La brújula siempre marca el mediodía: tres cartografías de la ficción norteña

Francisco Gallardo Negrete
octubre-noviembre de 2024

 

 

Escena de la pieza Amarillo, Teatro Línea de Sombra. Fotografía: Roberto Blenda

 

Cuando Alexander von Humboldt visitó la Nueva España, ya en la fase crepuscular del virreinato, lo sorprendieron las pocas calidad y claridad de sus mapas septentrionales. Viajero decimonónico y científico dieciochesco en iguales proporciones, trató de describir — aprovechando su estancia de unos cuantos meses— aquellos paisajes remotos y deshabitados a los que la corona española había ignorado por casi trescientos años. Sus Tablas geográfico-políticas del Reino de la Nueva España, de 1803, arrojaron luz a la región, pero no supusieron una solución definitiva.

El norte conservó en buena medida, dentro del Estado nacional recién emancipado, su estatus de franja ignota. Si, a decir de Philip W. Powell, los chichimecas, a lo largo de la época colonial, habían sido un infranqueable muro de contención, ahora fueron otras las razones de su inaccesibilidad. Su clima extremo —en Tepache, Sonora, se registraron temperaturas superiores a los 50°C este verano—, sus grandes dimensiones territoriales —la entidad federativa de Tlaxcala cabe, en la actualidad, unas setenta veces en la de Chihuahua— y, de un tiempo a esta parte, sus altos índices de violencia —los desplazamientos forzados, que en ocasiones se piensan como un fenómeno privativo del sur del país, continúan en aumento en Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas— lo han preservado con su aura de zona mítica, reservada para un puñado de aventureros de la estirpe de Juan Ponce de León o de Junípero Serra.

La imaginación, que la incansable andariega santa Teresa de Ávila denominó “la loca de la casa”, tiende a llenar los vacíos; es difícil explicar por qué. Así como los cartógrafos de la Baja Edad Media dibujaban bestias acuáticas en las áreas hasta entonces inexploradas y agregaban una inscripción en latín, Hic sunt dracones (“Aquí viven dragones”), el norte de México ha sido colmado por sus escritores con cartografías de la ficción. Alejados del centralismo cultural de la nación azteca, distantes de la Ciudad de México y de su poderosa atracción gravitacional, estos son tres ejemplos iluminadores.

En Narcedalia Piedrotas, de 1993, Ricardo Elizondo Elizondo mapea a una villa que luego de transformarse en ciudad es arrasada por la violencia del crimen organizado: Perdomo. “Rumbo al norte de donde está Perdomo termina el país. Un río grande —tan grande que así se llama— es el límite”.[1] La demarcación de tal límite se trazó, en apariencia, en el siglo XIX, y cortó de un tajo la comunicación entre los perdomenses (he aquí su adjetivo gentilicio) y sus vecinos de “más al norte”, los angloamericanos. Ahí, el esposo de la protagonista se deja seducir por las promesas del narcotráfico. Al meterse en serios problemas, es precisamente su mujer, Narcedalia Vega Gómez, quien toma las riendas de su hogar e intenta salvar a los suyos en medio de la aridez natural y del abandono cultural.

David Toscana hace lo propio en Santa María del Circo, de 1998. La línea argumental es, en verdad, muy simple: el Circo Hermanos Mantecón llega, por casualidad, a un pueblo fantasma en el norte de México, y sus miembros, mujeres y hombres con diversas anomalías físicas y mentales, deciden por abrumadora mayoría fundar una civilización en ese paraje extraño, a la manera de Eneas en el Lacio o de Robinson Crusoe en una de las islas del archipiélago Juan Fernández:


Cuatro calles empedradas componían toda la geografía; en una se ordenaban las casas, pared con pared, como si a pesar de tanto espacio libre los pobladores hubieran extrañado el hacinamiento de la ciudad; en otra se erguía la iglesia, mirando hacia el poniente; en la tercera, unas cuantas piedras acumuladas, materiales que un día tuvieron la intención de ser edificio; y la cuarta calle parecía no conducir a ningún lado; sólo resultaba útil para completar la vuelta a la plaza.[2]

 

Aunque este ghost town mexicano carece de un topónimo definido, el título de la novela le guiña el ojo a la carta ficticia más popular de Juan Carlos Onetti —desenrollada desde El pozo (1939)—, uno de los referentes narrativos declarados por el autor regiomontano, Santa María, cuyas coordenadas se localizan entre el Paraná Medio y el Río de la Plata y que, esta vez trasladado a tierra adentro, es un símbolo de la ruina portuaria.

Experta en el arte de levantar planos con la palabra escrita, como lo prueban los relatos de Ésta y otras ciudades (1991) y de El topógrafo y la tarántula (1998), Patricia Laurent Kullick elabora una cartografía de la ficción norteña sui géneris en El camino de Santiago, publicada en el año 2000. El rótulo señala, como un letrero intencionalmente engañoso a la orilla de la carretera, al recorrido que llevan a cabo los peregrinos católicos con bordón y con esclavina por otro norte, el de España, hacia Santiago de Compostela, Galicia, donde pretenden encontrar las reliquias de Santiago el Mayor y concluir, con dicho hallazgo, el proceso de purificación de su alma.

Sin embargo, el camino de Laurent Kullick no es exterior sino interior. La protagonista tiene un laberinto en su cabeza, donde a cada tanto se topa con Santiago y donde busca, desesperada, a Mina, su complemento. Lo que llama la atención de esta novela, en el marco de una mapoteca ficcional, es su capacidad de abstraerse del mundo físico y de delinear un espacio consistente de la mente humana: “Graficado en numerosas y alucinantes geometrías […]”.[3]

Múltiple, heterogéneo y variopinto, con costas en el Pacífico (Baja California Norte y Sur) y en el Golfo de México (Tamaulipas), con desiertos (Sonora), con valles y con cadenas orográficas (Chihuahua), e incluso hoy día con corredores industriales (Nuevo León), el norte sigue sin ser apreciado con justicia. Tomóchic, de Heriberto Frías, la historia del brutal aplastamiento de un poblado de Chihuahua por parte de las huestes del general Porfirio Díaz guarda, en este sentido, su vigencia. Los detallados mapas literarios de Ricardo Elizondo Elizondo, de David Toscana, quien lo mismo ha plasmado en sus obra ciudades mexicanas —Tula, Tamaulipas, en Estación Tula (1995); Icamole, Nuevo León, en El último lector (2004)— que europeas —Königsberg (tocaya en lengua extranjera de su natal Monterrey), Prusia, en Los puentes de Königsberg (2007); Varsovia, Polonia, en La ciudad que el diablo se llevó (2012)—, de Patricia Laurent Kullick y de todos aquellos escritores que alguna vez fueron bautizados por la poeta Minerva Margarita Villareal con el nombre colectivo de “los hijos bastardos de Juan Rulfo”, ayudan, de cierto modo, a acceder a él.

 


[1] Ricardo Elizondo Elizondo, Narcedalia Piedrotas, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 83.

[2] David Toscana, Santa María del Circo, México, Alfaguara, 2017, pp. 45 y 46.

[3] Patricia Laurent Kullick, El camino de Santiago, México, Ediciones Era, 2003, p. 97.

 

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Francisco Gallardo Negrete

(Pénjamo, Guanajuato, 1984).

Es licenciado en Filosofía, maestro en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Guanajuato y doctor en Humanidades por la uam Iztapalapa. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Literario Alfonso Reyes y el Premio Bellas Artes Sonora de Minificción Edmundo Valadés 2023.