Antigua estación de tren en Cuatro Ciénegas, Coahuila. Fotografía: iStock
En un país donde la violencia extrema cobra las vidas de más de treinta mil personas al año, en un escenario de atroz intemperie, se ha configurado un imaginario colectivo cuyo lugar común es la muerte y la experiencia de vulnerabilidad radical.
Los cuerpos tirados en el desierto, la crueldad horrísona de los cárteles, el fenómeno migratorio en la frontera son algunos de los temas que desde la década de los noventa han configurado, en parte, la llamada “literatura del norte”, rótulo que —como señala Víctor Barrera Enderle— fue promovido por la industria editorial, lo que favoreció la canonización de un tipo de obras en las que prevalece la geografía de la frontera y la metáfora de un desierto aterrador.
Pero todo canon desdibuja no sólo otras literaturas sino también experiencias de escritura. Me refiero especialmente a las elaboraciones sobre la muerte que se alejan de la representación asociada con la violencia física, y proponen prácticas creativas que exploran otros caminos, tales como la maternidad, el cambio climático, el perdón y la culpa, la enfermedad, las relaciones filiales y de amistad.
En este sentido, la poesía coahuilense escrita por mujeres permite asomarnos a otra clase de lugares. Poetas como Claudia Berrueto, Mercedes Luna Fuentes, Ivonne G. Ledezma, Carmen Ávila Jáquez y María Luisa Iglesias forman parte de una lista más amplia de creadoras que escriben desde la pequeñez de los vínculos más elementales, como los de una madre y su hijo, una cuidadora y un enfermo, una abuela y sus plantas, entre los afectos y los límites de la existencia. Poemarios como No hay muerte natural (2008), de María Luisa Iglesias; La máquina de vivir (2008) y El virus de Munch (2017), de Carmen Ávila; Costilla flotante (2013) y Sesgo (2015), de Claudia Berrueto; La habitación higiénica (2017), de Mercedes Luna Fuentes, y Deshojar el insomnio (2010), de Ivonne G. Ledezma, dan cuenta de otras literaturas que variablemente se relacionan con la finitud. Nada más distante de los tópicos abreviados por la “literatura del norte” que estos versos de Iglesias: “y estuve ahí / respirando el mismo aire que exhalabas / muriendo juntos en cada intervalo del corazón”, o estos de Luna Fuentes: “Mujer sobre el techo de la casa / explicándole el mundo a sus hijas / no mundo / contemplo sus pies pequeños / los mismos que se fueron transformando en luz / en músculos rosados sus cabellos / no las quiero de porcelana”.
A partir de esta premisa, deseo enfatizar la diversidad de la literatura que se escribe en el norte, pues, además, las poetas coahuilenses conceden otra clase de especificidades temáticas y formales. Por otro lado, pretendo aproximarme a dos libros publicados en 2024, que hablan de la muerte muy lejos del tropo del desierto: Sin marcas de ese viaje, de la torreonense Ivonne G. Ledezma, publicado por el Instituto Municipal de Cultura de Saltillo, y Bajo el mármol lunar, de la saltillense Claudia Berrueto, editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ambas obras articulan lenguajes que procesan el duelo: trazan mapas del dolor sobre la senda de una tradición poética que se remonta a la Epopeya de Gilgamesh, en la que un rey se lamenta desconsoladamente por la pérdida de su amigo Enkidu, quien había sido enviado por los dioses para enfrentarlo, pero se convirtió en el ser que más amó.
Dice Judith Butler que “el duelo nos enseña la sujeción a la que nos somete nuestra relación con los otros en formas que no siempre podemos contar o explicar”. En ocasiones el relato de esa pérdida se entrecorta o interrumpe, pues la mutilación del “yo” por la muerte de un “tú” implica una identidad vulnerada.
Las lágrimas de ese rey desposeído son la metáfora de esa gran afección, el duelo, que es constitutiva de la experiencia humana. En el fondo, toda la literatura, y por extensión el arte, es la expresión del deseo de abandonar la finitud y honrar a quienes ya no están. Dice Cristina Rivera Garza que la escritura no es un vuelco hacia los vivos sino hacia los muertos. Así lo expresan los poemas de Ivonne G. Ledezma en Sin marcas de ese viaje: “Aprendí que morir era otro modo de conjurar ausencias / uno más demoledor / capaz de arañar la cordura de mi abuela / sembrar en ella la desolación como una enredadera”, escribe la poeta en los primeros versos del libro, ahí donde un “árbol feo” es el símbolo que el sujeto de la representación encuentra para refugiarse, para verse reflejado en sí mismo y su historia familiar. El sujeto se convierte en ese árbol hasta que, como presagio de su partida, decide matarlo, “desahuciar sus cuatro metros”. Ninguna señal de vida, sugieren los versos, queda tras esta doble pérdida.
