Federico Cuatlacuatl, Tiricia de lo que nunca fue, de lo que nunca murió (detalle), 2024, cazuela, guajolote, y materiales mixtos. Fotografía: Miriam Ortiz
Apagar las luces, cerrar la puerta. Abandonar la casa es un ritual sin fronteras. Creamos un hueco en el mundo, dejamos un espacio vacío, privado de nuestros cuerpos. No se trata de una renuncia, sino de una apuesta: una esperanza depositada en el futuro. “Hogar” es la certeza de que hay un sitio aguardando nuestro retorno, impoluto y sin transformaciones. Desde luego, no es una entidad fija; la casa no existe en esencia. Se derrumba y se rehace a medida que nosotros también nos reinventamos. Bajo nuestras plantas o a la distancia, en esta tierra o en otra lejana, existe siempre como memoria o como promesa. Ya lo han dicho Emmanuel Carrère y el I Ching: “conviene tener un sitio a dónde ir”.
La migración es inherente a la humanidad y una constante visible en el mundo globalizado. Solemos identificarla con la apabullante multiculturalidad de países como Estados Unidos o buena parte de Europa, donde la historia reconoce el influjo de las diásporas en su conformación como Estados. En cambio, reflexionamos poco sobre el carácter migrante o híbrido de países como México, donde la historiografía ha pintado otros paisajes. El “mestizaje mexicano” está marcado por la colonización ibérica, el bárbaro comercio de esclavos africanos y la supervivencia de los pueblos originarios. Se trata de una línea identificable en nuestro horizonte temporal, frente a otras que se difuminan o han sido deliberadamente borradas por los proyectos nacionales. Algunas han dejado su marca diurna: la ola de refugiados españoles que huían del franquismo en el siglo xx o la gran cantidad de estadounidenses que habitan en territorio mexicano.
En la noche migratoria, sin embargo, hemos relegado procesos igualmente significativos, como las diásporas orientales.
Cantón —o Guangdong— es una provincia del sureste de China de la cual provino buena parte de los migrantes asentados en México durante los siglos XIX y XX. En aquel tiempo, su geografía, estratégica para el comercio, propició una creciente sobrepoblación y la constante desolación provocada por los conflictos asiático-europeos, lo que dio paso a un sistemático empuje hacia el exterior. Naturalmente, los migrantes vieron en Estados Unidos y Canadá destinos predilectos. Eran los años de la fiebre del oro en la recóndita Norteamérica. Las historias sobre paradisíacos tesoros ocultos bajo el sedimento y sobre aventureros enriquecidos de la noche a la mañana calaron también en la imaginación de aquellos hombres y mujeres cantoneses, cuya ambición era alcanzar dicha abundancia y regresar a su lugar de origen.
El oeste norteamericano vivió, a finales del siglo XIX y principios del XX, un conflicto creciente entre los habitantes “blancos” y los jornaleros asiáticos que llegaban cada vez con mayor frecuencia en busca de bienestar. El componente racial de esta disputa es innegable. El discurso de odio, incluso, adoptó tesituras biopolíticas al adjudicar a los migrantes chinos la responsabilidad por los frecuentes brotes de fiebre amarilla. Entre 1882 y 1892, Estados Unidos expidió tres leyes de “Exclusión china”, las cuales limitaban la migración proveniente de este país, acotándola —en casos excepcionales— a maestros, estudiantes, comerciantes o simples turistas. Dicho de otro modo, se estableció una distinción entre la migración deseada y la indeseada mediante recursos jurídicos.
Con la tensión en aumento, muchos migrantes chinos radicados en Estados Unidos decidieron cruzar la frontera con México. Otros tantos optaron por apearse directamente en tierras de Baja California, asentándose en lugares como Mexicali, Ensenada, Topolobampo, Mazatlán y Guaymas. Fue una decisión estratégica: aunque la riqueza era mayor en los territorios del norte, México no era una opción despreciable frente al riesgo de deportación. Además, el cruce hacia Estados Unidos seguía siendo una posibilidad latente.
