Apostar por lo menos

Rodrigo Coronel
agosto-septiembre de 2024

 

 

Ilustración: Pixabay


Voy a romper una lanza por lo mínimo, un alegato por lo menos. Es que lo otro, lo demasiado, es ya una cualidad indeseable. La característica que definía el mundo de hace siglos era la escasez. La cualidad que lo define ahora es la abundancia. Es difícil saber cuándo fue que pasamos de un estadio a otro. Lo que es un hecho es que se trató de un cambio gradual. Ello ha constituido un reto inédito para la Humanidad entera. Tal es la premisa delineada por el escritor y periodista británico Michael Bhaskar en su libro Curaduría. El poder de la selección en un mundo de excesos (FCE, 2017). ¿Cómo lidiar ahora con esa copiosidad, tal parece, incontrolable?

Hasta hace algunos siglos la productividad del mundo estaba limitada por los avances de una tecnología casera, de magnitudes acotadas. Pienso específicamente en la reproducción de la palabra escrita, en los libros y su manufactura; pienso en los copistas y las sociedades que construyeron para proteger los secretos de su oficio, imagino las muchas y lentas jornadas que habrían de dedicar a la reproducción de las ideas que configuraron su mundo, a la delicadeza de los maestros encuadernadores, reservando las mejores pieles para sus libros de gran formato, y el esmero por conseguir las piedras preciosas que incrustaban en las portadas. Un artilugio así no podía reproducirse con prisa, había que apostar al tiempo.

De ahí que uno de los primeros obstáculos para la socialización de la palabra escrita en el mundo feudal haya sido, después de la alfabetización escasa —reservada a un puñado de especialistas—, la imposibilidad física de reproducir libros para luego distribuirlos. En un contexto así, con los pocos ejemplares que circulaban en los igualmente escasos circuitos editoriales, era impensable imaginar la dimensión que ha alcanzado hoy en día el negocio de la palabra escrita.

 

Los demasiados libros

Centremos la atención únicamente en los libros impresos, dejemos de lado el contenido generado en el mundo digital.[1] ¿Cuántos libros han sido publicados en el mundo? Parece una pregunta ociosa, pero no lo es tanto al intentar resolverla. Como es natural, acudí al confiable buscador de Google para develar la cifra. Fracaso. Si acaso hay algún dato al respecto, éste se encuentra desfasado: 129, 864, 880 libros… a 2010.

Fue Google, precisamente, quien se dio a la tarea de contarlos todos. En la explicación que acompaña esta cifra hay algunos puntos interesantes, como a qué le llaman “libro”, o lo difícil que resultó discernir el mejor criterio para contabilizar todos los títulos disponibles de forma unívoca, descartando, por ejemplo, la catalogación propuesta por el ISBN, no por mala o deficiente, sino porque la aplicación de este método de identificación se universalizó hacia la década del sesenta; es decir, los libros anteriores a esta fecha serían inidentificables. La frase con la que cierran esta entrada en su blog[2] es igualmente reveladora: “There are 129,864,880 of them. At least until Sunday” (“Hay 129, 846, 880 de ellos. Al menos hasta el domingo”).

Del tema de la abundancia en el mundo editorial ya se ocupó Gabriel Zaid en el clásico Los demasiados libros. Se trató de un libro visionario, que colocó algunos de los temas habituales con los que suele acompañarse la discusión pública al hablar del libro como fenómeno social y económico; por ejemplo, la necesidad de aplicar un “precio único” a todas las publicaciones distribuidas en México, o la creación de una Ley del libro. Es al ingeniero Zaid y la aplicación de una lógica económica al ecosistema librero que tenemos una frase que guarda la sobriedad y potencia de los mejores aforismos: “Los libros se multiplican en proporción geométrica. Los lectores, en proporción aritmética. De no frenarse la pasión por publicar, vamos hacia un mundo con más autores que lectores”.

 

Se buscan críticos y reseñistas

El número de libros a los que tenemos acceso es apabullante. Las mesas de novedades de cualquier librería cambian constantemente de protagonistas. Todos los días, todo el tiempo, en todo el mundo, se publican libros de todo tipo, para todos los gustos… Si extendiéramos nuestro arrobamiento a la cantidad de contenido que surca el espacio digital, la información que en una sola hora se produce en el mundo, nos haría falta más de una vida para aspirar siquiera a asimilarla. O, al menos, leerla superficialmente. Parafraseando a Jorge Luis Borges: ¿cuántas vidas necesitaríamos para leer todo lo que nos gustaría leer en medio de este frenesí?

