Un estudiante del hambre

Ernesto Juárez
abril-mayo de 2025

 

 

Alberto Beltrán, Los braceros, 1959, linografía, 25 x 32.5 cm (soporte), 5.1 x 17.6 cm (imagen). Colección Academia de Artes

 

Si tuviera que resumir la experiencia de estudiar en el extranjero, por el momento, sería tener hambre y sentir nostalgia. En ese orden. La nostalgia puede tenerse un poco a raya con el trabajo, de ocuparse de las obligaciones diarias, del ejercicio. Pero el hambre no es posible mantenerla tras un cristal. Esa aparece evidente, ineludible, rotunda, tres veces al día.

La universidad, por su parte, hará lo posible por retenerte todo el tiempo que pueda: juntas, cursos, talleres, actualizaciones que se agregan a tus actividades regulares: asistir y dar clase, asesorías, calificar, trabajar en tu investigación, hacer trabajos escolares, etcétera. Tu tiempo es un átomo que puede seguirse dividiendo para explotarte. No se dice, pero, aunque uno no tiene un horario de 9 a 6, se hará lo posible por ajustarte a uno. Eso sí, legalmente no se puede trabajar más de veinte horas a la semana (y cada mes se envía un correo para que no se te olvide), lo que quiere decir en realidad, “está prohibidísimo, terminantemente, pagarte más de veinte horas a la semana”.

En medio de todo esto, el hambre, como un bajo continuo. A las doce del día es la hora del lunch —con excepción del desayuno, sigo comiendo con los horarios de México: almuerzo entre 2 y 5, ceno entre 8 y 10—. La gente aquí usualmente lleva comida. Esto no tiene nada de extraño, también se hace así en mi rancho, sin embargo, no he logrado ajustarme. Y es que no se trabaja para comer, se come para trabajar. Me encontré a mi vecino, de Carolina del sur, en la lavandería y nos pusimos a hablar de cómo iban las cosas, entre ellas del tiempo que tenemos para dormir o preparar la comida. Hay siempre mucho por hacer, entonces uno comienza a ver como una molestia aquello que es inevitable y parte de la vida: comer y cagar, y se considera lo primordial algo que no lo es: llenarse de ocupaciones.

No se puede hacer oídos sordos a un rugido de tripas. Más que una pregunta, yo tengo un hambre desde la cual interrogo este mundo. Escucho, por ejemplo, que las bebidas enlatadas comienzan a sonar desde la mañana: ¡psssst! aquí, agua carbonada “sin azúcar” con sabor a kiwi; ¡psssst! allá, bebidas energéticas o, de plano, una Coca Cola. Al mismo tiempo se escucha el acompañamiento metálico de las envolturas de barritas de granola, “energéticas” o “de proteína”, pastelitos o galletas (con nombres saludables, como “belvita”).

Una manera muy fácil de atrapar incautos es con un señuelo y estos eventos también tienen su vocabulario particular: “Están invitados a la conferencia/taller/presentación de tal o cual profesor, light refreshments will be provided”, pero, recordando el meme de don Ramón, si aparece esa última frase ¡significa peligro!: galletas, refrescos, café tal vez, tal vez tomates cherry y brócoli crudo con rebanaditas de queso cheddar. Por lo regular, el cebo es azucarado. Siempre me he preguntado, ¿por qué se preocupan tanto porque haya “menús incluyentes” que no impliquen carne, pero por qué no hay menús excluyentes que dejen fuera el azúcar y las comidas ultra procesadas?

Una nota aparte es que en este país con tanta fobia a los gérmenes y a las enfermedades la gente no se lava las manos para comer —a pesar de que los edificios, por el frío, siempre están herméticamente cerrados (el aire tampoco circula)— y no se puede entrar a ningún lugar sin abrir una puerta pesada. Así, literalmente sin que agua vaya, van y agarran el pedazo de pizza que se les avienta por venir al “círculo de enseñanza”, que en realidad es una junta convocada por la escuela de posgrado para dar alguna información —tampoco se suenan la nariz, no es raro escuchar durante el invierno, en el salón o el autobús, que alguien jala y jala el moco que se les rebela—.

Una de las cosas que me sorprendió fue que, al hablar de alguna ciudad en Estados Unidos, los estudiantes mencionaran que hubiera muchos restaurantes, era algo que importaba para considerar si les gustaba o no. Yo no lograba entender esto, ¿qué chingaos importa que haya o no restaurantes? Así como surgen bares y prostíbulos cerca de donde habrá centros de trabajo pesado, alrededor de la universidad aparecen un montón de restaurantes de comida rápida, incluso dentro de la escuela. Varios. Chick-fil-A, Einstein Bros, Popeye’s, Panda Express, Barberitos, FujiSan, Niche Pizza Co., Sambazo, y muchos cafés por supuesto (nunca verás filas más largas que aquellas que se forman donde regalan comida o venden café): Starbucks, Rothenberger Café, Jittery Joe’s Coffee, etcétera.