Sin embargo, México nunca ha estado vacunado contra la peste de la xenofobia. De hecho, el antichinismo en los estados del norte tenía matices parecidos —a veces idénticos— a los del sur de Estados Unidos. Como en el país anglosajón, la discriminación hacia esta población iba de lo adjetivo a lo físico. Adolfo de la Huerta llegó a acusarlos públicamente de transmitir la sarna, la lepra, el tracoma y la tuberculosis. Cuando el proceso de la Revolución Mexicana exacerbó el nacionalismo, el sentimiento antichino alcanzó proporciones barbáricas. Al grito de “¡Viva Madero y mueran los chinos!”, el 15 de mayo de 1911 fueron masacradas trescientas personas asiáticas en la ciudad de Torreón, a manos de revolucionarios que los identificaban como partidarios de la facción porfirista. El nivel de violencia de esta matanza ha sido frecuentemente olvidado en nuestro horizonte de memoria. Aún más lo ha sido la sistemática expulsión —con frecuencia ilegal— de personas tanto naturalizadas como extranjeras, sin distinción alguna.
La presencia de la migración china en la historia de México ha quedado relegada a la noche de nuestra historia, pero ha dejado su huella en la lengua española de estas latitudes. Abundan los ejemplos: el uso despectivo de la palabra “chale” para referirse a los migrantes asiáticos; “chinerío” para aludir a la concentración de estas personas en un sitio; y “di tú plimelo”, expresión que parodia el acento español de los migrantes orientales y que, según Guido Gómez de Silva, tiene su origen en una historia norteña. Se dice que en la ciudad de Torreón, durante los años más tórridos de la Revolución, un hombre chino estuvo a punto de ser fusilado por no mencionar el nombre correcto del caudillo. Ante la pregunta: “¡A quién le vas!”, respondía siempre: “Di tú plimelo”.
La lejanía y extrañeza de estas tierras —y sus habitantes— se traduce en la expresión “mandar a la China”, un eufemismo para no decir “mandar a la chingada”. Una copla de mediados del siglo XX, recuperada en el cuarto tomo del Cancionero Folklórico de México, reproduce la idea del oriente como la patria diametralmente opuesta:
Mi voluntad no declina,
ni tampoco mi intención
de comprarme una tonina
en forma de un hidroavión,
para pasearme por China
y también por el Japón.
Otra copla, en cambio, refuerza la idea de los orientales como sujetos poco deseables para la conformación social mexicana:
No te cases con un chino,
ni con un japonés;
mejor cásate con un muchacho
de la secundaria 66.
Más que meras curiosidades, estas huellas lingüísticas y culturales son testimonios de persistencia. Igual que la casa, el lenguaje es una entidad en constante redefinición. Los migrantes conservan dentro del hogar —un concepto abstracto y movible— y de sí mismos elementos de su lugar de origen, como ciertos valores, prácticas religiosas, costumbres, gastronomía, maneras de relacionarse y, fundamentalmente, su lengua. Desde luego, el hecho de que un migrante reproduzca en el lugar de destino ciertos esquemas axiológicos y estructurales no implica que todos esos patrones sean considerados “buenos” o dignos de ser preservados (como ciertas estructuras de machismo, patriarcado y desigualdad). No obstante, muchos de ellos no sucumben del todo al olvido cultural.
Los migrantes encarnan una forma de resistencia a los procesos nocturnos: la exigencia xenófoba de que abandonen su identidad si quieren sobrevivir. No obstante, han conservado aquellos rasgos que se resisten a desaparecer por completo. Hacen una selección —consciente o no— de los elementos que desean preservar y de aquellos nuevos que adecuarán a su manera de ser.
La noche acoge lo marginal. No es casual que estos procesos hayan estallado a finales del siglo xix, cuando los Estados nación se consolidaban con un ideal de blanqueamiento. Este criterio, aún vigente, impone a los migrantes la adaptación a un proyecto estatal que responde a los intereses de un sector privilegiado, exigiéndoles renunciar a su identidad.
Así, la historiografía ha priorizado a los migrantes “diurnos”, quienes, pese a su precariedad, no fueron objeto de un rechazo sistemático. Un ejemplo son los exiliados españoles de la Guerra Civil y el franquismo, muchos de ellos intelectuales bien recibidos en México.
Estos procesos de exclusión no son cosa del pasado. Los flujos migratorios actuales siguen enfrentando violencia, desigualdad y pobreza, agravadas por la crisis climática. México, hoy paso obligado hacia Estados Unidos, se convierte en escenario de esta lucha por la supervivencia.
Sin embargo, hay señales de esperanza. Nunca la interculturalidad y los derechos humanos tuvieron tanta visibilidad. Para avanzar, debemos recurrir a la memoria, rescatar lo olvidado y resignificar la experiencia. La educación, el debate y la acción consciente son herramientas clave. Solo así podremos derribar muros, construir un nuevo hogar y abrir las puertas sin reservas.
Estudiante de la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea en la Unidad Azcapotzalco de la uam. Autor de El hambre del mundo (Ediciones Del Lirio, 2023).