¿Cuál es el viaje y hacia dónde se dirige la poeta en esta cartografía de sus muertos? Un trayecto que surca el dolor, una búsqueda desasosegada al interior de su propia identidad, que también es la de sus muertos. “Te llevé tres naranjas / pequeños símbolos de compasión / que tú quisiste ver como esperanza / me pediste quitar la piel de una / mientras hablabas del pasado y los errores / del perdón / esa palabra que buscaste en mis ojos / sabiendo que veías / desde la altura de tu muerte / tú y yo estamos en paz / te lo dije entre los gajos de la fruta / sin dar ni recibir otras promesas / porque entre nosotros ya no era posible / tampoco fui al hospital / del que ya no pudiste huir”, reza así este poema indulgente.
De qué materia está hecho el recuerdo sino de imágenes que abren trayectos, líneas de fuga que desbrozan la culpa y el perdón en Sin marcas de este viaje. “Cada sueño en el que vuelves / (porque siento que vuelves) / me hace pensar en un mensaje oculto / ¿cuál será la misión que me designas? / ¿cuál el juramento que te faltó cumplir / y quieres que yo cumpla”, se pregunta la voz poética, angustiada porque sólo puede revivir a “ese” muerto en sus mapas oníricos. No hay sueño ahí donde no hay historias pasadas, dice el filósofo Henri Bergson.
¿De qué sustancia está hecho el dolor por la pérdida? De escritura e imágenes que resignifican a la poeta que lamenta. Las escrituras del duelo condensan la promesa de una rabia que no es violenta porque en su seno hay un “nosotros”: somos nosotros y nuestros muertos. ¿Qué soy sin ti?, se pregunta la filósofa Judith Butler, y en esa pregunta “descubro que yo también desaparezco”, es decir, mi “yo” se relativiza porque dependo, porque estoy conectado al otro. Por eso la poesía de Ledezma se rasga, relativiza al “yo”. “Si en uno de mis sueños pudiera entrar el cielo / si existiera / cómo sabría hallar tu rastro / cuál de tus nombres invocar / ¿el de las noches de césped / el de las fotografías perdidas / el del óxido implacable que me sigue / tratando de borrarte? / no quisiera encontrar al que fue herido / por la celosa carretera que se llevó tu aliento”, profiere así la voz poética.
En esta misma línea, la última parte de Bajo el mármol lunar de Claudia Berrueto, intitulada “Mármol negro”, está dedicada a la madre de la poeta, fallecida once años atrás. “Soñé un avión la víspera de tu muerte. / una parcela de cielo fue incendiada a su paso, / el fuselaje de ese sueño vino a danzar sobre la pista de lumbre que fue mi casa, / las alas cayeron en trozos perdiendo la memoria que el aire sembró en ellas / durante la desintegración el metal enarboló su estirpe. / desde entonces mis ojos, / como llamas líquidas / atraviesan los días”, reza así el primer poema de este apartado en el que, de cara a la ausencia de la madre, la poeta edifica una suerte de espejo mediante el cual vehicula un idioma áspero para comunicarse con la difunta, pero también para verse a sí misma como madre de una hija.
Tres generaciones mediadas por versos depositarios de recuerdos, que sólo cobran sentido en el reordenamiento de los objetos de la madre ausente: “Sofía se midió tu vestido de novia; / lo encontramos en tu ropero con una mancha de vino durmiendo en la cintura. / en tu boda eras la niña con sueño. / pero a nadie le importó tu cansancio, / nadie te cobijó con su abrigo en un rincón de la fiesta. / Sofía, / aun en el vértigo de tener el mismo cuerpo de su abuela, / se quedó dormida con el vestido puesto. / en ella descansas. / cosas que no vemos: / dentro de un vestido de novia / duermen dos niñas.” Organizar esos objetos supone resemantizar el mundo y el “yo”.
