Crimen, 2022. Ilustración: Rojo Génesis
Tengo a la vista una fotografía tomada el 29 de junio de 1979 en la Avenida Juárez de la Ciudad de México, entonces el Distrito Federal. En ella, ocho personas caminan hacia el fotógrafo, formando una línea de avanzada; se trata, en todos los casos, de cuerpos asignados como varones al nacer. Algunos portan ropaje masculino; otros van cubiertos por prendas feminizadas: faldas, blusas, zapatillas cohabitan con pantalones, tenis y camisas. Al centro, un cuerpo viril —bigote, torso atlético— avanza sonriente, ataviado en un vestido blanco. Detrás del grupo, aunque no enteramente visible, se alza una manta en que se ha rotulado la leyenda “Viva la diferencia sexual”. Más atrás, al fondo de la imagen, son reconocibles edificios de arquitectura diversa: una fachada hispánica, un edificio en estilo moderno internacional, las columnas neoclásicas del Hemiciclo a Juárez, como si la exigencia de encarnar el tiempo presente de quienes caminan fuera también, por fuerza, un recorrido que en que deben dejar atrás épocas de obliteraciones, de burlas y silencios.
Se trata de una fotografía que documenta la Marcha del Orgullo Homosexual, primera celebración de su tipo en el país. Ciertamente, los rostros esperanzados, felices incluso, de quienes participan de la imagen contrastan con documentos de años previos que retratan la diáspora de identidades que hoy comprendemos bajo el paraguas de lo trans. No es fácil hallar la presencia de esas identidades en los textos y fotografías que documentaron en décadas anteriores el devenir social de México: no, al menos, fuera de la caricatura, los espacios marginales y el lenguaje del insulto. Existen publicaciones, como el Suplemento de Policía y Alarma!, cuyas ediciones en los cuarentas y en los cincuentas evidenciaban el lugar social y las limitaciones para nombrar esos cuerpos desplazados de la cisheteronorma.
Se acusan allí usos peyorativos: mujercitos, invertidos, vestidas, maricones, sodomitas, degenerados, casi siempre en situación de cárcel, asociados al vicio, el delito o la clandestinidad. Poco importan las precisiones: se llama así indistintamente a hombres homosexuales, travestis o mujeres transexuales y transgénero. No sólo visualmente se les condena a los márgenes; también en términos lingüísticos, las nomenclaturas exhiben la prohibición de su existencia: un léxico que demarca un territorio abyecto, imposible de nombrar dentro del espacio edénico del sistema de sexo-genéro moderno. El hombre y la mujer son uno, diseñados a la medida del capital. Mujercitos: la aparición caricaturesca, monstruosa incluso, de una de las formas posibles de ser un cuerpo. Un espécimen defectuoso en la cadena de la procreación.
Pero ¿cómo entender hoy, a la vuelta del siglo, la persistencia de la excepción cuando se revelan en el espacio público los cuerpos de personas trans? ¿Cómo explicar la excomunión de esos cuerpos dentro de ciertos feminismos y aun ciertas colectividades de la diversidad sexual? ¿Cómo imaginar un horizonte de vidas vivibles para todos los cuerpos si no es, también, en una lucha contra los embates del lenguaje? Me refiero, desde luego, al lenguaje del sexo-género: una gramática que nombra los usos aceptables, las formas reconocibles en que deben articularse los habitus del cuerpo y del deseo.
Cierto mandato sobre el acceso a la visibilidad y la representación políticas reza que ‘lo que no se nombra no existe’. Y, en verdad, el éxito de tantas políticas públicas, en México y otras latitudes, nace del reconocimiento: apartar la niebla a la que han sido condenados históricamente los cuerpos feminizados —mujeres cis, mujeres trans, diversidades sexo-genéricas—. Esos cuerpos encarnan hoy cuerpos políticos, aunque casi siempre de cierta constitución: cierto tono de piel, rasgos específicos, que hablan el idioma de la clase media. Este acto de nombrar está atravesado por una paradoja: hacerse de un nombre dentro del lenguaje del poder acaba por apuntalar las formas de opresión que ese mismo poder sustenta.
Ya Audre Lorde nos advertía: las herramientas del amo no desmontarán jamás la casa del amo. La separación de identidades y el reconocimiento político de las personas trans están en la base de la regulación de sus derechos legales y sanitarios; al mismo tiempo, son el saber jurídico y médico —saberes/poderes, para decirlo con Michel Foucault— quienes han construido las formas de subjetivación patológica de sus cuerpos y mentes: hermafroditas primero, cuerpos de raíz casi mitológica; mentes disociadas de la norma del cuerpo después, afectadas por el trastorno; seres en disforia, apenas desplazada hace once años de los desórdenes mentales. Este vaivén terminológico acusa la incomodidad que producen los cuerpos trans dentro del sistema del sexo-género. Los cuerpos trans y los cuerpos intersexuados.
