Infancias libres y diversas, Mar Coyol, 2020
Cuando Conrad tenía siete años de edad conoció a su tío abuelo Nicolás B, subteniente en 1808 y teniente en 1813 del ejército francés. Años después escuchó su historia de vida por boca de otros familiares. Supo que había sido Capitán del Segundo Regimiento de Caballería del ejército polaco y Caballero de la Legión de Honor y merecedor de la Cruz Polaca al Valor. Conrad sentía admiración hacia esa figura familiar construida en el relato de otros, era una figura de veneración por las hazañas que había realizado. Este tío abuelo, además, fungió sin saberlo como un padrino, pues le hizo un regalo que de alguna manera marcaría su sino como escritor. Siendo Conrad ya adulto, y con motivo del fallecimiento de su mamá, el tío abuelo Nicolás, hermano de su abuelo materno, le hizo entrega del escritorio que había pertenecido a la madre de Conrad, una simple mesa que sin embargo conservaba toda la mística de una herencia secreta. Pues como a él mismo le gustaba decir, su conciencia era “herencia de los siglos, la raza, el grupo, la familia”.[1]
Si el mar del Pacífico le arrojó un gran pedazo de madera a Pablo Neruda como regalo para que hiciera su escritorio —al parecer en Isla Negra— y se convirtiera en la mítica mesa de trabajo del poeta chileno, a Conrad fue la marea de la sangre, el torrente secreto de la sangre en las venas compartida con vagos familiares heroicos y terribles lo que le puso ante sus ojos y sus manos la mesa de trabajo donde libraría combates con su escritura, porque para él escribir era una lucha que lo dejaba exhausto, como precisa en Crónica personal: “una fatiga corporal de ninguna manera comparable a la que puede producir el más arduo trabajo físico”.[2]
Regresando a este tío abuelo de nombre Nicolás, adorador de Napoleón el Grande, no sólo le regaló el escritorio donde el futuro novelista polaco libraría sus combates, sino que además este hombre le ayudará a encarnar de alguna manera la doble condición del poder de la imaginación y de la revisión crítica, que cultivará a lo largo de su obra. Esa doble condición es la de la fascinación y la del terror.
La historia de ese hombre que acompañó a Conrad durante años, y que contribuyó a la concepción de su escritura, es la siguiente: su tío abuelo, cuando estuvo en servicio activo en el ejército, en un contexto de guerra y hambruna, se comió un perro lituano, después de matarlo y desollarlo. La impresión de esa historia que Conrad escuchó en su infancia, con horror, sobrevivió, pero matizada, en el Conrad barbado, adulto, que ya obedecía al impulso de escribir. De alguna manera el horror se convirtió en otra cosa, se convirtió en conocimiento profundo de la condición humana, en atracción e intriga por los límites vivenciales; la misma acción de un hombre, la relatoría de un acto cometido, podía adquirir mediante la experiencia y la imaginación crítica, una doble naturaleza. Así lo describe Conrad:
Había devorado el perro para apaciguar el hambre, qué duda cabe; pero también en nombre de un deseo patriótico imposible de saciar, a la tenue luz de una fe que sigue viva y en pos de una gran ilusión que mantuvo viva como un faro engañoso un gran hombre que pese a todo iba a descarriar los esfuerzos de una valerosa nación.[3]
La principal cualidad de la imaginación es la capacidad de evocar la parte oscura de un ser y al mismo tiempo la luminosa. Si la mente y el conocimiento de un niño enjuicia severamente al militar desesperado que se comió a un perro, los del adulto, no sólo indultan aquella acción sino que buscan comprender su motivación. Buena parte de su energía memoriosa, extraída principalmente de sus vivencias como marino mercante, se concentró en poner en papel y en hacer verosímiles personajes, atmósferas y acontecimientos, sabiendo que aunque tenían un sustrato real, basado en la propia empiria, eran en gran medida producto de su imaginación, mas no contrarios a la verdad.
Las visiones que lo persiguieron tenían el doble tamiz del horror y la fascinación y buscó estilísticamente conservar esa ambivalencia en lo que escribió: “Habíame abandonado yo a la ociosidad del hombre obsesionado, que ya no busca más que las palabras mediante las cuales captar las visiones que le atormentan”.[4] Mucho se ha hablado del estilo pulcro de Conrad, de su eficacia narrativa; la rapidez con la que entrega una imagen cargada de una o más emociones humanas y esa forma directa de ir al corazón de lo narrado, casi desnuda, constituyó su mejor arma crítica. “Sólo en la imaginación de los hombres encuentra cada verdad una existencia eficaz e innegable. La imaginación, que no la invención, es la guía suprema de la vida, tal como lo es del arte”.[5] Esa operación o transfiguración, que opera en la escritura de ficción en prosa, trabaja con una verdad que no es sino “verdad a menudo extraída de un pozo y revestida con las vestiduras de que la dota la frase imaginaria”.[6] Después de todo la ideología es una relación imaginaria con un estado real de cosas.
