Descensus ad infĕrus

Leonarda Rivera
diciembre de 2024-enero de 2025

 

 

Antígona, Frederic Cameron Leighton, 1882, óleo sobre tela


Antígona y los infĕrus

La palabra ‘infierno’ viene latín infĕrus y significa algo ‘inferior’, ‘subterráneo’, ‘ínfero’. En la botánica se habla de ovarios-ínfero que originan frutos falsos, ‘inferiores’.[1] Descensus ad infĕrus escenifica una cavidad húmeda que conduce al interior de la tierra, donde las raíces de los árboles asemejan venas para los que se atreven abrirse paso entre la oscuridad y las sombras.

En el mundo católico, la iconografía del infierno está relacionada con la imagen de la gruta (grotta en italiano), de esta palabra se derivan otros términos conocidos por todos: grottesca, grottesco, designación acuñada para un determinado tipo de ornamentos que a finales del siglo xv fueron hallados en algunas excavaciones en la ciudad de Roma.[2]

 

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En la teología medieval, el infierno constituye una de las cuatro postrimerías del hombre. No se le puede considerar sólo un lugar grottesco, sino también un estado del alma. Así,  descensus ad inferus contempla varias veredas; se puede descender a los infiernos del ser, en tanto afecciones del alma, pero también se desciende hacia la grutta, donde el imaginario popular suele situar al infierno. Por otro lado, ya en el siglo XVI se hablaba también de los infiernos de la historia; pasajes oscuros que, al igual que los ovarios-ínfero, originan frutos falsos y es mejor contarlos “de otra manera”. Lo que ocurre pues en los infĕrus es inenarrable, delirio puro, del latín vulgar delirare “salirse del surco al labrar la tierra”, es decir, desvío.  

 

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En la versión inaugural de Antígona, Sófocles la hace descender a distintos infĕrus. La heroína es conducida físicamente por los centinelas a las oscuras grutas donde morirá encadenada, enterrada viva. Ese primer descenso se confunde muy pronto con el otro, con la caída en la desesperación y la locura, los ínferos en tanto estados del alma.

La hija de Edipo encuentra su cámara nupcial en una morada subterránea. La joven entra a esa cueva presa ya del delirio y la desesperación; de hecho, poco antes de quedar a merced de la oscuridad se lamenta de su destino “y ahora, con las manos atadas me arrastran al suplicio sin haber conocido el himeneo… Voy a encerrarme viva en la caverna subterránea de los muertos”.

 

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En uno de los textos poco conocidos de La Cuba secreta y otros ensayos, María Zambrano observa que la imagen de las entrañas recorre no sólo la Antígona de Sófocles, sino casi todo el teatro ático. Las tragedias están llenas de sangre derramada, personajes ahorcados con cuerdas que asemejan cordones umbilicales, que parecen sellar la tragedia del hijo que no pudo nacer enteramente, “la tragedia del hijo que se quedó pegado en la placenta oscura de su madre, sumergido en la oscuridad del sueño hasta que su trágico despertar le hiciera arrancarse los ojos. Y la única manera que encontró el autor de representar a ese hijo de inacabable nacimiento fue casándolo con su madre”. Y es que, ya perdido para siempre en la oscuridad, Edipo arrastra consigo a su hija Antígona en sus travesías por Colono. Antígona convertida en los ojos de su padre, mira y descifra el mundo por los dos, incluso por los tres, ¿y quién es la otra? Ella misma, aquella que no llegará a la vida adulta, esa, cuyo camino inevitablemente está dirigido hacia la oscuridad de las grutas, donde la luz sólo será un recuerdo y la ceguera, un estado del alma, un descenso hacia la oscuridad de los ínferos.[3]

 

George Steiner sueña con Antígona

Durante la Segunda Guerra Mundial George Steiner estudiaba en el Liceo francés de Nueva York, en una clase de griego su profesor relacionó el texto de Sófocles con las noticias de la guerra y la ocupación, de los prisioneros y de los muertos insepultos; cientos de hombres que quedaban sobre la intemperie después de las batallas. ¿Qué sería de ellos, de sus cuerpos? Seguramente a lo lejos también tenían a una Antígona que les lloraba. ¿Cuántos polinices se quedarían tendidos, desmembrados sobre la interperie en espera de que los pájaros de rápiña se posaran sobre ellos?

