Tiempo: 10000, Alejandro de la Concha, 2025.
No hay collage más inesperado que los tianguis que se encuentran en las afueras de París, en la Banlieue. Los olores de las especias de la comida del Magreb se entremezclan con el olor dulzón de la comida china y se difuminan entre quesos maduros, charcutería y la mantequilla de las crepas. El oído tarda en identificar los sonidos enmarañados de conversaciones en árabe, lenguas africanas, español, portugués y al equivalente “véale, güerita; pásele, joven” del vendedor de frutas Sirio. El ojo descifra las voluptuosidades de las frutas africanas y latinoamericanas, los patrones coloridos de la ropa de Malí y los fractales de las mandalas hindúes. Para llegar a un tianguis de la Banlieue, en muchas zonas, un sábado por la mañana, se necesita tomar trenes o buses con largos tiempos de espera y que pueden ser cancelados sin previo aviso.
La Banlieue es donde la gentrificación ha permitido que los estudiantes como yo puedan encontrar departamentos a precios asequibles y mejor equipados que un equivalente estudio parisino de doce metros cuadrados, además de estar, casi siempre, más cerca de las universidades. Después de los enfrentamientos del 68 entre los estudiantes y la policía en las calles de París, los campus universitarios se construyeron en la periferia. La Banlieue es también el hogar de los choferes de autobús, de los guardias de seguridad de las tiendas parisinas, del personal de limpieza que desde muy temprano toma el RER para llegar al trabajo y de los albañiles nómadas que subsisten de los proyectos de construcción en la capital.
Hay que bajar las expectativas del sueño parisino para vivir en la Banlieue: no más torre Eiffel, ni edificios Haussmann; no más restaurantes ni bares históricos y pintorescos; ni panaderías con torres de macarons y esculturas de chocolate. Hay que acostumbrarse a las calles y edificios de formas rígidas que se apilan como bloques de lego desordenados, los retrasos en los trámites de migración, la venta de drogas, los chiflidos de hombres extraños que exigen la atención de las mujeres, los robos, a cambiar el filtro del agua para que el estómago no se desgaste con la cal; pero para muchos, para los que vienen de la periferia de la periferia, la Banlieue es la tierra prometida, el sitio donde el otro es tolerado.
Las ciudades, sus calles, sus centros y periferias son como los caminos que se trazan en la arena al dejar correr agua; el resultado de un juguetear del tiempo con la vida de la gente que fluye en el territorio, con sus vínculos de sangre y con su sudor. La geometría de la segregación puede dibujarse con reglas simples, basta que un grupo de personas sienta incomodidad ante lo diferente, y busque relacionarse únicamente con otros que considere como iguales. Cristianos y musulmanes, negros y blancos, ricos y pobres, estudiantes y jubilados, los nombres cambian, pero la segregación solo necesita unas gotas de intolerancia para surgir.
Una metáfora ilustrativa de la segregación puede encontrarse en la Física, en los modelos utilizados para estudiar los materiales ferromagnéticos. Imagínese una cuadrícula ocupada por miles de partículas con una carga positiva o negativa —roja o azul—, una identidad, cada una con una posición escogida al azar (Tiempo=0). Imagínese que las partículas tienen ese comportamiento de preferir estar rodeadas por partículas de su misma carga y rehuir a las partículas con carga opuesta. Supongamos que a cada tiempo t, a cada partícula se le permite cambiarse de sitio libremente y de acuerdo con sus preferencias (Tiempo=100). Bajo ciertas hipótesis técnicas, el modelo Ising predice la aparición de conglomeraciones de partículas con el mismo tipo de carga, de guetos, que llegarán a un punto de equilibrio y dejarán de evolucionar con el tiempo (Tiempo=10000). Las partículas sólo siguen un comportamiento mecánico preprogramado, una idiosincrasia que no son capaces de criticar. La aparición de conglomeraciones en las partículas del modelo Ising no toma en cuenta que las partículas voten por un político populista, dicten leyes basadas en sus fanatismos o hagan persecuciones raciales o ideológicas.