Se ha escrito mucho sobre el río en el que navega Marlow a bordo de su vapor, ese río Congo que aparece en El corazón de las tinieblas. Se ha hecho notar su halo simbólico, Borges en su poema Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad escribe: “El río, el primer río. El hombre, el primer hombre”, sin embargo, no está de más añadir que en el relato de Marlow aparece el río casi como una metáfora de la escritura de Conrad: “Allí estaba el río, fascinante, mortífero, como una serpiente”[7], así es la literatura, el producto de la imaginación en Conrad.
Del Quijote, Conrad escribió: “Cabalga sin cesar, la cabeza envuelta en un halo…el santo patrón de todas las vidas echadas a perder y de todas las vidas que se han salvado por la intervención irresistible de la gracia de la imaginación”.[8] Si Cervantes inaugura lo moderno es gracias a esa ambigüedad que Conrad localiza en el ingenioso hidalgo de la Mancha. Relatar, rememorar, traer al presente la historia del hombre que se comió un perro lituano durante la guerra permite ver el brillo y la peligrosidad de esa navaja de doble filo que tiene la imaginación: salvarse y perderse.
Conrad se convirtió en un maestro estilístico, que más allá de poder hallar lo desmesurado en su escritura mesurada, supo también encontrar en la ambivalencia de las imágenes y los acontecimientos narrados su fuerza crítica más potente. Esa ambivalencia hace que salte por los aires cualquier alivio utópico o una comprensión de la historia. No importa en sí si alguien se comió o no un perro, sino de qué manera lo imaginamos e interpretamos. Aunque denuncia como pocos el colonialismo y las motivaciones económicas —el tráfico del marfil en el Congo por ejemplo—, nunca desemboca en una explicación puramente materialista, por eso Eagleton lo llama conservador, pues su concepción pesimista del mundo engarza con una crisis propia de su clase social,[9] ese concepto pesimista es:
[…] un pesimismo ideológico muy común en su época —la idea de que la historia es vana y cíclica, de que los individuos son impenetrables y solitarios, de que los valores humanos son relativos e irracionales, idea que señala una drástica crisis en la ideología de la clase burguesa occidental a la que Conrad estaba emparentado.[10]
Borges notó que el realismo hallado en El Quijote era muy distinto al realismo que se ejerció en el siglo XIX: “Joseph Conrad pudo escribir que excluía de su obra lo sobrenatural, porque admitirlo parecía negar que lo cotidiano fuera maravilloso: ignoro si Miguel de Cervantes compartió esa intuición, pero sé que la forma del Quijote le hizo contraponer a un mundo imaginario poético, un mundo real prosaico. Conrad y Henry James novelaron la realidad porque la juzgaban poética”.[11] Quizá esa es la mejor forma de delinear la idea de imaginación en Conrad; una portentosa prosa poética que echa sus anclas en lo real para imaginarlo y criticarlo.
[1] Joseph Conrad, Crónica personal, Ciudad de México, Secretaria de Cultura. Dirección General de Publicaciones, 2017, p. 122.
[2] Ibid., p. 130.
[3] Ibid., p. 60.
[4] Ibid., p. 33.
[5] Ibid., p. 50.
[6] Ibid., p.121.
[7] Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, México, Universidad Veracruzana, 2008, p. 28.
[8] Joseph Conrad, Crónica personal, p. 62.
[9] No se debe olvidar que Józef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, alias Joseph Conrad, era un aristócrata polaco, exiliado, comprometido con el conservadurismo inglés.
[10] Terry Eagleton, Literatura y crítica marxista. Madrid, Editorial Zero, 1978, p. 27.
[11] Jorge Luis Borges, Obras completas 1923-1972. Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 667.
Escritor, guionista y académico mexicano. Licenciado en Humanidades con especialidad en Filosofía y Maestro en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad de las Américas Puebla, udlap. Ha sido ganador dos veces de la beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes Puebla foecap, en el área de literatura (2003 y 2009).