Federico Cuatlacuatl, Tiricia de lo que nunca fue, de lo que nunca murió, 2024, cazuela, guajolote, y materiales mixtos. Fotografía: Ángel Emmanuel Sánchez Sánchez
Nómada, errante, trashumante, caminante… tantas formas de aprehender el mundo y el ser humano optó por el punto fijo: el sedentarismo; soñó con una vida/trabajo/pareja cuyo equilibrio pende del dinero y el amor. Sí, ha luchado por todo aquello que la modernidad determinó sería el camino a la felicidad, pero la realidad es otra.
Disfrazamos las plazas comerciales de naturaleza: con veredas resguardadas por árboles que crecieron en invernadero, que no conocen el bosque; áreas verdes perfectamente diseñadas: cuerpos de agua artificiales; todo lo necesario para que el paseante se sienta cómodo, seguro en espacios pulcros; plazas comerciales con lo indispensable para acercarlo a un mundo de apariencias; lo preciso para reforzar esa sensación de superioridad; todo lo necesario para alejar a los visitantes de las calles, de la posibilidad de encontrarse con el otro, al que no desean mirar: vagabundo, migrante, indígena o transeúnte.
La modernidad se ha tragado la naturaleza, ha transformado el paisaje en concreto, en autopistas, en edificios, en ciudades que albergan a cientos de miles de personas cuyas piernas se han quedado prensadas por años en una oficina. Necesitamos entender, como Thoreau, que el ser humano y sus asuntos —escuela, estado, iglesia, política, libre mercado, globalización, manufactura, consumo desmedido— ocasionan la explotación, la deshumanización. Somos viandantes que recorren el mundo de las ideas, de las supuestas realidades. Seamos, mejor, los trashumantes que reconocen el relato del otro, los nómadas australianos entonando ensueños, caminantes que repiensan la condición humana.
Aprendamos a ser los pasos errantes, los pies de Goytisolo en su camino a Sarajevo, el silencio de trescientos musulmanes calcinados en una mezquita, los pasos de Ignatieff en aquel cine de Croacia, cuya huella se marcaba en el polvo, polvo de huesos humanos. Ser el niño cuyo nombre he olvidado pero no sus ojos llenos de esperanza por llegar al otro lado, el pequeño de diez años que solo hizo una parada en la casa del migrante, La 72, para lavar sus pies; conseguir un par de calcetines y zapatos “nuevos”. Solo durmió una noche, pues su camino aún era muy largo, apenas estaba en Tabasco. Sus pies destrozados por los 300 kilómetros de tierra húmeda no fueron un impedimento para continuar.
Los nómadas no caminan sin rumbo fijo buscando qué comer, sus rutas están plenamente trazadas desde tiempos inmemoriales. Conocen la naturaleza, sus cambios, sus ciclos y danzan a su ritmo; marcan sus caminos con hitos o menhires que son el inicio y la meta, una forma de dejar huella, de constatar que un ser humano ha estado en ese lugar, ropa abandonada en el desierto, vidas olvidadas en el Darién.
Entre los nómadas australianos, cuenta Chatwin, la música es el banco de la memoria para encontrar el propio camino por el mundo. Las canciones crean el espacio, mapas sonoros que delimitan los territorios de cada grupo nómada, recorridos establecidos, ensueños conocidos por todos; grupos humanos compartiendo territorios, rutas; conformando sistemas de pensamiento yuxtapuestos; una cartografía muy otra que no reconoce las fronteras geopolíticas delimitadas por Occidente, que no reconoce las canciones como los mapas que delimitan los territorios aborígenes, de la Nación Mapuche, de Kurdistán. En México, el ulular de La Bestia forma los acordes de esa canción cuyo nombre es pesadilla.
Pareciera que los nómadas se han extinguido, pero no es así, el neoliberalismo ha intensificado su presencia y ahora les llamamos migrantes, refugiados, desplazados. Caravanas de centroamericanos se asientan en Tijuana, la última esquina de Latinoamérica, punto norte más representativo del mundo, no solo por tener la garita más transitada (más de veinte mil personas cruzan a diario por San Ysidro hacia Estados Unidos), sino por ser la ciudad que alberga la esperanza de cruzar al otro lado. Muchos lo logran, algunos se quedan varados hasta convertirse en un habitante más de TJ, de sus calles, de sus colonias, de sus bordos. Muchos se transforman en errantes urbanos.