Entre tantos libros y contenidos de muy distinta índole, la competencia por la atención es ardua. De ahí que en las mesas de novedades se ofrezcan clásicos instantáneos. Todas las semanas un Marcel Proust desconocido, un Gabriel García Márquez de la periferia, ofrece su talento inédito y recién descubierto al mundo. En más de una ocasión, el fiasco que me he llevado al leerlo ha sido proporcional al entusiasmo de los mercadologos por describirlo. ¿Qué tanto del entusiasmo repentino por un escritor o escritora es producto de su genio, y no del de los encargados de promover su obra?

Frente a esos recursos mercadológicos, el lector tiene frente a sí la difícil tarea de discernir de la mejor manera posible su próximo movimiento. Escoger la voz que acompañe su día a día en el transporte público, o bajo la delicada luz de la recámara, entraña la dificultad mayor de hacerlo entre cientos, miles de opciones. Si, tal como parece, las editoriales más grandes del mercado han optado por la publicación a mansalva, habríamos de recurrir a una brújula que nos dé cierto norte en medio de la tumultuosa producción libresca.[3]

De algún tiempo a la fecha, al menos en México, la crítica literaria se ha vuelto irrelevante o, en el mejor de los casos, un escenario de nicho. Ésta, la mejor brújula para arriesgarse en las amplísimas avenidas de la producción literaria contemporánea, adquiere una fórmula más bien estable: amigos que reseñan a sus amigos que reseñan a sus amigos que…, y que consumen sus amigos que consumen sus amigos que… Nada bueno podría salir de ahí. Un cambio en esa inercia no se ve, por ahora, alcanzable. En el escenario mexicano, una mala crítica se lee/oye como un petardo lanzado en las estanterías de cristal de un laboratorio por la noche.

 

¿Qué hacer?

Apostar por lo menos. Regreso a Bhaskar y su Curaduría. Ante lo abundante, el valor real de las cosas es el de saberlas seleccionar. Ese es, quizá, el nuevo valor de nuestros días: oponer a lo demasiado, lo justo, lo mínimo e indispensable. Derivado de todo ello es que me he impuesto un límite severo: adquirir cada vez menos libros. Es odioso, lo sé, pero necesario. Lo decidí un día con no poca impulsividad. Mi escritorio, en el que ahora escribo estas líneas, parecía una mesa de remates: desordenada, sucia y con libros apilados por doquier. Pasé meses sumergido en esa marejada de títulos que apenas y disminuían. Para hospedarlos compré un librero —otro—, pero esta vez de menor tamaño. Este nuevo hogar de madera habría de ser llenado, me dije, con obras seleccionadas reposadamente. Sin embargo, apenas me dispuse a alinear los libros en los entrepaños, sólo unos centímetros quedaron libres.

De alguna u otra manera, la imposibilidad de brindarles a mis libros un hogar limpio y ordenado me ha obligado a limitar mis compras. Y así, tanto mi cartera como la endeble organización de mi estudio, han agradecido esta nueva protesta editorial. Los caminos de la rebeldía son inescrutables.


[1] Resulta especialmente difícil seguirle el paso a la producción de contenido que resguarda el mundo digital. Tal es el tamaño de lo producido diariamente. Quizá por ocioso se ha dejado de lado un análisis que revele la cantidad de información o datos que se generan día con día. No obstante, algunas estimaciones calculan, al 2003 —¡hace 21 años!—, que el mundo genera cerca de cinco exabytes… cada cinco días. Según información de la revista Science, al 2007, la Humanidad había generado 295 exabytes; no obstante, la cantidad se había elevado a 600 exabytes al 2011. Es decir, en apenas cuatro años la Humanidad duplicó la cantidad de información que había sido generado en toda su historia.

[2] https://bit.ly/3S50Ts4

[3] Sobre esa suerte de renuncia a la labor editorial que entraña la selección de los mejores manuscritos para luego ofertarlos al mercado, André Schiffrin ha escrito un libro indispensable: La edición sin editores, en éste el editor francés identifica que, de unas décadas para acá, las editoriales han abandonado criterios “estéticos” para la producción de sus libros, adoptando únicamente las reglas de la maximización de los beneficios económicos como criterio diferenciador. El título del libro sugiere la creación de un mercado en el que el criterio editorial es sustituido por una calculadora, dejando de lado la “sabiduría del editor” y sustituyéndola por la árida relación de la compraventa.

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Rodrigo Coronel

Egresado de la licenciatura en Ciencia Política de la UAM-Iztapalapa y de la Especialización en Literatura Mexicana del Siglo XX.