían parecido con Dennis Farina, el actor que hizo de mafioso gringo en la película Snatch. Estudiaba el rostro de cada pasajero que iba iluminando como si se asegurase de que a su joven compañero no se le había escapado algún indocumentado. ¿Por qué se fijó en María? Le solicitó entonces el pasaporte con perfecto acento de mexicano. Al darse cuenta que ella miró a Farid, también se lo pidió a él.

—¿Viajan juntos? —dijo el agente, mientras cotejaba la visa en los documentos.

Los dos contestaron que sí.

—¿A dónde van? ¿Qué son ustedes?

La luz de la linterna se agitó sobre ellos como un detector de secretos.

—A Los Ángeles y somos novios —Farid se apresuró a contestar.

Temió que el agente hiciera más preguntas que indagaran en los verdaderos motivos que los habían traído a los Estados Unidos. Lo que no esperaba es que el agente de la migra se llevara la mano al pecho y empezara a cantar el bolero de Armando Manzanero:

Somos novios, mantenemos un cariño limpio y puro, como todos, procuramos el momento más oscuro… 

La interpretación dejó a los pasajeros perplejos. Aunque inmediatamente después surgieron las risas en el autobús y el agente agradeció como un artista al percatarse de su éxito. Dijo en inglés a su compañero que todo estaba en orden y, ya sin hacerles caso ni a Farid ni a María, desearon buen viaje a todos.   

Pero lo del cantante de la migra y Los Ángeles había quedado atrás, y ahora Farid hacía un buen rato que tenía los ojos puestos fuera del autobús. Llevaba horas sin ver un solo edificio ni una ciudad de movimiento frenético. Era casi medianoche y estaba interesado por ese gran espacio sin luz que se extendía al otro lado de la carretera. La escotilla de ventilación estaba abierta y un viento frío pero agradable se colaba refrescando a todos en el autobús. Farid buscó a María y descubrió que a su rostro lo rodeaba el gorro invernal de la chamarra. Una bufanda le cubría la boca y sus ojos reflejaban el fulgor de los automóviles que pasaban en sentido contrario. Ella le había explicado que estaban atravesando la zona agrícola más productiva del mundo. Era el tipo de cosas específicas que sabía por los estudios que había hecho en la universidad, aunque lamentablemente, a veces —lo decía Farid en un tono de burla—, eso no le hubiese servido de mucho para quedarse en México.

El autobús se desvió por una calle lateral hasta que doblaron por un puente que atravesaba la autopista. Debajo se veían los ocho carriles, donde sobresalían los tráileres pasando en ambas direcciones. Pero no había rastro de ninguna gran ciudad de movimiento frenético ni tampoco de un solo rascacielos. Tan sólo estaba el espacio oscuro de los campos, que parecía no quererse separar de ellos y donde únicamente los focos de algunas casas se atrevían a salpicarlos de luz. 

Poco después llegaron al estacionamiento de un centro comercial. Una zona habitual de descenso para los pasajeros de la Estrella de Oro. Las únicas personas que se veían alrededor eran dos mujeres fumando recargadas en una vieja camioneta. Un hombre, asientos adelante del de ellos, se levantó con un niño en brazos que dormía con la cabeza apoyada sobre su hombro.  

—¡Tulare! —gritó el chofer—. ¡Estamos en Tulare!

Las luces interiores se encendieron. María aprovechó para sacar el mapa de California y colocarlo sobre sus piernas. En el cuadrante marcado, su dedo índice se movió desde el sur, sobre la leyenda MEXICAN BORDER; siguió hacia el norte por la autopista 5 hasta llegar a Los Ángeles; cruzó la ciudad y luego señaló una línea amarilla que marcaba la autopista 99 en Bakersfield; a partir de ahí, su dedo se dirigió una vez más hacia el norte con dirección a Sacramento. En medio de la travesía, finalmente se detuvo en el nombre de Madera.

—Falta como una hora de camino —dijo María.

Farid supo que había sido una lástima que guardaran la botella de mezcal en la maleta. Un trago no caería mal, pensó mientras se frotaba las manos antes de guardarlas en la chamarra. El autobús retomó la carretera durante cuarenta minutos hasta que se internó una vez más en las calles solitarias de otra ciudad.

—¡Fresno! —gritó el chofer—. ¡Estamos en Fresno! ¡Última parada!

Los pocos pasajeros bajaron sus pertenencias del portaequipaje superior. Pero María y Farid se miraron porque algo estaba mal. Descendieron del autobús para hablar con el chofer, un viejo mexicano, alto y flaco, que apretaba el cigarro con los labios mientras descargaba las maletas.

—Oiga —dijo María, con los boletos del autobús en la mano—. Nosotros vamos a Madera.

—Les vendieron mal sus boletos —el humo del cigarro salía de la cabeza del chofer como una tetera hirviendo—. A veces pasa. Pero la última parada es Fresno. Pueden llamar a los números que están atrás de los tickets y quejarse. Aunque la mera verdad, a esta hora nadie contesta.

—Pero mire, señor —Farid intervino—, ¿dónde nos vamos a ir? La gente que nos espera no está aquí.

El chofer se quitó el cigarro de la boca y los miró como si fuese un juez que odiaba las explicaciones.

—Madera está a veinte o treinta minutos en coche —dijo—. Pueden tomar un taxi, aunque les cobrará unos cien dólares. Yo les aconsejo que mejor se vayan a un hotel y mañana tomen el primer autobús de la mañana. A las ocho sale uno.

—¿Al menos podría acercarnos a un taxi? —María intentaba convencer al hombre.

—Lo siento, pero ese no es asunto mío —el chofer de la Estrella de Oro retiró las etiquetas del equipaje y subió al camión.

—Pinche viejo culero —soltó Farid entre dientes, y junto a María se quedó en la banqueta mucho tiempo después de que el último pasajero se marchó

Ir al inicio

Compartir

Víctor Vásquez Quintas

(Oaxaca, 1984) ha publicado los libros de cuentos Últimas anotaciones (feta,2009), El ruido de los veraneantes (Parajes-Seculta, 2016) y Madera (Pérgola, 2023). También las novelas cortas La Noche (Ediciones B, 2012) y POV (Pharus, 2013). Obtuvo las becas Jóvenes Creadores del Fonca (2011) y PECDA Oaxaca (2009) en las categorías de cuento y novela.