El mismo Foucault señalaba la falsedad de la hipótesis represiva: se supone que una tendencia victoriana al acallamiento estaría en la base del orden sexual en occidente. El impulso real, según él, es el contrario: el surgimiento de las instituciones en la edad clásica y el alzamiento de la medicina un siglo después, en el XIX, obligarán a todas las formas sexuales a decir su nombre. Pues todas las manifestaciones de lo sexual deben estar controladas en una sociedad que se orienta a la utilidad: “el sexo no es cosa que sólo se juzgue, es cosa que se administra […] no el rigor de una prohibición, sino la necesidad de reglamentar el sexo mediante discursos útiles y públicos”.[1] Taxonomía del exorcismo: pronunciar el nombre de la perversión la despojaría de su oscura aura social; al contrario, sometería a los demonios de la divergencia a un sistema de flujos, en el diván o en el consultorio —dispositivos científicos de confesión que producen capital—; o podría, al menos, confinarles a espacios regulados: la clínica, el hospital psiquiátrico, el burdel.
Así, el poder infiltra el deseo, y posee el don de la invisibilidad. Se supone que, en el siglo XIX, los ciudadanos han creado instituciones que garantizan su propio marco de convivencia. El proceso, otra vez, es el inverso: es el saber/poder moderno, a través de incontables dispositivos —la educación, la unidad familiar, la medicina, la economía de producción— quien crea las normativas por las que pueden subjetivarse las personas: perversa facultad del poder que acabará por producir a los individuos que gobierna. Esta facultad de generar subjetividades ocurre también en el sistema de sexo-género, como ha sabido ver Judith Butler: en cuanto cuerpos sexuados, las personas acabaríamos por reproducir formas ya sancionadas de un lenguaje que nos precede. Esto es lo performativo: la encarnación de un lenguaje codificado y regulatorio del sexo-género por el que nuestra identidad se hace legible. Nuestro actuar corporal reproduce inscripciones que preexisten a él: en su apariencia de libertad, acaba por sustentar el mecanismo de control que lo articula.[2] Tener género es reproducir un orden de género.
En occidente y su periferia el género supone un binomio de base monetaria: lo masculino y lo femenino son categorías discursivas que se adosan a cuerpos forzosamente sexuados. El mecanismo regulatorio es harto simple: hay presencia del pene o no la hay. Hay cuerpos que penetran y cuerpos penetrables: hombre y mujer, como en el pasaje bíblico; cuerpos femeninos, producidos desde la costilla de Adán de los saberes médico y jurídico, como una complementariedad de la norma del cuerpo masculino, centro de la organización social. Sujetxs, al fin, de sexo–género–deseo (Butler): engendros de un ideal regulatorio que dicta la correspondencia entre marcaje genital, performatividad social y práctica sexual. Una gramática de seres sexuados: sujeto–verbo–complemento; gramática que de otro modo deviene ilegible.
[Escribo sujetx, anoto individux: como si la x, esa grafía de líneas cruzadas, pudiera suprimir la presencia opresiva de un lenguaje patronímico: un lenguaje referido sobre la o—una línea cerrada en su perfección circular, una línea que da vueltas sobre su propio trazo, que marca la limitación, el espacio interior reservado a una pertenencia y el espacio externo reservado a un excrecencia—. Anoto la x sobre el papel, como si pudiera con ese gesto trazar una incisión, una anulación de la autoridad viril.]
El integrismo del sexo-género, como lo llama Guillermo Núñez[3] —basado en el dimorfismo sexual, la oposición binaria y jerárquica de lo masculino y lo femenino, el mandato de heterosexualidad, la biologización de los roles sociales, la naturalización de las conductas— produce el abecedario en que se hacen legibles todos los cuerpos. Hay ropa de color azul o color rosa que nos espera desde antes del nacimiento. Pues mujer y varón, y otras terminologías que se desprenden de su apareamiento, son emanaciones conceptuales creadas dentro de un orden liberal —luego capitalista, luego neoliberal— en que se produce la arrogación masculina del espacio público y la subjetividad racional y el consecuente desplazamiento de lo femenino a las labores de cuidado y a una emotividad en vilipendio. Todas las historias que nos cuenta la modernidad sobre los sexos, del amor al erotismo, resienten la pujanza de esta imbricación. La biopolítica del amor es biopolítica del capital. Por eso, como dijo radicalmente Monique Wittig, “las lesbianas no son mujeres”.[4] No, si ser mujer implica la adhesión a una identidad en que el nacer con vulva implica la subordinación ante cuerpos masculinizados como régimen de existencia.
