Detalle de El regreso de Perséfone, Frederic Leighton, 1891. Imagen: Wikimedia Commons
Un antiguo mito mapuche narra la historia de una joven que, recién casada, pierde a su esposo a manos de una enfermedad. En las noches llora a gritos su desgracia hasta que un día, al quedarse dormida, el esposo se aparece y le dice que se prepare para irse con él al día siguiente. La mujer viaja, va con su esposo a caballo al río que separa los dos mundos y juntos cruzan la frontera. Pero ella no logra adaptarse a la tierra de los muertos, así que su esposo le dice que regrese a casa. Al volver, con el cuerpo colmado de terror, la joven le cuenta a todos lo que vivió. Y aunque la arropan y tratan de sostener el hilo de su existencia, a los seis días muere.
El trayecto entre dos mundos también está presente en el mito de Orfeo, quien usa el encanto de su cítara para abrirse cualquier puerta que encuentra en su camino. El hijo de Apolo sigue el rumbo de su melodía inquieta. Su don le ha permitido tenerlo todo, o eso es lo que cree, hasta que conoce a Eurídice. El hombre se prende de la belleza inmensa de la ninfa, y la mujer, como todas antes que ella, se deja atrapar por una melodía. Pero en el plano de lo profundo, la verdad es que ellos dos se encuentran con la certeza de haber hallado un sitio de pertenencia plena: un lugar seguro, el útero silencioso anterior a la conciencia. Por eso, cuando Orfeo pierde a Eurídice, la necesidad de volver a encontrarse con su amada lo lleva a buscarla en los parajes del inframundo. Precisa verla, tocarla, sentir que el dolor de la separación tendrá fin. Grita desesperado: Eurídice. Cuando cruza el umbral de la vida, busca a Hades y a Perséfone para convencerlos de cederle a su enamorada y dejarla regresar con él al mundo de los vivos. Gracias al hechizo de su melodía, los dioses aceptan con una condición: la pareja hará el trayecto de regreso a la vida, pero durante el recorrido, Orfeo no mirará a Eurídice hasta que el sol bañe su piel por completo, de lo contrario la perderá para siempre. Orfeo camina adelante, se contiene, no la mira. Pero el dolor de la pérdida es tan grande que voltea. Eurídice. Y así desaparece.
La muerte ya tenía tiempo rondando los días serenos de esta historia. En la adaptación de Marcel Camus, Orfeo negro, la Eurídice brasileña huye de un hombre que le ha anunciado su destino fatídico. Entonces, el amor de Orfeo llega como un soplo de vida que promete robarle a la muerte un poco más de tiempo. El mito traza la esencia de la prolongación de la vida: amar, cuidar, es alargar durante horas o años la existencia del otro.
En estos días la muerte también ha deambulado por mi camino. “Yo también perdí a Eurídice”. A pesar de mi voluntad, hoy no puedo sino escribir desde el dolor de los lutos acumulados. Siempre duele desgarrarse para que desde dentro nazca algo nuevo, pero esta vez el dolor se siente más incontenible. Hace tres días perdí a mi abuela paterna y su muerte, aunque anunciada, cayó sobre mí con el peso de un terrible vacío. Perder a una abuela es perder a una madre, y toda madre, en su cercanía o en su distancia, significa una irremediable presencia. Mientras intento contenerme para escribir estas líneas, debo afrontar el dolor de perder el mañana y aceptar que hay cosas que ya nunca serán.
He explorado la manera de emprender el viaje. He dejado que el hambre y el llanto debiliten mi cuerpo y me acerquen al plano de lo eterno, al mundo sin tiempo. Cuando me pierdo en el sueño —la pequeña muerte cotidiana— deseo ver los ojos de mi abuela, sentir sus manos y decirle cuánto me gustaría que me hubiera esperado. En mi infantil egoísmo, aun sabiéndola agonizante, mi capricho será siempre seguir alargando su tiempo. Pero no logro verla, o al menos no lo he logrado. Mi grito desesperado no ha tenido ese gran estruendo de los amantes adoloridos ni ha sido tan melodioso como para convencer a los dueños del tiempo permitirme escuchar su voz por lo menos un momento.
En el mundo paradisíaco y fértil en el que vivía la diosa Deméter, las flores y los cultivos cubrían la superficie de la tierra durante todo el año. Hasta que un día una flecha de Eros alcanzó a Perséfone, su amada hija, y sin demora Hades se la llevó al inframundo. Deméter marchitó hasta la última flor del mundo humano. Hundida en un dolor exorbitante, arruinó las cosechas condenando a los humanos al suplicio de la hambruna. Su hija le había sido arrebatada y la diosa no conocía la posibilidad de una vida sin ella. Como el amor de la joven mapuche o del Orfeo enamorado, el vínculo dota al cuerpo de un tentáculo que una vez que crece se vuelve imprescindible. La pérdida se siente como una amputación; la herida se drena y me drena, la tristeza se parece mucho a dejarse morir.
