Resistencia, reticencia:
José Gorostiza

Audomaro Hidalgo
febrero-marzo de 2025

 

 

Retrato de José Gorostiza, 1928

 

La poesía mexicana es la afirmación de una continuidad. A lo largo de todo el siglo XX no hay una década en que no aparezca un libro notable. El filósofo Ramón Xirau aseguró que nuestra lírica sufre un declive en los cuarenta. ¿Olvidó Xirau que en esos años se publicaron Canto a un dios mineral (1942) y Los hombres del alba (1944)? Y en los años treinta aparecen tres libros importantes, uno de ellos imperecedero. Bernardo Ortiz de Montellano publica Muerte de cielo azul (1937), Xavier Villaurrutia da a conocer Nostalgia de la muerte (1938) y José Gorostiza revela su Muerte sin fin (1939). Pedro Enríquez Ureña nos dijo que el tono de nuestra poesía era crepuscular, el mismo Villaurrutia nos informó que su color era gris perla. Muerte sin fin desmiente estas aseveraciones. El poema de Gorostiza posee un tono y un color propios. Mejor dicho, no los tiene: es el mediodía de la conciencia abismada en sí misma: una transparencia transparente. La poesía mexicana del siglo XX, por obra de Muerte sin fin, es una voz plena en el ámbito de la lengua española. Muerte sin fin nos dice que nuestra poesía es clásica en sus momentos de mayor realización creativa.

José Gorostiza Alcalá nace con el siglo XX. En efecto, el poeta es dado a la vida en las postrimerías del año 1901, en la antigua San Juan Bautista, hoy Villahermosa. En la adolescencia pasa un año de internado en Querétaro, estando ahí se entera del fallecimiento de su padre, de origen vasco. La familia se traslada posteriormente a Aguascalientes. A los veinticuatro años publica las Canciones para cantar en las barcas (1925). Dos años después ingresa al Servicio Exterior. Su primer cargo, no podía ser de otro modo, es paupérrimo: tercer secretario. Pero le toca un buen destino: Londres, a pesar de la grisura del entorno, de la llovizna y la lluvia persistentes, de las noches que comienzan a las cuatro de la tarde, cuando las vendas de la neblina envuelven la ciudad y la nieve hace del mundo una blancura hiriente. Gorostiza sufre carencia económica y precariedad material, pero a cambio obtiene algo valioso: el idioma inglés; visita los museos, contempla las grandes obras, vagabundea, las mareas interiores lo afligen, piensa en la madre, a quien debe enviar dinero cuando él mismo no lo tiene, camina a orillas del anchuroso Támesis: férrea introspección. Temperamento arisco, apartado, reticente, hundido en el agua negra de sus emociones. Más que tristeza, depresión; más que nostalgia, melancolía. La palabra griega akedia define bien este estado de espíritu. Fue el mal de la Antigüedad. Aristóteles se refiere a él en la Problemata XXX. En una carta a su jefe, Genaro Estrada, fechada en 1927, Gorostiza le dice:

 

Octubre será un mes malo, un mes de encierro obligado, porque todo el dinero se lo llevaron ya la casera y la ropa de lana y las medicinas. Créame, Genaro, que ahora sí me dan ganas de llorar. Ya no tengo más que ver en Londres, y en cuanto a la influencia que puede ejercer en mi carácter, le aseguro que me he anglicisado tanto que sólo hablo en muy raras ocasiones, y ya no sonrío. Contra todas mis prevenciones, no he escrito un solo renglón desde que salí de México. Allá pensaba: “cuando vaya a Europa”; aquí, “cuando regrese a México”. Y definiéndome así continuamente, parece que no escribiré nunca.