Aquellas corporalidades que se resisten a ese rigor crean, como ha dicho Paul B. Preciado, “monstruos que hablan”. Y nada produce un efecto de monstruosidad en el orden de sexo-género como los cuerpos trans y los cuerpos intersexuales, en los que se revela la falsa correspondencia entre biología y mandato social. En ellos, la dicotomía se estremece y colapsa: el mandato natalista se estrella. Tengo en la mente una imagen de la presentadora Alejandra Bogue, capturada en 2017 por el fotógrafo norteamericano Joel-Peter Witkin, bajo el rótulo The soul has no gender. En ella, Bogue posa sentada, con dos telas que envuelven sus antebrazos a manera de rebozo, como prendas únicas en torno al cuerpo desnudo: el cabello cae ondulado, en formas que recuerdan a Botticelli, mientras las manos sostienen un cráneo en el centro del triángulo que forman los senos de mujer y el sexo de varón. Se trata, sí, de un memento mori: un recordatorio de la propia mortalidad. Es, al mismo tiempo, un retrato que en su extraña belleza busca un desacomodo de las categorías: un desajuste sobre esos términos que he vuelto a apuntar con tanto desparpajo. Mujer. Varón. Terminologías aparentemente inocuas que, miradas de cerca, producen la imagen de un estanque sin fondo. El género, como ha dicho Judith Butler, es una copia sin original.
Sin embargo, el integrismo de género halla su defensa en un amplio sector de población, no sólo en los ámbitos previsibles, es decir, los grupos conservadores que defienden los roles tradicionales familiares y sociales, sino en espacios inesperados, como algunas corrientes del feminismo. Según estos posicionamientos, el movimiento queer y el transfeminismo estarían hoy operando como una suerte de caballo de Troya, que buscaría borrar a las mujeres como sujetas políticas del feminismo. Esto tendría incluso una impronta neoliberal: desarticular conquistas de décadas. Otro argumento sostiene que las mujeres trans, al haber nacido en cuerpos leídos como masculinos, habrían sido socializadas con los privilegios de los hombres: en última instancia, a la manera de una marca o una cicatriz, este privilegio nunca sería borrado del todo. Finamente, la diferencia biológica: la gestación es exclusiva de las mujeres, aquí sinónimo de mujeres cis. Según ello, el término ‘personas gestantes’ es un desvarío: gestar es algo definitorio del cuerpo de la mujer. Así, ni los hombres trans son personas gestantes —pues, en suma, no son hombres— ni las mujeres trans son, en realidad, mujeres.
Estos argumentos son reveladores de la solidez del sistema hegemónico del sexo-género y de la sagacidad del poder para infiltrar luchas nacidas como progresistas. Parecen olvidar, o abiertamente obliterar, el hecho de que, para todos los cuerpos que nos corremos de la cisheteronorma —pero que necesariamente hemos sido educados dentro de sus márgenes—, la preponderancia de lo masculino ha sido menos un privilegio y más el continuo recordatorio de una insuficiencia y la necesidad de una afirmación sin garantía ante una violencia que muestra variados rostros. El orden de masculinidad ha atentado reiteradamente contra la posibilidad de existencia de varones gays, mujeres lesbianas, hombres y mujeres trans y otras identidades sexo-genéricas, en un rango de intensidad diverso. No hay que olvidarlo: este rango de intensidad incluye expresiones de muerte y de necropolítica —acoso, suicidio, vejación, transfeminicidios y crímenes de odio—.
También, dicho entendimiento supone una profunda deshistorización de las regulaciones que fueron impuestas sobre el cuerpo en la constitución del Estado moderno. Una desmemoria que acaba por apuntalar al poder, una de cuyas estrategias ha sido justamente apelar al olvido —de sus injusticias, sus omisiones y su genealogía—. Hay otro orden de realidad posible, como nos lo muestra el pasado, como lo muestran sociedades no constituidas desde los paradigmas de la modernidad —por ejemplo, muxes en Tehuantepec, fakaleitis en Tonga, bardajes en pueblos amerindios—.
En cambio, si sostenemos que hay una base biológica que inexorablemente explica los mandatos sociales del género; si, en verdad, el nacimiento en un cuerpo con órganos implica por fuerza la pertenencia a un espacio social, una separación infranqueable por la marca genital, entonces será necesario claudicar ante el embate de una materia concebida como pétrea: nuestras luchas por vidas más justas no deberían ocurrir en el terreno de la política ni en lo social, sino en la biología y en la medicina, apenas como instrumentos paliativos. Si los órganos y sus funciones constituyen la realidad inexpugnable de lxs sujetxs políticxs, entonces tenemos que reconocer que la taxonomía corporal del mundo moderno tiene sustento real: no tuvo un origen ni tendrá un final. El género y el sexo conducen aquí a un callejón sin salida, un dead end que, en efecto, al final de la partida termina en la muerte. Los cuerpos trans no serían entonces sino una extravagancia: una calca siempre defectuosa de terminologías marcadas socialmente —hombre, mujer, pensadas en ese orden de importancia—; apenas un capricho identitario que deberá resignarse a vivir bajo las consecuencias de su atrevimiento.
