La abuela tejía antes de las doce.
Ropa de bebé.
De adulto.
Ropa de muerto.
La abuela parió nueve veces:
cinco niños y cuatro niñas.
Ellos aprendieron a cortar cabello.
Todos los hombres eran considerados
los hermanos mayores. No podían llorar.
Ellas aprendieron a cocinar;
muy pronto supieron
que una madre puede ser
una niña que apenas juega
con muñecas o que decide
dejar de tener miedo
a la oscuridad.
Ellas criaron a toda la descendencia.
Como si se tratara de un juego.
La abuela tejía ropa,
remendaba prendas que pocas veces
tendrían una vida útil después.
Porque los niños crecen con cada accidente
y la ropa como la memoria
se rompe con facilidad.
Concluyo:
mi abuela remendaba las heridas
de mis tíos, hombres pegados
con costuras poco gráciles.
Hechos a la medida del trabajo rudo
y de la soledad ante el sufrimiento.
También remendaba
los corazones de mis tías,
sabiendo que las había hecho madres
por accidente.
Sin que ellas supieran siquiera hablar.
Sus costuras estaban hechas
a la medida de una familia
que se rompía con cada nacimiento.