 

Lo trasladan a Copenhague y luego a Roma, ya como primer secretario. Regresa a México. Entonces sucede el encuentro decisivo, no con nuestro país sino con el amor: conoce a Josefina, compañera para siempre. Al poco tiempo Gorostiza es nombrado embajador en Grecia y juntos vuelven a Europa, en donde viven apenas un año. Vuelta a México, ahora sí definitivamente. José Gorostiza trabaja en la Secretaria de Educación, se da tiempo de ejercer el periodismo literario, coquetea con el teatro, y se incorpora otra vez a la Secretaria de Relaciones Exteriores, donde permanecerá el resto de su vida. En 1954 es nombrado miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En los ratos que le roba a las tareas oficiales y a los quehaceres burocráticos, pone en orden sus papeles y publica Poesía (1964), que reúne toda su creación poética; el volumen Prosa (1969) recoge una generosa colección de artículos, recuerdos, notas. Al final de sus días se le conceden dos premios, nada importante: José Gorostiza tiene un lugar en la memoria de la poesía de lengua castellana. Ese es su mayor reconocimiento. Octavio Paz escribió que el día que se haga la historia de la política exterior mexicana, el nombre de José Gorostiza ocupará un puesto de primer orden. Así es. Gorostiza fue consejero del representante de México ante el Consejo de Seguridad de la ONU, conferenciante en distintos foros internacionales, subsecretario y finalmente secretario de Relaciones Exteriores. Su fino tacto político fue decisivo durante la “Crisis de los misiles” para que México no rompiera relaciones diplomáticas con Cuba, desobedeciera las órdenes de los Estados Unidos y siguiera siendo un país neutro, como lo establece la Doctrina Mexicana. José Gorostiza o el Tlacaélel moderno.

Las Canciones para cantar en las barcas son un momento de diafanidad rítmica y de concentrado lirismo, a menudo atravesado por notas reflexivas. Reflejan una asimilación del romancero y del cancionero. Las Canciones de Gorostiza me hacen pensar en la figura de una ventanita por donde entra aire fresco a la vieja nueva casa de la poesía mexicana. Hay en estos poemas prístinos una condensación verbal y una densidad de silencio: algo de atractivo misterio. La naturaleza en ellos no existe, más bien evocan un paisaje interior. Las Canciones son breves escenarios mentales, minúsculas acuarelas musicales, poseen la gracia de dibujarnos una sonrisa y un signo de aprobación, porque son el tributo de un joven poeta que dice sí a la vida sin desconocer su lado amargo:

 

La sal del mar en los labios

¡ay de mí!

la sal del mar en las venas

y en los labios recogí.

 

Nadie me diera los suyos

para besar.

La blanda espiga de un beso

yo no la puedo segar.

 

Quince años separan las Canciones de la gran obra de Gorostiza, pero la obsesión es la misma: la sustancia necesita de la forma para erigirse:

 

No es agua ni arena

la orilla del mar.

 

El agua sonora

de espuma sencilla,

el agua no puede

formarse la orilla

 

La figura que dibuja la poesía de José Gorostiza no es la de una línea recta sino la de una espiral, pero una espiral expandiéndose hacia dentro, hacia un núcleo de silencio anterior a la palabra. Gorostiza no evoluciona, vive concentrado (iba a escribir: obsesionado) en la dialéctica que lo aflige. En Del poema frustrado abandona la canción y asume la meditación: la voz del poeta es más honda y reflexiva. José Gorostiza conoce y padece los límites del poder nominativo de la palabra, pero la negación puede ser una respuesta si actúa como afirmación. Claro y profundo como lo fue siempre, Gorostiza escribe:

 

Esa palabra que jamás asoma

a tu idioma cantado de preguntas,

esa, desfalleciente,

que se hiela en el aire de tu voz

 

Meditación, pero también exclamación, queja, interrogación, la palabra es todo eso junto:

 

¡Qué muros de cristal, amor, qué muros!

ay, ¿para qué silencios de agua? 

 

Gorostiza sabe con un saber escéptico que la palabra es fundamento de la realidad:

 

¿Quién, si ella no,

pudo fraguar este universo insigne…?

 

Si la palabra es la creadora del mundo, también funge como la mediadora para que sustancia y forma por un momento se acuerden. En el soneto II de “Presencia y fuga”, Gorostiza escribe:

 

Dueña así de un dinámico reposo,

marchas igual a tu perfecta suma.

