Fragmento de Alfabeto. Nueva familia tipográfica, del colectivo Tercerunquinto
François Hartog entiende el archivo como la composición de “documentos producidos por una institución que los elige, los reúne y los conserva”.[1] Es decir, el archivo opera en función de la institución o instancia que lo crea y, por tanto, tiene el objetivo de producir significados. Siguiendo un poco la línea de pensamiento de Hartog, quien “narrativiza” un archivo participa en la producción de posibles significaciones de los acontecimientos y los documentos contenidos en él.
Ahora bien, ¿a quién se dirigen, realmente, los archivos? Cristina Rivera Garza identifica en ellos la participación de un agente del Estado que lleva a cabo “un registro que documente una existencia”.[2] Un archivo que produce significados está, por consiguiente, lleno de documentos que, en su registro de la existencia y los fenómenos, se vuelven históricos. Rivera Garza postula que el documento, el archivo, yace inerte en el tiempo espacio una vez que es concebido en el presente. Es el lector de archivos o documentos históricos quien, en una especie de trabajo forense, modifica tal inmovilidad e interrumpe su trayectoria hacia el olvido. Despierta, pues, significaciones y reflexiones que se habían estancado en el tiempo.
Veremos que El material humano de Rodrigo Rey Rosa, Insensatez de Horacio Castellanos Moya, Los muertos y el periodista de Óscar Martínez y La sombra de Orión de Pablo Montoya abren la posibilidad de producir significaciones históricas sobre fenómenos acaecidos en el presente a partir de la presencia del archivo. Estas cuatro obras llevan al archivo a dar sentido; le otorgan una significación no solamente como registro histórico de la muerte y su sistematicidad en nuestro territorio sino como herramienta narrativa dentro del circuito del presente.
El archivo que aparece en El material humano consta, entre expedientes y documentos, de una serie de fichas elaboradas por el Gabinete de Identificación, un organismo bajo el mando de la ahora extinta Policía Nacional. Las fichas servían para señalar, vigilar y ocasionalmente perseguir a civiles, pues consignaban nombre, huellas dactilares, oficio y lugar de residencia. Cuando Rey Rosa visita este archivo de inmediato intuye que se trata de algo “novelable” dado que la enorme colección de fichas constituye una memoria del horror y la represión. El autor dispone el archivo frente a nosotros para ser testigos del poder absoluto ostentado por el Estado y su dominio sobre la identidad colectiva. Conviene recordar que, esencialmente, el concepto de archivo remite a una instancia de almacenamiento “que permite a los usuarios retornar a las condiciones en las que [los documentos] fueron creados, a los medios que los produjeron, a los contextos de los cuales formaban parte”.[3] En ese sentido, Rey Rosa se esfuerza todo el tiempo por “retornar” a esas condiciones de creación del archivo: investiga y revive el contexto de origen de las fichas mediante la lectura y el cotejo. Con ello, busca significar los documentos en un presente asediado por la misma violencia asentada en esos vestigios del Gabinete. Entonces, más allá de la escritura y las notas que Rey Rosa tomó para “novelar” esta experiencia de lectura archivística, vemos un ejercicio arqueológico desdoblado que trabaja con vestigios del horror y la muerte; desentierra una memoria nacional dañada por el fichaje, el sometimiento, la persecución, el aniquilamiento.
El contacto con los horrores de la violencia quiebra la mente del personaje narrador de Insensatez, la revienta. Este narrador está revisando un informe de derechos humanos sobre las masacres acaecidas a comunidades indígenas durante la guerra civil en Honduras. En el proceso de lectura y edición de este archivo de la muerte, tan lleno de testimonios, recuentos y crónicas de la atrocidad, el narrador cae en una espiral de paranoia e histeria. Se siente vigilado, amenazado a causa de los entresijos que ha ido descubriendo detrás de las operaciones clandestinas y las matanzas consignadas en este informe. El desequilibrio de su estado mental es una consecuencia derivada de la fracturada condición histórica propia en Latinoamérica causada por la violencia. Este narrador opera como un curador que se enfrenta a documentos y testimonios que lo hacen susceptible a las secuelas de la experiencia con la violencia. Castellanos Moya, pues, lleva a cabo un doble juego: su gesto intelectual dentro de este libro propone el acto de escritura e investigación como curaduría —un trabajo necesario dentro del museo de horror del continente que conduce al desciframiento de los archivos de la muerte, a un intento de “dación de sentido” de los fenómenos derivados de la violencia— pero simultáneamente revela ese mismo proceso como un descenso a la locura, al delirio.