A diferencia de las partículas, los habitantes del centro y la periferia construyen un sentido de pertenencia y un mito sobre lo que es el otro. Las barreras físicas y la geometría de la intolerancia, no sólo dibuja fronteras, sino también las identidades de las personas que habitan en el territorio dividido. Para los jóvenes de la Banlieue, franceses de nacimiento pero hijos de migrantes, la identidad se dibuja con los estereotipos creados por un país que constantemente cuestiona su integración a la República, con las condiciones de marginalización y violencia que viven en sus barrios y con el país de sus padres, que los jóvenes reconstruyen con trozos de anécdotas y pláticas con familiares aun allá. Un mestizaje hecho de nis: ni franceses, ni del país de origen. Desde la visión oficial, a estos bebés se les nombra de la forma equivocada. De niños se les enseñan las costumbres incorrectas, se les adoctrina mediante las fiestas que celebran. Ya adolescentes, se rodean de malas compañías. Su cosmovisión está mal por no ser, dicen ellos, francesa.
“Para muchos jóvenes poco calificados que vienen de barrios difíciles y que muchas veces tienen apellidos repelentes para los patrones, cuando se tiene un nombre que no es Martin o Emmanuel, es más difícil tener un trabajo. Y si usted se llama Youssef o Ibrahim en nuestro país, es mucho más difícil, tiene cuatro veces menos probabilidades de que lo llamen para una entrevista laboral”, afirmó Emmanuel Macron.
“Es evidente, si somos honestos, que si me hubiera llamado Moussa Darmanin, yo no habría sido ni alcalde ni diputado y, sin duda, no habría sido ministro del interior”, dijo Gerald Darmanin, en su discurso al dejar su cargo en 2024.
A los valores de la República de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, los políticos de centro y derecha han agregado dos más: Integración y Laicidad, pero los nuevos valores refuerzan y crean nuevas distancias. ¿Qué integración puede haber en una sociedad donde el nombre es ya un estigma? La laicidad y la integración exige aún más que el propio nombre. Son herramientas que permiten que la culpa siempre caiga sobre el segregado e imposibilita cualquier discusión con el poder; establece una relación de dominación, donde se impone que el otro se acomode a un molde de forma violenta y se pospone hasta el infinito la posibilidad de tratarlo como un igual, independientemente del esfuerzo que se haga para cumplir las exigencias. Además, invisibiliza las verdaderas causas de la segregación, la refuerzan y permiten legitimarla. Todo acto o discurso que se construye sobre la división, sobre lo nuestro contra lo ajeno, alimenta aún más el flujo que recorre los senderos que dibujan identidades. Los cauces se llenan, perfilan con más nitidez las fronteras y, en el límite, desbordan en violencia:
Noviembre 2015. Ciento treinta muertos son el resultado de los ataques terroristas cometidos en París. El más sonado: la toma de rehenes en el teatro Bataclán, donde ochenta personas son acribilladas en medio de un concierto de Hard Rock. Algunos de los involucrados son jóvenes de la Banlieue, franceses de origen árabe, radicalizados por discursos del Estado Islámico disponibles en Internet.
Elecciones presidenciales de 2022. En el debate entre los candidatos más populares, el reforzamiento de la laicidad es uno de los temas más relevantes. Macron pregunta: “¿Cambiaría usted la legislación sobre el uso de símbolos religiosos en espacios públicos?” Le responde Le Pen: “Estoy a favor de la prohibición de la hijab en espacios públicos y lo digo de la manera más clara”. En otros medios, Le Pen se mostró aún más firme en sus motivaciones; en una entrevista ocurrida el mismo año, afirma: “La hijab es un uniforme islamista, el uniforme de una ideología, para mí la prohibición no está fundada sobre el concepto de laicidad, sino sobre la lucha contra la ideología del Islam”.
Y la geometría de la división no se queda en las noticias, se siente en el cotidiano, en la Banlieue. A pesar de ser mexicano, me basta un corte de cabello estilo militar y dejarme la barba para que al entrar a algunas tiendas se me salude con un “salam aleikum”, para que recién conocidos me cuenten bromas racistas de blancos en árabe y se me invite a discutir los mejores restaurantes para romper el ayuno durante el Ramadán. Y ese mismo estilo para que al entrar a algunas tiendas se den oídos sordos a mis “bonjours”, y se me trate seria y recelosamente.
Doctorando en matemáticas por la École Normale Supérieure Paris-Saclay y actuario por la unam.