 

Del poema frustrado es la búsqueda paciente de la forma para “la molicie con que reposa el agua”.

Muerte sin fin es la summa summarum de José Gorostiza. Todas sus inquietudes poéticas y sus indagaciones filosóficas se concentran en este poema. Por ser pensamiento que canta y canto que piensa, Muerte sin fin pertenece a la familia de los poemas de Parménides y Empédocles; hay algo del tono escatológico de Quevedo, y, más cerca de nosotros, escuchamos acentos del primer Cántico (1928, 1936), de Jorge Guillen. Muchas veces se ha comparado Muerte sin fin con La Jeune parque y Le Cimitière marin. Gorostiza nunca ocultó haber sido un asiduo lector de Valéry, quien, por otra parte, y de haber leído en español, habría sin duda envidiado el poema del mexicano. Pero por la visión y por la carga de gravedad humana, el alcance de Muerte sin fin es mayor que los poemas de Paul Valéry. Aunque fue traducido al francés, el gran poema de Gorostiza es totalmente desconocido entre los poetas franceses contemporáneos, como he podido constatarlo en varias ocasiones. En cuanto a la extensión, el español ha demostrado ser más apto y tener más aliento que el francés para el poema largo. En esto se puede comparar a la poesía de lengua inglesa, de la que tal vez Muerte sin fin tenga algo. ¿Gorostiza leyó The Waste land en Londres?

Las relaciones entre filosofía y poesía son cada vez menos frecuentes. Sin embargo, hay momentos en que ese diálogo se ha reestablecido: Leopardi se nutre de Lucrecio, Char se aprovecha de Heráclito, Borges interioriza a Schopenhauer. A veces también se ha dado el caso contrario, el del filósofo que se alimenta de la poesía: Heidegger dialoga con Hölderlin, pero también con Celan, Trakl y Sófocles; o de filósofos que son ellos mismos poetas: Nietzsche, Bachelard, Kierkegaard. Pero en general el filósofo ha visto con desdén y desconfianza al poeta, no así la poesía, que ha sabido beneficiarse de la filosofía: la imagen poética ha ido más lejos que el razonamiento filosófico, el sistema ha reñido con la poética, no a la inversa. Repetir que Muerte sin fin es un poema filosófico es no definirlo sino subrayar su complejidad, acentuar la riqueza de sus significados y poner en evidencia la dificultad de asirlo. El poema se nos resiste, pero tarde o temprano se nos impone.

En Muerte sin fin se identifican, como en el Único de Parménides, el ser y la razón. Esa unión gobierna toda la primera parte del poema. La identificación entre logos y metáfora, entre el agua y el vaso que la informa, es celebración momentánea, la inteligencia, “soledad en llamas” y “páramo de espejos”, por sí misma no basta para expresar otros aspectos de la existencia. La inteligencia:

 

Finge el calor del lodo

(…)

mas no lo infunde el soplo que lo pone en pie

y permanece recreándose en sí misma.

(…)

ay, una nada más, estéril, agria,

con Él, conmigo, con nosotros tres

 

El poema avanza gracias a un juego de afirmaciones y negaciones que se amplían y se desarrollan en nuevos postulados binarios. Al tema central de Muerte sin fin, el diálogo entre la sustancia y la forma, se suceden otras antinomias: el Ser y la Nada, verdad y apariencia, eternidad e instante, tiempo y vacío, vida y muerte, lenguaje y silencio. Lo que parecía al principio un gran monolito verbal, o como dice el propio Gorostiza, “un estéril repetirse inédito”, se fisura y acepta la sinrazón. El principio de identidad se desgarra y otro término lo pone en marcha. Estamos del lado de la dialéctica:

 

Mas no le basta el ser un puro salmo,

un ardoroso incienso de sonido,

quiere, además, oírse.

 

En el Jardín del Edén reina la inocencia, pero al fondo acecha el mal y afuera espera la marcha de la historia, la sucesión temporal, es decir, la condena de la interrogación, la conciencia que funda la pregunta, la caída en el pensamiento. Así aparece la distancia entre el nombre y lo nombrado. La unidad paradisiaca engendra en su seno la heterogeneidad:

 

Oh, qué mercadería

de tenue olor

¡cómo inflama los aires

con su rubor!

