¿Por dónde pasa el tren de los migrantes?
Reflexiones sobre un archivo político viviente

Alix Almendra
abril-mayo de 2025

 

 

Federico Cuatlacuatl, Timekeepers of the Anthropocene: Tewame Tiyolicha Kawitl, 2024, video con audio/proyección sobre bastidor, 11:03 min. Estudio Federico Cuatlacuatl


En el verano del 2017 me encontraba trabajando como voluntaria en el albergue para migrantes “La 72”, ubicado en la ciudad de Tenosique, cercano a la frontera que comparten México y Guatemala. Una noche, fui encomendada a acompañar al centro médico local a Esteban y Rosario, una pareja que venía desde Honduras y que acababa de cruzar la frontera caminando. Rosario necesitaba atención médica. Tenía un dolor intenso en el brazo y el hombro a causa de un “incidente” en el camino. Me subí con la pareja a un pochi (moto-taxi) y en el trayecto tuve la sensación de que no querían hablar sobre lo sucedido. Mientras ella recibía atención médica, Esteban y yo esperábamos afuera de la clínica. A esas horas de la noche, con el implacable calor y el cansancio evidente en el rostro de Esteban, pensé que no era buena idea incomodar con preguntas de ningún tipo, así que permanecimos en silencio por un largo rato.

De repente, Esteban comenzó a hablarme de su primer viaje a México. Ese viaje lo había hecho, dos años atrás, él solo. En esa ocasión, salió desde Honduras en transporte público, cruzó la frontera de Guatemala y México caminando entre lodazales y se montó en el tren desde Tenosique para atravesar México “encima de la Bestia”, me dijo. Habían pasado dos años de eso, pero lo sorprendente para él es que aún tenía pesadillas con el tren al dormir. Incluso, algo que describió como alucinaciones auditivas estando despierto. “Oigo aquí ese estruendo, así de repente”, decía poniendo su mano en el oído. El ruido que se le venía al oído era el constante rechinar de las ruedas sobre el metal y los fierros de la máquina a toda velocidad. Ese ruido, decía, estaba acompañado de “algo” que le recorría el cuerpo y no sabía cómo sacudírselo. “Algún día se me tendrá que ir”, dijo con resignación.

Después, me contó que en ese viaje llegó hasta Monterrey donde se había quedado por dos años. “Para hacer algo de dinero y ver cómo estaba la cosa”, pues había prometido regresar por Rosario. La idea era mandar a alguien más por ella para cruzar a Estados Unidos, mientras él la esperaba allá. Pero los planes fueron cambiando. Él nunca cruzó a Estados Unidos y, al final, decidieron que él “bajaría” por ella para hacer el camino juntos. Esta vez no harían el viaje en el tren. Esteban me dijo que lo intentarían por autobús, pues no quería exponerla a los peligros de “la Bestia”. En esta ocasión, tan solo unos pocos kilómetros después de haber entrado a territorio mexicano, sufrieron un asalto. Les quitaron algunas pertenencias. Rosario “se puso muy nerviosa” y terminaron empujándola, haciendo que cayera por el monte. En la caída se había lastimado el brazo. Sin embargo, Esteban estaba tranquilo de que el asalto “no pasó de ahí”, como quien sabe que la historia podría haber sido mucho peor.

De todo lo que platicamos esa noche, yo no pude dejar de pensar en ese relato sobre los rastros del tren en él. Los gestos de Esteban cuando hablaba del tren eran como de quien cuenta una historia que le “eriza la piel”, que lo recorre y se la tiene que sacudir. Una historia que pasa por el cuerpo. Alucinación y sueño no son tan distintos. La diferencia es que uno ocurre en el escenario de la vigilia y el otro no. Pero ambos tienen un registro inconsciente y corporal. Ambos tienen esa cualidad de sensorialidad vívida sin objeto que les da, al mismo tiempo, su carácter alucinatorio y real. Además, ambos son productos subjetivos o digamos “internos”, pero con una materialidad de huella “exterior”. Estos productos aparecen como huellas en el cuerpo que es también psíquico.[1] Reminiscencias que parecen provenir de un cuerpo orgánico que habla, hace ruidos, produce imágenes y sensaciones perturbadoras e intraducibles.

Me resultó impactante una historia así sobre el tren “hablada desde el cuerpo”. ¿Por dónde había pasado ese tren? ¿Qué tipo de exploración sobre ese tren de los migrantes podría iniciarse si interrogamos aquellas marcas en Esteban? También me sorprendía que las pesadillas y las alucinaciones siguieran ahí, dos años después. ¿Cómo es que la Bestia retornaba, intempestivamente, en el cuerpo de Esteban desde otro registro, con otras formas y otros tiempos? ¿Qué tipo de temporalidades, intensidades y traducciones hay en estos registros migratorios? Acaso ¿son sólo formas psíquicas individuales?, o, en tanto marcas íntimas de lo “externo”, ¿podrían considerarse también como un archivo de lo político en el cuerpo?

¿Qué tipo de archivo sería este? Podríamos valernos del término usado por el filósofo trans Paul Preciado quien considera un cuerpo vivo más allá de su dimensión anatómica, como una “somateca”,[2] es decir, un archivo político viviente. En el argumento de Preciado, del mismo modo que Sigmund Freud consideró que el aparato psíquico excede la conciencia, se vuelve necesario articular una nueva noción de aparato somático que pueda dar cabida a las modalidades históricas que se inscriben en él, las temporalidades múltiples que lo habitan, así como las externalizaciones de ese cuerpo mediadas por distintos tipos de tecnologías prostéticas.

Necesitamos pensar lo que implica esto para cuestiones tan discutidas en los estudios de las humanidades y en las metodologías cualitativas. ¿Nuestras metodologías nos permiten escuchar el cuerpo o distintos registros de lo que “habla”? ¿Cómo podríamos construir superficies metodológicas que atiendan a una escucha del cuerpo o, incluso, de procesos históricos y políticos que aparecen registrados en esa somateca migrante?

Pero ¿por qué algo así importaría en un escenario como en el que se encontraban esa noche Esteban y Rosario? Considero que estas preguntas pueden guiarnos para explorar procesos de desgaste y/o inscripciones —psíquicas y corporales— que ocurren en estos desplazamientos marcados por diversos tipos de contactos: maquínicos, con el paisaje, entre cuerpos, con instituciones, con las fuerzas del Estado, con violencias puntuales locales, etcétera. Estos contactos pueden ser violentos o no, pero tienen una cualidad que se registra en los cuerpos en desplazamiento. Son impactos que pueden permanecer en un sin tiempo o con otro tiempo, y con otros registros; que guardan cierta intensidad para abrirse caminos —intempestivos— para ser relatados y que nos demandan una cierta escucha.


[1] El cuerpo psíquico no es propiamente mental, sino que se trata de un cuerpo como material orgánico tomado por pulsiones internas, marcas históricas, memorias, formas culturales, y por el lenguaje. Concebido así, cualquier parte de nuestro cuerpo puede no solo sentir, sino “pensar”, “hablar” y es por esto que elijo no escindir de manera estable el cuerpo físico del psíquico, ya que cuando aludo a la palabra cuerpo estas fronteras pueden llegar a ser indistinguibles.

[2] Preciado, Yo soy el monstruo que os habla. Informe para una academia de psicoanalistas, 2020.

 

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Alix Almendra

Doctora en Humanidades por la UAM-Xochimilco, maestra en estudios de género por el Colegio de México y psicóloga con orientación psicoanalítica por la Universidad Veracruzana.