 

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Más de cuarenta años después, George Steiner publica su libro Antígonas. Una poética y una filosofía de la lectura.  El trabajo de Steiner está dividido en tres partes en los que el autor va exponiendo y descifrando las distintas versiones que ha tenido en el mundo occidental la heroína de Sófocles.[4] Prácticamente dos décadas antes, María Zambrano había sacado su propia lectura y recreación en La tumba de Antígona (1967). Su versión es muy distinta de las lecturas que se habían presentado dentro el discurso filosófico, particularmente a la de Hegel. En La tumba de Antígona, María Zambrano no recrea el enfrentamiento entre la heroína y el tirano; su versión está centrada en el concepto de delirio. Antígona desciende a los infiernos, a las entrañas de la tierra, a la grotta, donde encadenada delira hasta alcanzar la muerte.

La Antígona de María Zambrano anuncia la ley del amor y del perdón, encarna la figura de quién “ha padecido la trágica determinación del mundo por la escisión, el estar dominado por la herencia, por la nubilidad, por las potencias en conflicto y la ley de la polis que dependen del sacrificio para instituirse”.[5] María Zambrano, a diferencia de Sófocles, no mata a su Antígona sino que le otorga el tiempo suficiente para que delire, para que reclame y llore.

 

Hegel y Hölderlin

En su juventud Hegel y Hölderlin coincidieron en el Tübinger Stift (seminario de la Iglesia Protestante en la ciudad de Tubinga, en Württemberg). Era primavera, había macizos de flores como árboles por donde solían dar largos paseos. Me pregunto si hablaban sobre Antígona. En ese entonces, Hegel ya soñaba con una fenomenología del espíritu, pero el centro que sostendría su discurso no sería la muerte sino el amor (eros), el único capaz de hacer que un amante descienda a los infiernos por su amada: amoris at descensus ad inferus

Desde entonces, Hölderlin ya escuchaba voces, tenía inquietantes pesadillas en las que también él descendía a los infiernos. Después de Tübinger Stift, y tras haber viajado por distintas ciudades, alrededor de 1800, Hölderlin tradujo la Antígona de Sófocles. En el siglo XX, Martin Heidegger señala que esa traducción había revolucionado el sentido mismo del lenguaje, pues los enigmáticos versos dejaron ver el abismo de una lengua ya perdida que de pronto se revelaba en toda su extrañeza. Si Sófocles había recogido las señales míticas de un conflicto —la lucha entre los antiguos y los nuevos dioses, entre lo divino y lo humano—, Hölderlin lo reitera ya al margen de la divinidad, una divinidad definitivamente ausente en la época moderna.

 

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Algunos años después Antígona reaparecerá en los Elementos de la Filosofía del Derecho (1820) de Hegel, ahí la mirada está puesta sobre el conflicto entre Creonte y Antígona y el tema de la familia como opuesto al Estado: “Antígona representa el enfrentamiento entre el derecho del estado y el derecho individual”.[6] Se trata de una lectura política que enfrenta, bajo las figuras de Antígona y Creonte, la naturaleza —cuya señal inextinguible en el hombre es la muerte— y la polis, la existencia individual y la organización política. La lectura de Hegel marca definitivamente la historia de Antígona, pues en las lecturas sucedáneas ella aparecerá como una figura subversiva al Estado. En los últimos años llaman la atención las lecturas que se han realizado desde los movimientos feministas sobre la presencia de esta figura en el discurso hegeliano. Por supuesto, La Antígona de Hegel, de Patricia Mills, encabeza la lista, así como Speculum of the Other Woman, de Luce Irigaray, sin olvidar Antigone’s Claim, de Judith Butler. De esta última lectura me gustaría quedarme con la palabra claim para cerrar este pequeño ensayo recodando los gritos de esa Antígona que desciende a los ínferos.


[1] Cf. Miguel Colmeiro, “Diccionario de los diversos nombres vulgares de muchas plantas usuales ó notables del antiguo y nuevo mundo”, Madrid, 1871.

[2] Cf. Peter Burger, Crítica de la estética idealista, La barca de medusa, Madrid, 1996.

[3] María Zambrano, “Las entrañas”, en La Cuba secreta y otros ensayos, Ediciones Endymión, Madrid, 1996.

[4] George Steiner, Antígonas. Una poética y una filosofía de la lectura, Gedisa, Madrid, 1987.

[5] María Zambrano, La tumba de Antígona, Alianza, Madrid, 2019.

[6] Alejandro Bárcenas, “Historia y Eticidad en la Antígona de Hegel”, en Revistas Apuntes filosóficos, Núm. 29 (2006).

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Leonarda Rivera

Escritora y académica. Doctora en Filosofía por la UNAM. Autora de los libros Don Juan y la Filosofía (16ᵒ Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI, 2018), Las damas fáusticas (Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas, 2023), Sobre la destrucción de la ciudad (Premio de Ensayo Literario Laura Méndez de Cuenca, 2023). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.