La gente está cansada y hambreada, si se les promete comida irán. No es raro escuchar: “trato de comer saludable”, “no, gracias, estoy tratando de dejar el azúcar”, “esa es comida muy procesada”; no obstante, toda su capacidad crítica se disuelve en la necesidad de llevarse algo a la boca: una profesora aquí come galletas, aquel lecturer deja un rato la oficina para ir a buscar un pedazo de pizza —a veces me pregunto si es por ahorrar un poco, por comodidad o sencillamente porque el hambre te devora el poco cerebro que te queda (una vez la secretaria de nuestro departamento, quien tenía un importante problema de sobrepeso, le dijo llorando a una compañera que no podía dejar de comer McDonalds y que a veces se veía manejando hacia allá sin poder evitarlo)—. Una junta es como un recipiente que trata de contener algo que la sobrepasa: minutos antes de terminar, la gente se evapora, como tratando de huir del hambre.

 

II

Las universidades, como toda empresa, ofrecen compensaciones a cambio de no pagar más (las becas, por ejemplo, son de nueve meses, pero los contratos de arrendamiento, de doce. Uno de ellos es “la despensa”. Cada determinado tiempo —semanal, mensualmente— se reorientan y reparten alimentos del gobierno o que alguna empresa grande no logró vender. Aquí puedo sonar a que le miro el colmillo a caballo regalado, lo que pasa es que utilizar estos alimentos implica aprender a distinguir lo que sirve de lo que no, pues con frecuencia tienen vencida la fecha de caducidad o algunos se encuentran en estado de descarte. Por ejemplo, tengo una bolsa de avellanas rancias (que ya huele como a pintura o plástico) aguardando a que les dé el descanso eterno. De otras, francamente no es posible descifrar la fecha o no la tienen. A propósito, una vez me ocurrió que al ir a buscar el encargado de mantenimiento de mi jacalito, que después me enteré era un ingeniero de Irán, muy amable por cierto y quien no memorizaba a los inquilinos por nombre sino por número de vivienda —podía pasar tiempo sin verte y cuando le preguntabas algo decía “23 b, ¿verdad?”, y no fallaba—, me dijo:

—Tú eres de México, ¿verdad?

—Sí, ¿por?

—Es que mira lo que había en la despensa —y tomó de su escritorio una salsa—. Es de ghost pepper, esta tarde vamos a pedir una pizza y se la vamos a poner, por si quieres venir. Mira, según este es el grado de picante que tiene —me enseñó la etiqueta, y sí, estaba hasta arriba en la escala. Hasta miedo me dio. Recuerdo que una vez nos invitaron a comer unos estudiantes de la India y se cagaban de la risa viéndonos sufrir porque hasta sus cabrones postres picaban, y es que eran otras especias, no estábamos preparados. Ahora con este ghost pepper sí me imaginaba a la gente corriendo con flamas saliéndoles de las orejas o la cola.

Aunque, por otra parte, una pizza gratis bien valía la pena un poquito de picor.

No pude ir porque tenía trabajo, pero me quedé intrigado. Después le pregunté qué había pasado con la salsa y me dijo que no picó nada. “Tal vez fue que estaba caducada”, me dijo.

El hambre y la falta de pericia al cocinar me han hecho hacer cosas que no haría en otra situación: he ido a reuniones de iglesias, de veteranos, con profesores, etcétera, a pesar de que soy pésimo para iniciar conversaciones con extraños, sólo por la posibilidad de comer algo que alguien más preparó. Una vez fui con los mormones. Usaron dos armas terribles contra mí: el hambre y una chica linda. Era una pelirroja guapísima que me dijo que tenían cenas los martes. Al llegar, pasaron una hoja donde debíamos dar nuestros datos y poner fecha de cumpleaños, yo, por poner una fecha al azar, puse 17 de marzo. Al regresar la hoja, la pelirroja la vio y me dijo “¡tu cumpleaños es el día de san Patricio!”, y yo sólo puse mi cara de arounou. A la hora de sentarnos a la mesa había pavo en su jugo y un arroz a medio hacer que me tuvo pedorreándome el resto de la noche. Sólo pude comer un poquito porque llegó otra rubia muy alta y también muy guapa que me preguntó qué estudiaba. Me dejaron comer sólo media hora arroz con pavito y de ahí me tuve que quedar dos horas, una para lectura y la otra para la discusión (se me hacía descortés pararme e irme, así que traté de hacerme chiquito para seguir comiendo agachado en medio de la discusión teológica). En esto nos pidieron que nos presentáramos y dijéramos cuándo era nuestro cumpleaños, y yo, masticando un arroz a medio cocer, “¿cuándo es el día de san Patricio?”.

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Ernesto Juárez

Estudiante de doctorado y asistente de Español en el Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Georgia.