Fragmento de Alfabeto. Nueva familia tipográfica, del colectivo Tercerunquinto
Desde el punto de vista de la burocracia, el poder desmedido de los funcionarios públicos y de los oficinistas, un archivo está compuesto por una serie de gavetas provistas con corredores. Sirve, de acuerdo con sus propósitos, para guardar documentos que casi nadie consulta, salvo los profesionales de la historia y las personas obsesionadas con su pasado familiar y con los árboles genealógicos. La archivología, en cambio, es una disciplina que postula una imagen más compleja y, al mismo tiempo, más definida del archivo; no podría ser de otra manera, pues tal como indica su nombre, éste constituye su principal objeto de estudio.
En este sentido, ya que no es nada más un confinamiento de papeles, una pila o una elevada estibación, el archivo, cualquiera que sea su clase (clínico, escolar, penal), requiere de un orden específico: alfabético, cronológico, decimal, geográfico, por materias, etcétera. Cuando se trata del archivo, defensa y reactivación de la memoria, la organización no es solamente un capricho. María del Carmen Pescador del Hoyo[1] dice: “El archivo no debe ser la dependencia pasiva a donde se manda todo aquello que ya no necesitamos sino muy al contrario aquella que tiene a su cargo la custodia y salvaguarda de lo que estamos necesitando constantemente”. A fin de facilitar el acceso a sus contenidos y de asegurar, además, la perdurabilidad de éstos, existen las llamadas unidades de conservación. Entre éstas sobresalen, por mencionar algunas, las bolsas, los tubos, las carpetas, los paquetes, las cajas, las fundas y los legajos.
En décadas recientes, el archivo o, mejor dicho, la metáfora que representa como depósito de acumulación y de organización, se ha vuelto un recurso importante para la academia. Bien inmueble o categoría teórica, palpable o abstracto, el archivo es una entidad que recoge información para articularla y que ha servido para que los especialistas de distintas ramas del conocimiento —filósofos, historiadores y teóricos literarios— elaboren, alcanzando un consenso relativo, explicaciones sobre la conformación de sus asignaturas. Por ejemplo, Roberto González Echevarría, crítico cubano radicado en los Estados Unidos y profesor en la Universidad de Princeton, asevera que los cuentos y las novelas del subcontinente se pueden explicar con base en esta teoría.
Según él, América Latina heredó, desde el siglo XVI, una curiosa obsesión ibérica, más precisamente, española: la de producir leyes y compilarlas meticulosamente. En el Viejo Mundo, afirma, “la producción de tantos documentos hizo necesaria la construcción del gran archivo de Simancas”.[2] Y, más aún, condicionó a la literatura escrita en ambos lados del Atlántico. La novela moderna, vista a través de esta lente, apareció como una imitación, no de la realidad (tal cual solía defender la antigua tesis de la mímesis aristotélica), sino de ese vasto material hospedado en los archivos. Su relación con la ley, por ende, se volvió estrecha, íntima. Las demostraciones que González Echevarría saca a colación son más que convincentes: El lazarillo de Tormes (1544) —donde el narrador-protagonista realiza una deposición legal—, El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha (1605) —donde los personajes principales, don Quijote y su fiel escudero, Sancho Panza, son perseguidos, después de poner en libertad a una docena de galeotes, por la Santa Hermandad—, etcétera.
La ley se cierne en torno a estos mundos literarios. El lazarillo de Tormes empieza con las siguientes líneas: “Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí me llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca”.[3] El interlocutor fictivo es, nada más y nada menos, una autoridad representante de la Corona. Por su parte, antes de condenarse al acoso de la más grande gendarmería europea, que en el siglo XVI tenía presencia, cuando menos, en los actuales territorios de España, Andorra y Francia, don Quijote intercepta a uno de los guardas de los galeotes (el relato de Cervantes dice que en total eran cuatro, dos montados a caballo y un par más que iba caminando) y le pregunta el porqué de su esclavitud. Destacando la ley, enfatizándola, el guarda le responde: “Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados, no es tiempo éste de detenernos á sacarlas ni á leellas […]”.[4]
La simulación de un “discurso hegemónico” no se detuvo ahí. González Echevarría dice que la novela moderna la ha repetido, de modo flagrante, en dos ocasiones más: en los siglos XIX y XX este género literario emuló, respectivamente, al relato de viajes y al reporte antropológico. En la centuria decimonónica, los avances propiciados por la Revolución industrial (la optimización de la máquina de vapor, la construcción de vías férreas en Europa y América y la naciente utilización del petróleo como fuente de energía fósil) posibilitaron la exploración de tierras ignotas. Los viajeros, entonces, comenzaron a registrar sus observaciones. Acostumbrados al ambiente portuario, que consideraban su nicho vital, les importaban sus horas de salida y de vuelta, la duración de su recorrido. Prestaban particular atención a los paisajes y a los horizontes ajenos. Sus escritos, pues, hacían hincapié en estos hechos. Pronto, este talante impregnó a la novela. Me vienen a la mente los nombres de muchos novelistas de la época que, en determinados momentos, hicieron de sus viajes una ficción (Laurence Sterne, Gustave Flaubert, José Maria Eça de Queirós); González Echevarría expone los casos particulares de Domingo Faustino Sarmiento y de Euclides da Cunha.
Por último, el reporte antropológico de la era contemporánea, que trataba de compendiar las historias de pueblos llamativos y exóticos, a la manera de Claude Lévi-Strauss en Tristes trópicos (1955), influyó también en la forma de producir piezas novelísticas. Tales imitaciones discursivas crearon, así, un amplio archivo, el de la narrativa latinoamericana. Éste encontró su saturación en las llamadas “ficciones del archivo”, dos novelas de autores latinoamericanos que, como lo anuncia González Echevarría, aclaran el proceso, concientizándolo, poniéndolo a la vista: Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier, y Cien años de soledad (1964), de Gabriel García Márquez. Durante más de cuatrocientos años, la narrativa latinoamericana, en su archivo, fue recogiendo técnicas, recursos estilísticos y estéticos, estructuras, engranajes. En consecuencia, los novelistas del siglo XXI pueden hacer una revisión en perspectiva y utilizarlos a placer.
[1] Pescador del Hoyo, María del Carmen (1988). El archivo: instalación y conservación. Madrid: Ediciones Norma.
[2] González Echevarría, Roberto (2011). Mito y archivo: una teoría de la narrativa latinoamericana. Trad. Virginia Aguirre Muñoz. México: Fondo de Cultura Económica.
[3] Anónimo (2011). El lazarillo de Tormes. México: Punto de Lectura.
[4] Cervantes Saavedra, Miguel de (1876). El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Madrid: Editorial Saturnino Calleja.
(Ciudad Victoria, Tamaulipas; 1984). Estudió la Licenciatura en Letras Españolas y la Maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato (UG). En 2015 ganó el Concurso de Ensayo Universitario “Rosario Castellanos”, convocado por el Senado de la República. En la actualidad se desempeña como Profesora de Tiempo Parcial en la UG.