Pero contra este horizonte se alzan los cuerpos intersexuales con la solidez y el filo de una pregunta incómoda: cuerpos con órganos en que no es posible atribuir un sexo. Cuerpos que resisten en su materialidad la lectura dismórfica, y arrojan una sospecha: si, en última instancia, hay un elemento material que sostiene la diferencia social y aun la trayectoria de vidas posibles, ese elemento no es infalible. El dispositivo que lo sustenta presenta fallas de origen. El sistema de base genital que marca la dicotomía no es siempre dicotómico. Y entonces: o las separaciones y exclusiones que defiende tienen que estar cínicamente sesgadas, o sus argumentos simplemente son una falacia.
Pues, desde el lenguaje de sexo-género, casi todas las personas somos monstruos que hablan: monstruos que ciegamente se empeñan en ocultar las huellas de su monstruosidad. ¿No habría que pensar, como lo hizo Foucault con el discurso, en una arqueología del género: un estadio en que el territorio de los cuerpos no estuviera cincelado desde el modelo de la metrópolis moderna, con centros de gravedad económica y política, sino por el de la llanura? Una geografía del accidente en que leyéramos de nuevo el lenguaje del género sin conocer cuáles son los ejes de poder desde los que se articula.
Es verdad que, desde la ficción del Estado moderno, habría que reformar las instituciones para que todas las identidades tengan cabida y derecho de palabra; con la precaución de que, en la hora presente, esto termina por ser una trampa: esa ficción nunca acabó de construirse, y es rebasada por la virulencia del capital y del consumo, suerte de Escila y Caribdis que se reparten los detritus de la modernidad. Incluso si tienen que pasar por encima de la vida: incluso si tienen que administrar la muerte. Los estados nacionales son hoy apenas entelequias que repiten los discursos de hace un siglo, sustentados por el orden keynesiano-westfaliano: una suerte de muñeco sin ventrílocuo que oculta las prerrogativas contemporáneas del poder.
Esas prerrogativas no son siempre visibles, pero operan en la explotación de poblaciones enteras —por ejemplo, varones que han visto mermadas sus capacidades ante el mandato de provisión; por ejemplo, cuerpos feminizados cuyo tráfico, uso, explotación sexual y muerte producen capital fuera del marco legal; por ejemplo, cuerpos racializados que contribuyen a la economía del narco—.[5] Las separaciones transexcluyentes, con su tufillo discriminatorio; la separación a ultranza de los espacios masculino y femenino; la taxonomía que impone sobre los cuerpos sexuados el marcaje de un destino son terreno fértil en que pueden prosperar las semillas necrófilas del neoliberalismo contemporáneo, cuya estrategia más feroz ha sido la destrucción del orden comunal de la vida: el vilipendio de las labores de cuidado, la categorización y posterior desprecio de lo femenino, el prestigio de la extracción y el ascenso como horizontes sociales.
En el orden del género, transpuesto el dintel de la dicotomía sexual, justamente por la pregunta crítica que nos plantea el derecho a la existencia de cuerpos trans y cuerpos intersexuales, tendríamos que empezar a concebir mundos casi quiméricos: mundos entre la ciencia ficción y el territorio en nacimiento perenne, en que la clasificación perdiera su patrón de estamento y de violencia y acabara por reconocer la dimensión siempre dúctil de la materia; cuerpos siempre inacabados y en mutación, cuerpos pensados desde la permanente transición de sus procesos; cuerpos, en fin, siempre vueltos a leer desde la página en blanco, que es una de las posibilidades más altas del lenguaje. Un lenguaje de sexo-género que aspirara simultáneamente a la totalidad o al vacío: la reunión babélica de todas las lenguas, la confusión de todos los cuerpos, en cuyo fondo pudiera vislumbrarse al fin, sin reservas, la validez de todo aquello que respira.
[1] Michel Foucault, Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber. México, Siglo XXI, 2011: 25.
[2] Judith Butler, El género en disputa. México, Paidós, 2022: 17.
[3] Guillermo Núñez Noriega. ¿Qué es la diversidad sexual? México, UNAM-CIEG-Ariel, 2016: 51.
[4] Monique Wittig. El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Barcelona, Egales, 2006: 57.
[5] Estoy siguiendo, desde luego, las valiosas reflexiones de Sayak Valencia. “El transfeminismo no es un generismo” [Pléyade 22, 2018: 27-43].
(Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. Cursó la maestría en Historia del Arte y el Posgrado en Estudios de Género en la UNAM. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del IVEC, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca.