Tripoaraña, 2022. Ilustración: Rojo Génesis
Leo esta mañana en la prensa: “Lia Thomas, nadadora transgénero, no participará en los Juegos Olímpicos de París después de que el Tribunal Arbitral del Deporte (TAS) desestimara hace unos días su apelación por sentirse ‘excluida’ de las competiciones femeninas. Después de que la World Aquatics anunciara una serie de restricciones para las atletas transgénero en competiciones femeninas de élite, la estadounidense presentó un recurso que ha sido desestimado”.[1]
Más adelante, en la nota, una de las ex compañeras de equipo, Paula Scanlan, se quejó de que fueron obligadas a desnudarse en los vestidores frente a “él”, quien mantenía los genitales intactos. Thomas, hasta donde se sabe, interpondrá un recurso y seguirá en la pelea por regresar a las competencias.
K. Rowling, escritora archiconocida, quien ahora vive en Escocia donde se acaba de promulgar una ley antiodio declaró que espera que la arresten porque se niega a usar pronombres que no sean para definir a una persona de acuerdo con su sexo biológico. Sus millones de fans lucen consternados ante la franqueza con que se niega a aceptar la nueva corrección política y hay muchos llamados en redes a censurar sus libros y las películas sobre ellos. Ella acata la libertad de expresión. El 6 junio de 2020 publicó este tuit: “Si el sexo no es real, no hay atracción por el mismo sexo. Si el sexo no es real, se borra la realidad vivida por las mujeres en todo el mundo. Conozco y quiero a las personas trans, pero borrar el concepto de sexo elimina la capacidad de muchas de ellas de hablar con sentido sobre sus vidas. No es odio decir la verdad.”
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Roland Barthes afirma en Fragmentos de un discurso amoroso que lo que sabemos del amor y de cómo pronunciarlo, ejercerlo, lo aprendimos del cine. Este es un ejercicio que surge de la imitación. Pero el lenguaje no suele venir solo, se acompaña del gesto y del carácter.
Leticia Dolera en un artículo publicado en Babelia cuenta sobre un amigo de ella y su relación con esos roles masculinos en la vida privada:
Hace muchos años, un buen amigo, cinéfilo empedernido y gran amante del cine clásico americano, me dijo que había aprendido a ser un hombre viendo pelis dirigidas por John Ford o protagonizadas por James Stewart. Me quedé en silencio, pensando dónde habría aprendido yo a ser mujer… pero no va de eso este prólogo.
Mi amigo continuó su reflexión y me habló de valores como la honestidad, el sacrificio heroico, la valentía y, sobre todo, una visión ética y comprometida del mundo y de la vida, valores que encarnaban los personajes protagonistas de dichas películas. Con ellos había reflexionado sobre sus propias inquietudes e ideales, sobre su propio destino. A ellos había querido parecerse de adolescente y durante su veintena.
Así como aprendemos el amor aprendemos esta inercia absoluta, maniquea y sentimentaloide de qué es ser un hombre y qué es ser una mujer. Ante ello, la comedia romántica es culpable de que las mujeres soporten lo indecible. En aras del amor, el sacrificio cobra tintes de tragedia griega. El amor es persecución, deseo, anhelo y todo aquello que es el celofán alrededor del hombre-presa, el hombre-premio rosa, el hombre-casa-familia que ella tendrá al final del arcoíris. No hay comedia romántica donde la chica sea la perseguida, hay guiños, quizá como pasa en Cómo perder a un hombre en 10 días, pero el amor sucede y la “broma” se hace real. O sea, fin del truco publicitario. Y permea esa idea de Jane Austen de que las mujeres buscan casarse y es todo (bueno, en el XIX más que una idea era un proyecto de salvación y supervivencia más que algo meramente con fines de romance. O las mujeres se casaban o no participaban de la vida pública, por tanto, eran condenadas al ostracismo y al escarnio). Los hombres aceptan ese convenio como un requisito social.
Sigue vigente que gran parte de la industria mediática celebre que las mujeres se casen y los hombres no. Ellos son la presa deseada; ellas, las cazadoras buscando el santo grial: Indianas Jones en Nueva York; al final, más que de sexo, Sex and the city es también una novela de Jane Austen con ropas de diseñador: triunfan porque ganan un hombre.