El mito tiene la cualidad de la distorsión bienvenida; la oralidad le permite mutar, omitir o integrar pasajes renovadores. En su carácter polisémico, una posible interpretación del mito apuntaría al amor aprensivo de Deméter. Su hija le había sido arrebatada. ¿O quizá había abandonado voluntariamente los brazos de su madre? Si entendiéramos a Perséfone como sujeto de su propia historia y nos acercáramos a su voz, ¿no la escucharíamos deseando descubrir el amor y comenzar a vivir su propia vida? La joven no puede ser por siempre una niña, se transforma, el tiempo la atraviesa ineludiblemente. Desea irse, como muchas han deseado y desearán despegarse del núcleo familiar. ¿Pero cómo puede una mujer, nacida para cuidar al otro, dejar a su madre sola para empezar a construir su autonomía?
Partir es una metáfora del deceso, salir de una vida, mutilar un vínculo, separarlo de un pedazo de su esencia. Parece que no hay alternativa para el trauma de la desunión. En el vínculo primigenio, la madre —o cualquiera que ame y cuide— busca continuar siendo el útero protector de sus hijos. Por tanto, la entrada a la edad adulta es un segundo nacimiento y separación.
¿Qué pasa cuando el protegido quiere dejar de serlo? La madre se lamenta. A veces su voz desesperada revela que en realidad es ella quien necesita la protección del vínculo. Otras veces se aparta. Las transiciones duelen. Pero en el reino del tiempo, nada es para siempre.
A diferencia de la historia de Orfeo y la joven mapuche, para intentar recuperar el vínculo perdido, la diosa madre no va al inframundo. Perséfone desaparece. Deméter la busca inconsolable y al no encontrarla modifica su entorno como una protesta, casi un huelga. La diosa de la fertilidad se deprime y desdeña todo lo relacionado con la reproducción hasta asfixiar la posibilidad de la vida en la tierra. Entonces, cuando el balance mundano está en peligro, los dioses se encargan de idear un plan para llevarle a Perséfone de vuelta. Con una granada, la hija hace el camino desde la tierra de los muertos para encontrarse con su madre, y sólo regresará con Hades durante cuatro meses cada año, lo que en la tierra conoceremos como el invierno.
Cualquier tránsito es doloroso, pero más doloroso es no cambiar. La joven mapuche muere porque antes de reunirse con su esposo debe transformarse. La historia de Orfeo termina en la imposibilidad de traer de vuelta a Eurídice, quizá porque Eurídice, en su paso por la muerte, se ha transformado y esta verdad que imposibilita la invariabilidad de su vínculo se le revela a Orfeo a través de la mirada. En esta triada mítica, sólo Deméter recupera a Perséfone, pero no completamente porque quien vuelve del inframundo ya no es la misma que una vez se fue.
Cada vez que alcanzamos un sentido de plenitud, quisiéramos capturarlo para hacer que perdurara en el tiempo, o más bien, que escapara de él. Pero los plazos se cumplen. A pesar de los logros del amor y del cuidado, el concepto de lo eterno sólo existe fuera de este mundo. Para regresar a la matriz maternal donde alguna vez nos sentimos completamente seguros, debemos entrar a un estado anterior a la vida; eternizar es invitar a la muerte. Sin embargo, ya que generalmente la voluntad de eternizar no es suficiente, daremos una respuesta para ayudar a la resignación. En la difícil búsqueda de Deméter, la diosa madre llega a una casa donde le ofrecen comida, pero sumida en su dolor ella no quiere nada, no puede aceptar nada. Entonces la diosa Baubo se aproxima a ella, levanta su falda y le enseña su vientre donde en realidad está su rostro pero también su vulva. Con este gesto, Deméter no puede evitar soltar una carcajada. Ríe fuerte y al reír, sana. El sexo de la diosa nos recuerda dos cosas: que en medio del dolor insoportable persiste escondida la posibilidad de vivir. Y que el placer salva.
(Ciudad de México, 1990)
Escritora, editora y traductora. Estudió Letras modernas en la unam y la maestría en Literatura aplicada en la Ibero Puebla. En 2019 obtuvo una beca Fonca para escribir el libro Las raíces del despojo, que recibió la distinción de la caniem al Mejor libro infantil y juvenil del año. Escribe, sobre todo, poesía y ensayo.