Insensatez y El material humano forman una dupla ilustrativa de lo que Villalobos Ruminott llama la “historia natural de la destrucción”[4] en Latinoamérica y que podemos entender a partir de los archivos de la muerte. En Insensatez se asoma una profunda crisis del lenguaje desde esos testimonios de indígenas que sobrevivieron a las masacres. A lo largo del informe, la violencia tiene un inexorable efecto en el sentido de las palabras de los informantes, en su sintaxis se asoma una rotura, algo averiado en el lenguaje que los incapacita para expresar el nivel de horror y el asombro, el asco, frente a la matanza. El material humano, por su parte, muestra que el horror tiene memoria y está asentada en ese archivo del Gabinete de Identificación. La Historia de Guatemala está escrita con sangre y toca a Rey Rosa usar el archivo para significarla en relación con el presente fracturado de su nación.
Los muertos y el periodista, por otro lado, es un acercamiento periodístico al necropoder en El Salvador. El libro sigue la vida de Rudi, un joven pandillero que, tras atestiguar cómo la policía asesina a criminales desarmados, resulta perseguido para no dejar cabos sueltos. La historia transcurre en un sinuoso rumbo marcado por las divagaciones de Martínez, quien siempre admite no estar seguro de cómo narrar esta experiencia, si acaso puede realmente narrarse la sombra corrosiva de la violencia, el miedo permanente a ser aniquilado. Este libro se vuelve archivo de la muerte en tanto que dimensiona históricamente el sometimiento de ciertas regiones centroamericanas a las lógicas de la violencia. Así, Los muertos y el periodista examina el lento proceso que lleva a tres jóvenes —Rudi y sus dos hermanos— a un destino fatal mediante la crónica, los testimonios, el ensayo y la autobiografía que componen este cuerpo archivístico. Al hacer hablar a sus fuentes, cuyas palabras encierran miedo, rendición y una subjetividad determinada por el desamparo y la pobreza, Martínez pone a circular en el mismo circuito a su propia palabra, la del periodista testigo del horror; cronista de la muerte y la desaparición.
Otro interesante archivo de la muerte se encuentra en La sombra de Orión de Pablo Montoya. Orión fue una de diecisiete operaciones ejecutadas a partir de 2002 contra la Comuna 13, a las afueras de Medellín. Lugar autogestionado nacido de la pobreza y el desplazamiento, la Comuna 13 se percibe como un microcosmos del caos y el abandono, una herida social que escuece, con su sinsentido, en la conciencia citadina. Montoya escarba en la memoria, literalmente en la tierra, para recuperar los innumerables cuerpos y nombres de personas asesinadas durante aquellos años y que probablemente han sido arrojadas a La Escombrera, un terreno baldío lleno de cascajo y desechos donde, se sabe, han sido enterrados miles de cuerpos en la clandestinidad y que, en una suerte de caja china territorial, se encuentra a orillas de la Comuna 13. En el penúltimo capítulo de la novela, titulado sin más “La Escombrera”, se despliega una serie de monólogos y apuntes que retoman el nombre de posibles víctimas enterradas en aquel lugar. A la implacable sombra de la Escombrera, Montoya elabora su propio archivo de la muerte; recupera nombres, recuerdos y fotografías que hacen posible la humanización del desaparecido, cuyo único rastro es el afecto guardado por sus seres queridos.
Los archivos de la muerte, entonces, son piezas maestras de la irresolución, monumentos a la atrocidad integrados por fotografías y fichas de desaparecidos, asesinados y perseguidos. Archivos que son vestigio de quien no ha dejado nada más detrás. Las novelas aquí citadas son, a su vez, archivos de memorias vacías cuya narrativización da sentido a la ausencia; recupera rostros, testimonios y nombres de los muertos y desaparecidos. No es suficiente con hacer visible el archivo y la muerte que lo ensombrece; hay que narrarlo, volverlo herramienta de escritura y romper, con ello, su ruta hacia el olvido. Así es como se producen significaciones sobre las instituciones fallidas y decadentes que lo originan y lo hacen posible.
[1] François Hartog, Evidencia de la historia, p. 54.
[2] Cristina Rivera Garza, Los muertos indóciles, p. 105.
[3] Anna Maria Guasch, Arte y archivo, 1920-2010: Genealogías, tipologías y discontinuidades, p. 16.
[4] Sergio Villalobos-Ruminott, “Las edades del cadáver: dictadura, guerra, desaparición” en http://anarquiacoronada.blogspot.com/2015/04/las-edades-del-cadaver-dictadura-guerra.html [consultado el 27/11/24].
Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Cursó la Especialización en Literatura Mexicana del Siglo xx impartida por la uam Azcapotzalco.