Algo inquietante atraviesa la poética de Berrueto y es la edificación de espacios-tiempo habitados por seres atrapados en un destino en la frontera de lo involuntario. “Mi madre nunca se perdió en el mar / ni en la montaña que talló la noche, / ni en los nudos del viento; / jamás desapareció en el corazón del bosque. / nunca se adentró en las sienes de la madrugada. / ella se extraviaba en una maceta, / en los dobleces de la ropa / en las edades de sus hijos, / en esta casa que espera su regreso con desesperación”, dice así este poema que, al mismo tiempo, augura sus propios quiebres desde la resiliencia. Las plantas, los hijos, la ropa, la vajilla son esas grietas que poco a poco rompen las “piedras” —tropo recurrente de la autora—, que vuelven porosos los linderos de la tristeza. “Durante el sueño te encuentro joven y ocupada frente a un cuaderno / sumando y restando por mí. / yo estoy debajo de la mesa y observo tus piernas, / luego de arrastrarme torpemente / y lleno mis brazos con tu cuerpo cálido y antiguo”.
Estas prisiones de la existencia son nombradas desde un patrimonio familiar, esto es, la herencia de lo opaco y sus escasos destellos. Pero lo constreñido también guarda la promesa de una liberación que se cifra en las decisiones que han forjando a la poeta con el paso del tiempo. “Cómo me gustaría que me vieras ahora / constelando humo y disecando mis ojos con todo este rímel, / trazando mapas que me ocultan, / acampando durante días dentro de cada minuto, / soñando cautiva en este cuerpo que es agua de flores descompuestas. / ven, / conóceme hoy que ya comienzo a desprenderme”.
Es verdad que no podemos recordarlo todo o no sería posible vivir con el peso de tanta memoria, pero también es cierto que no habría un “yo” sin los otros. He ahí uno de los grandes misterios de la existencia humana. Dice Henri Bergson que “nuestra duración”, nuestro estar como devenir en el mundo, “no es un instante que reemplaza a otro instante”, sino un “progreso continuo del pasado que corroe el porvenir y que se hincha al avanzar”. Pero desde el momento que el pasado se agranda, insiste Bergson, también se conserva indefinidamente. De ahí que la memoria también nos asalte. A veces los recuerdos de nuestros difuntos son vagos, discontinuos, se adhieren repentinamente al presente o, por el contrario, los evocamos con deliberación. Son imágenes en las que estamos ahí como extensión de otras vidas. Como escribe Ledezma: “cada vez que alguien muere / mueren de nuevo todos / duelen aquí otra vez”.
Otra temática transversal de Bajo el mármol lunar es la noche y el insomnio. La experiencia medular del proyecto radicó en explorar la oscuridad desde las alteraciones biológicas que suscitó el confinamiento durante la pandemia. Berrueto se propuso despojarse de sí para volverse una con la oscuridad; palpó la superficie de la luna durante la vigilia que se apoderó de ella durante un par de años. “Cada vez menos asiduo al sol, / sabes que es la noche quien se ha prolongado en ti”, dice así uno de los versos que manifiesta la dilución de las fronteras entre la materia humana y la noche, entre la piel y la luna.
Una de las promesas más inquietantes del libro es la transfiguración: el tránsito a un estado ascético, ruta que, al mismo tiempo, permite elaborar duelos, los propios y los del cosmos. “Bajo esta luna verde / me aferro a mis amuletos de cimarrona”, expresa un poema en este tenor. El duelo, entonces, se expande hasta alcanzar una suerte de ecocrítica, tal como lo revelan estos versos: “Un iceberg se desembaraza de su plataforma y adquiere un nuevo nombre / el más reciente dejó la Antártida y ahora se llama A-76 / y se ha ido flotando / con su nueva respiración de isla, / por el plomizo mar de Wedell. / todo lo que deja de ser parte de tierra firme / adquiere un nuevo nombre; / todo lo que es mutilado de un cuerpo también, / lo mismo todo cuanto abandona la vida. / el sonido de ese desprendimiento lo dicta; / una ruptura es también un bautismo”. Así, un estado de cosas se convierte en algo distinto, tal vez en una incógnita sobre la devastación.
Doctora en Estudios Latinoamericanos por la UNAM; periodista cultural para la Revista de Coahuila y docente del Colegio de Estudios Latinoamericanos y la Universidad de la Comunicación.