 

¡Qué negado de gritos

está el jardín!

“Yo, el heliotropo, yo!”

“¿Yo? El jazmín”.

 

Para que esa heterogeneidad vuelva a ser unidad, el agua es movida por “una sed de siglos en los belfos” que la pone en marcha en busca de “una bella, puntual fisonomía”. Una vez alcanzada esa nueva y última unidad, los seres, árboles, animales, plantas, metales, todos, todas las “hechuras estrictas” vuelven al comienzo antes de la historia, regresan al principio antes del lenguaje. Todo:

 

Regresa a sus orígenes

y al origen fatal de sus orígenes,

hasta que su eco mismo se reinstala

en el primer silencio tenebroso.

 

La forma es también disolución de la forma, la creación conlleva la destrucción. Gorostiza escribió un poema con una fuerte tensión dramática, esa pugna del poema consigo mismo, de la consciencia contra sí misma: espejo y ojo enfrentados, mirada y pensamiento confrontados, lo dota de un dinamismo interior que lo mantiene vivo y en movimiento a pesar de su aparente rigidez. Como en el atlachinolli de la antigua cosmogonía azteca, en Muerte sin fin se acuerdan y desacuerdan el agua y el fuego, la pasiva ensoñación y el dinamismo destructor:

 

Ay, todo se consume

con un mohíno crepitar de gozo

cuando la forma en sí, la forma pura,

se entrega a la delicia de su muerte

 

Al final, el mal entra por la puerta trasera del poema: “tan-tan”, “quién es”. No el cierre contundente o el final apoteósico sino la breve inscripción sardónica, la irrisión, el filo deslumbrante de la ironía. Poesía culta y poesía popular se interpenetran en Muerte sin fin.

Mallarmé escribió que la obra pura implica la desaparición elocuente del poeta; Valéry afirmó que la inspiración es un acto de la voluntad (en realidad Baudelaire fue el primero en enunciarlo: la inspiración, dijo, es decididamente hermana del trabajo diario). José Gorostiza no es un poeta vate sino un poeta faber: se propuso escribir un poema que fuera más allá de las apariencias y recogiera su investigación poética sobre las esencias de la vida, de esta manera expulsó de Muerte sin fin el acontecimiento-caso contrario al de Neruda, que exageraría la historia en el Canto general (1950). Neruda y Gorostiza: la lava y el agua. Elocuencia y concentración, los dos extremos de la poesía escrita en la América española, que siempre tiene más de lo primero que de lo segundo. José Gorostiza es un poeta mesurado, en el doble sentido de la palabra: en las proporciones y en el carácter. Muerte sin fin posee lo que el mismo autor llamó “desarrollo dinámico” y “unidad interior”. El poema de Gorostiza es una gran estructura que convoca otras artes: la música (el ritmo, las repeticiones) y la arquitectura (la proporción, la solidez). Muerte sin fin es una larga sinfonía meditada y un alto monumento musical. 

Las Notas sobre poesía fueron redactadas por Gorostiza en 1955, après coup, cuando su obra estaba hecha. Hubo en él un poeta lúcido. Quiero decir, un lector que lee bien, medita, asimila, y piensa claro. ¡Qué lástima que no escribiera más reflexiones sobre poética! José Gorostiza es más profundo que Pellicer y más concentrado que Becerra. En sus Notas escribió: “el poeta es un hombre de dios”. Siempre y cuando agreguemos, apreciado señor Gorostiza, lo que dijo Blake: “el verdadero poeta está siempre del lado del demonio”. El poeta es el vínculo entre religión y filosofía.

Ir al inicio

Compartir

Audomaro Hidalgo

(Villahermosa, Tabasco, 1983). Poeta, ensayista y traductor mexicano. Estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, Argentina. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Obtuvo el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra 2013 y el Premio Nacional de Poesía Juana de Asbaje 2010.