Pero volvamos a lo masculino. Cuando era niña, veía ese anuncio de Marlboro, filmado en Colorado, donde un vaquero cabalga en el horizonte idílico de montañas, ganado, vaqueros, y fuma, quizá sintiéndose el hombre más poderoso del mundo. No lo sabemos. Cinco actores del anuncio morirían de cáncer pulmonar. Ellos eran el ícono de lo que era un hombre: sucio, arrojado, valiente, trabajador. Un hombre para ser tan hombre siempre estaba rodeado de hombres (y de naturaleza, claro). No hay mujeres alrededor. Ni de marco, ni de contexto, ni de mención.
Apenas hablé con una chica joven que tomó uno de mis talleres. No sé por qué hablamos en un momento dado de cuál fue su primer acercamiento a la literatura y me dijo que el Libro Vaquero. Su abuelo lo leía y creía que ella, a los once o doce años, podía leer eso sin tener que enfrentar lenguaje o imágenes que fueran grotescos, groseros. Creció creyendo en ese vaquero que salva a la chica, que se enfrenta a todos, que es un gran guerrero. Volvemos a la comedia romántica aun si esta es una novela de acción, armas, caballos y siux y apaches por todos lados.
Pierdo el tiempo en esto. Pierdo el tiempo sin saber a dónde voy. Qué tiene que ver el anuncio de Marlboro con esos vaqueros solemnes, taciturnos como los vaqueros de Brokeback Mountain que se enredan en un amor prohibido. Y entonces aparece al fondo de la cabeza y las referencias la novela monumental del siglo xx en el sur más al sur de América: Gran sertón veredas, de João Guimarães Rosa, donde Riobaldo y Diadorim son los protagonistas de esa aventura maravillosa de hombres, ganado, poder, y un amor que para sobrevivir debe mantenerse soterrado.
En todo eso pienso mientras recuerdo ese anuncio, ese valle rodeado de montañas, la nieve, los caballos del anuncio de cigarro.
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Cómo conformamos el sentimiento ideal de lo que nos hace seres deseantes. Qué confirma eso que decimos hermoso, masculino, ideal. Pienso en ese versículo del libro 1 de Samuel (16:18): “Y respondió uno de los mancebos y dijo: He aquí, he visto a un hijo de Isaí, el de Belén, que sabe tocar, es poderoso y valiente, un hombre de guerra, prudente en su hablar, hombre bien parecido y el SEÑOR está con él”.
La belleza no opera sola. Está acompañada del coraje, del arrojo, de la iniciativa.
Podemos entender el mundo masculino sin la belleza, sí. Pero no sin lo otro. Sin eso que llamamos “carácter”. Hay una cita en Un tranvía llamado deseo que me gustaría resaltar, sobre los hombres como cerdos, los hombres brutos, brutales, salidos de esa clase trabajadora que aspira a una vida mejor, más higiénica, menos vigilada quizá, menos perseguida. Stanley, uno de los personajes centrales, es el epítome de todo ello: el hombre sin educación, sólo fuerza viril, de obrero. No es azar que el actor en la primera versión cinematográfica sea Marlon Brando, ese dios convertido en una mole al final de sus días. Sabía lo que hacía la belleza y se destruyó a sí mismo. Él era la fuerza y el poder. Se suicidó de dos maneras: una fue el aislamiento físico, al negarse a seguir en el medio cinematográfico; la otra fue engordar de manera tan definitiva como mortal. Él lo cuenta en ese documental basado en sus citas al analista (Listen to me, Marlon, Stevan Riley, 2015). O eso creo recordar, la memoria es una tela delgadísima.
Escritora. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte 2019-2022. Premio Estatal de Poesía María Luisa Ocampo, Guerrero, 2018; Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Es autora de una decena de libros, entre ellos, Olvidar a nadie, 2023; Hombres de verdad, 2022; La luz artificial de las cosas, 2021; Ensayo, 2020; y Raras, ensayos sobre el amor, lo femenino, la voluntad creadora, 2019.