Giros y desplazamientos
en el “archivo”

Frida Gorbach Rudoy
febrero-marzo de 2025

 

 

Fragmento de Alfabeto. Nueva familia tipográfica, del colectivo Tercerunquinto


Los historiadores que nos formamos bajo una idea de archivo entendido como el sitio donde son depositados y resguardados los documentos importantes de una administración no dejamos de sorprendernos ante los efectos que produjo y sigue produciendo lo que en los años ochenta del siglo XX se conoció como el “giro archivístico”.

El cambio fue radical. A partir de entonces el archivo dejó de ser una noción de uso exclusivo de historiadores y se convirtió en un campo de discusión en el que participan antropólogo/as, feministas, críticos literarios, historiadores del arte, artistas y críticos poscoloniales. Tenía lugar en ese momento un doble proceso: por un lado, tomaba forma una actualidad en la que todo era susceptible de ser archivado, por lo que la cuestión de la gestión, almacenamiento, administración y acceso a los archivos cobrara una importancia fundamental; por el otro, la idea de historia dominante desde al menos el siglo xix había entrado en crisis. Quiero decir, al tiempo que la masa documental se incrementaba, la noción de archivo se liberaba de las constricciones impuestas por un historicismo que creía en la posibilidad de restaurar el origen de los registros y en construir con los documentos-evidencia una sucesión lineal y progresiva de hechos.[1] En una frase Ann Laura Stoler sintetiza el significado del cambio que trajo consigo el giro archivístico: después de los ochentas, nos dice, se pasó del archivo-como-fuente al archivo-como objeto.[2] Esto es, el archivo dejó de ser una “fuente” que se supone conserva la evidencia del pasado que el historiador utiliza como herramienta, y se convirtió en un objeto de conocimiento en sí mismo. Se pasó de la pregunta por los contenidos de verdad de los documentos a la necesidad de saber cómo esa verdad es producida; de la preocupación historiadora por construir un relato coherente a partir de fragmentos-evidencia, a un trabajo etnográfico atento a determinar cómo en cada ocasión tiene lugar el ejercicio de un poder y de una autoridad.

Incluso, el giro podría pensarse como una suerte de estallido. De pronto, el viejo repositorio de registros culturales, según lo establecía la historiografía europea del siglo xix, se transformaba en un espacio complejo repleto de tensiones, jerarquías y conflictos. De ser un depósito documental, el archivo aparecía como un sitio de producción y clasificación del conocimiento, un dispositivo de jerarquización y exclusión que privilegia ciertos documentos y descarta otros,[3] un lugar donde sucedía la disputa por el poder cultural.[4] Y también el archivo como una “metáfora contundente de cualquier corpus de olvidos”,[5] un ritual de posesión, una ruina o reliquia,[6] un cementerio que sepulta fragmentos de tiempo,[7] el lugar que remite al origen y habla con los muertos y los espectros.[8]

La definición parece desbordada constantemente, al grado de que hoy no sabemos exactamente a qué nos referimos cuando decimos “archivo”. Y es que desde el momento en que el archivo dejó de ser algo dado y se convirtió en algo producido, su significado se alejó de la referencia a las dos condiciones que para Achille Mbembe define a un archivo: el espacio físico y las series documentales que ese espacio resguarda.[9] Se ha alejado tanto que se habla del paso del “archivo” como materialidad al “Archivo” como instancia teórica, la cual se ubica más allá de la “fuente” y remite, si seguimos a Foucault, a “la ley de lo que puede ser dicho”, al sistema general de la formación y transformacion de los enunciados.[10] De ahí la pregunta inevitable: ¿no se ha convertido el archivo en un objeto demasiado abstracto, en una noción inestable, tan desbordada como para poder operar con ella?