Tijuana es quizá la primera meta planteada por los migrantes, pero el inicio se encuentra miles de kilómetros al sur, quizá en el Darién, quizá en un país, del otro lado del mundo, que los arrojó a la incertidumbre. Caminar rumbo al norte es el único conjuro para la vida. Mas una CBP One cancelada los detiene en carpas.
Nómadas del siglo XXI andan por el mundo, el pobre chacal por los caminos arrastra a su familia entera, la raza de Caín cruza México a pie, por tren, sufre secuestros, violaciones y muerte, todo por alcanzar un sueño americano inexistente. Su caminar no es sinónimo de libertad o de reencuentro espiritual, es tan sólo la búsqueda de lo efímero. Son nómadas que han sido despojados de la canción, de su mapa, de su universo entero.
Llegan a los albergues con los pies destrozados, la humedad se ha transformado en hongos. Pomadas y calcetines secos exorcizan el dolor, alimentan la esperanza de continuar. Una sopa caliente impulsa a una nueva caminata, a correr detrás de La Bestia, el tren que los acercará un poco más al norte; que quizá les arrancará las piernas y, entonces, el caminar se habrá truncado. El retorno, si lo hay, será un triste peregrinar.
Los migrantes huellan los senderos. Son deseo de mutación existencial, la expiación de una culpa. ¿Son culpables? Su andar es la marcha que excusa los crímenes violentos que no cometieron, deambulan como Caín pagando el asesinato de Abel. No, no traen armas. Con los brazos levantados indican la paz, pero encuentran la muerte en San Fernando, Tamaulipas. ¿Dios cumplirá su promesa de vengarse setenta y siete veces?
La vida sencilla dentro de las Casas de Migrante, a lo largo de su viaje, resulta ser mejor que lidiar con la pobreza… con La Mara. La esperanza es la única viva, no importa si se duerme en un taller mecánico transformado en albergue. Y así, van de puerta en puerta hasta alcanzar Tijuana, Ciudad Juárez, cualquier punto norte, ¿el paso hacia la libertad, la libertad truncada por deportaciones?
Cruzar las fronteras internacionales no es la única forma de migrar para conjurar la pobreza. Son los indígenas los actores principales de procesos internos, su caminar los lleva a centros urbanos, se convierten en los habitantes de esquinas, vendedores ambulantes, malabaristas improvisados. El trasfondo de la situación es alarmante, su estar en las ciudades evidencia un sistema económico que los ha despojado de su origen. Huyeron de sus tierras y tomaron las calles como su hogar. En muchas ocasiones preferimos no mirar el problema indígena de fondo; quizá aplaudimos el desalojo, del que a veces son víctimas, mientras los exotizamos en los museos, en las ferias culturales, en los eventos de apoyo. El niño mazahua que vende tés en la calle es invisible.
En la modernidad no existen perspectivas de rearraigo, al final del camino habitamos un mundo estructurado por individuos ya crónicamente desarraigados cuyo retorno es prácticamente imposible: las mujeres chiapanecas seguirán con sus malabares mientras cargan a sus pequeños; los centroamericanos seguirán de un refugio en otro con su familia a cuestas; quitarán a los vendedores ambulantes del centro de las ciudades porque las afean o porque hay muchas fritangas. ¿Acaso nos hemos preguntado a dónde van?
Los errantes de esta cartografía son quizá los desplazados o refugiados, quienes dejan sus pueblos para buscar seguridad en algún otro lugar, al que no saben llegar. La guerra, las guerrillas y el narcotráfico los han forzado a dejar sus hogares, a reconfigurarse dentro de su país, a ser extraños en su tierra. Según datos de ACNUR, para finales de 2019 había 45.7 millones de personas que se vieron desplazadas debido a conflictos armados, violencia generalizada o violaciones de los derechos humanos.
Ya no hay retorno para los nómadas del siglo XXI. Podrán deportarlos, llevarlos a Guantánamo, intentarán reubicarlos para crear la Riviera de Medio Oriente. Se quedarán varados en la frontera, seguirán en la eterna errancia.
Licenciada en Letras Latinoamericanas por la UAEMex. Maestra en Estudios Antropológicos de México por la UDLA-P. Ha publicado los libros De Noches, dioses y creaciones y Toluca-Metepec. Una Heterotopía. Sus artículos se encuentran en Revista Ciudades, Revista Brújula, La Colmena, entre otros. Fue colaboradora de Diario Portal y Viceversa Noticias; actualmente publica en El Universal Estado de México.