Sin duda, se requiere renovar la discusión. Seguir insistiendo en la desnaturalización de la noción convencional de archivo con la que se forja la tradición cultural de Occidente,[11] pero evitando los riesgos de la abstracción teórica. Recordar, junto con Mbembe, que sin el edificio y los documentos “el archivo no tiene ni status ni poder”[12] y que para regresarle su espesor histórico y cultural es necesario situarlo en relación a un ejercicio específico de poder.[13] También, buscar la manera de develar el ordenamiento de sus clasificaciones y jerarquías; desatar sus articulaciones heterogéneas; dejar que su múltiple registro erosione los conceptos con los que comodamente operamos; invertir la mirada y así desentrañar el vínculo entre archivo, secreto e historia del Estado. Formular un tipo de interrogantes que vaya más allá del interés historiador por darle coherencia narrativa a una serie de documentos; o, al menos, dejarse llevar por las preguntas casi infinitas que el giro archivístico sigue desatando y cuyos efectos quizás apenas empezamos a vislumbrar.

Renovar la discusión significa, asimismo, hablarle al presente. Más que acotar una definición, la idea sería buscar respuestas a las cuestiones actuales. Y así, ante la demanda memorial de nuestros días y en medio de la circulación de conceptos como “testigo”, “responsabilidad”, “patrimonio”, “identidad”, preguntarse, entre otras muchas cosas, por el vínculo entre historia, archivo y prácticas de la memoria y entre escritura y oralidad, por la función de testigo y prueba que el archivo cumple en cada momento, por el lugar que ocupan los documentos en la memoria de las comunidades y sus exigencias de reparación, y por el modo como suceden ciertas transformaciones: archivos institucionales que se convierten en memoria de una comunidad; colecciones de documentos que de pronto adquieren el valor de patrimonio.[14]

Pero renovar la discusión significa también abrir un espacio a la singularidad y preguntarse por ejemplo ¿cómo nos acercamos a los documentos?, ¿cómo nos afectan cada vez?, ¿cómo nos marcan históricamente?, ¿qué formas imaginarias desata un acervo, un documento, una fotografía?, ¿cómo, en fin, nos aproximamos al pasado y hablamos con los muertos? Todo esto como una apuesta por la recomposición del campo histórico.


[1] Tello, Andrés Maximiliano. 2018. Anarchivismo. Tecnologías políticas del archivo, Buenos Aires/Madrid, Ediciones La Cebra.

[2] Stoler, Ann Laura. 2010. “Archivos coloniales y el arte de gobernar”. Revista Colombiana de Antropología, vol. 46, núm 2 julio-diciembre, pp. 465-496

[3] Tello, Andrés Maximiliano. 2018. Op. Cit.

[4] Trouillot Michel-Rolph (2017) Silenciando el pasado. El pasado y la producción de la Historia, España, Editorial Comares.

[5] Stoler, Ann Laura. 2010. Op. Cit., p. 9.

[6] Stoler, Ann Laura. 2009. Along the Archival Grain. Epistemic Anxieties ando Colonial Common Sense, Prinston University Press.

[7] Mbembe, Achille. 2020. “El poder del archive y sus límites”, Orbis Tertius, 25(31) , junio-noviembre, Universidad de La Plata, Argentina.

[8] De Certeau, Michel. 1993. La escritura de la historia, México: Universidad Iberoamercana. Derrida, Jacques. 1995. Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Madrid: Trotta.

[9] Mbembe, Achille. 2020. Op. Cit.

[10] Foucault, Michel. 2008. La arqueología del saber, Buenos Aires: Siglo XXI, p. 170.

[11] Tello, Andrés Maximiliano. 2018. Op. Cit.

[12] Mbembe, Achille. 2020. Op. Cit.

[13] Da Silva Catela, Ludmilla. 2002. “El mundo de los archivos”, Ludmilla da Silva y Elizabeth Jelin (eds.) Los archivos de la represión: documentos, memoria y verdad, Madrid, Siglo XXI.

[14] Da Silva Catela, Ludmilla. 2002. Op. Cit.

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Frida Gorbach Rudoy

Es profesora investigadora de la UAM Xochimilco. Es doctora en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México e integrante del Sistema Nacional de Investigadores. Ha publicado El monstruo, objeto imposible. Un estudio sobre teratología mexicana (Siglo XIX), y junto con Carlos López Beltrán editó el libro Saberes locales: ensayos sobre historia de la ciencia.